jueves, 31 de octubre de 2013

El soldado Dos Passos

A mi difunta abuela, nacida en 1907, le gustaba contar que, cuando era niña, su padre colgó un enorme mapa a todo color del Benelux en el salón de la casa familiar. El doctor, una de las eminencias de aquella población provinciana, compró chinchetas de colores y, siguiendo las noticias de la radio, empezó a colocar banderitas que indicaban las posiciones de los ejércitos que luchaban en la guerra de trincheras de la contienda mundial. Mi abuela, con sus ocho o nueve años, observaba aquello como si fuera un juego. Veinte años después le tocó vivir una guerra de verdad, una guerra en la que perdió a parte de su familia, incluido su marido y padre de sus cinco hijos.

Por algún punto de aquel mapa que mi bisabuelo recorría con el dedo ante la atenta mirada de mi abuela avanzaban renqueando entre el barro y las ruinas dos ambulancias del ejército estadounidense. Una la conducía Ernest Hemingway, que después escribió A farewell to arms (adiós a las armas) basándose en esa experiencia. La otra la llevaba el que luego sería su amigo, John Dos Passos.

A Hemingway lo conocemos casi todos. A Dos Passos no tanto, y eso que escribió mucho, y escribió probablemente mejor que su amigo. Sin embargo, el segundo nunca consiguió alcanzar las cotas de popularidad del primero, e incluso sus coterráneos estadounidenses lo tienen un poco arrinconado. Cuando les preguntas por Dos Passos, te responden con cierto desdén, o más bien con indiferencia. Algunos ni siquiera lo conocen, o piensan que era extranjero. En la biblioteca pública, las obras completas de Hemingway tienen una demanda impresionante, mientras que las de Dos Passos suelen estar disponibles.

Piensa uno entonces: ¿no decía el propio Hemingway que su amigo John escribía mejor que él?¿A qué se debe esta aparente injusticia?

Una lectura rápida de cualquier biografía de Dos Passos (incluida la de la Wikipedia) nos da la pauta: es por motivos políticos. En su juventud, Dos Passos fue un socialista convencido, por lo cual no les cae simpático a los estadounidenses de derechas. En su madurez, y después de muchas vueltas y revueltas, su ideología viró hacia la derecha liberal tradicional y se consagró a la defensa a ultranza de las libertades individuales como única garantía de paz social, por lo que los americanos izquierdosos lo consideran un traidor. En cualquier parte del mundo, esa deriva ideológica convierte a su protagonista en carne de cañón, pero es que aquí, en el país de las etiquetas, es un pecado imperdonable. Dicho esto, vamos con la cosa literaria.

La segunda novela de guerra de John Dos Passos se titula Three Soldiers (tres soldados). Empieza en los Estados Unidos, durante la etapa de reclutamiento de tropas para la primera guerra mundial. Tres muchachos de orígenes muy diversos se conocen durante la instrucción, en uno de los campamentos militares que creó ad hoc el ejército por aquel entonces. Los tres se embarcaron en uno de aquellos transatlánticos que cruzaban el océano rumbo a Europa cargados de chavales de 18 años, y volvían con los tullidos, los amputados y las notas de pésame para las familias. Una vez en Francia, los tres amigos son destinados a batallones diferentes y se separan. Dos de ellos llegan a distintos puntos del frente y viven el infierno de las trincheras, y uno se queda en los servicios de la retaguardia.

[Por cierto, al hilo del ambiente de la guerra de trincheras, una de las mejores cosas que he leído al respecto es una novela del periodista inglés Sebastian Faulks titulada Birdsong. Aparte de ser un dramón, la segunda parte cuenta la historia verídica de una unidad muy especial del ejército británico: la que se dedicaba a excavar túneles en el frente para tratar de colocar minas debajo de las trincheras de los alemanes. Por supuesto los alemanes también tenían unidades parecidas y a veces se encontraban durante el avance, con las consiguientes batallas subterráneas.]

Al final de la guerra, los tres soldados llegan a París por separado. Los ejércitos aliados tenían el mandato de invadir varias partes de Alemania y mantener el control de las zonas limítrofes de Francia, Bélgica y Holanda durante un tiempo indeterminado. Los tres amigos se ven, se hablan, pero no pueden volver a estar juntos. Tampoco los desmovilizan: tienen que seguir trabajando gratis, obedeciendo las órdenes absurdas de oficiales aburridos y caprichosos que se han quedado sin guerra y tampoco pueden volver a casa.

Uno de los tres soldados pide un permiso para estudiar música en la universidad. Tras muchas peripecias lo consigue y puede empezar a vivir con más holgura. Conoce a una familia acomodada de París que le presta un piano para practicar y componer. En cierto momento, una serie de infortunadas coincidencias le hacen caer de nuevo en los engranajes de la disciplina militar, los trabajos forzados y la vida cuartelaria. Y hasta ahí puedo leer.

Si uno conoce la vida de John Dos Passos, hasta ahí no es difícil afirmar que Three Soldiers es una novela muy autobiográfica. El personaje principal, el que estudia en la Sorbona, es él, sin ningún género de duda. Podríamos decir que se le ve el plumero de puro realismo. No estudió música, sino literatura, pero todo el proceso para llegar ahí es prácticamente igual. La única diferencia es que Dos Passos ya estaba en Europa y se presentó voluntario para ir a la guerra como conductor de ambulancia, mientras que su personaje es reclutado y hace la instrucción en Estados Unidos.

El desenlace de la historia, que no voy a contar, es otro elemento ficticio de la historia y, al igual que la primera parte, carece de garra. En todo caso, en esta novela de juventud, que no es gran cosa desde el punto de vista narrativo, lo que importa son las descripciones intensísimas de la experiencia de Dos Passos en la carnicería que fue la guerra de trincheras y, al mismo tiempo, su fascinación sin límites por el modo de vida francés. El contraste brutal entre esos dos mundos es sin duda lo mejor del libro. Three Soldiers es también un alegato contra el ejército como concepto de organización humana y plantea reflexiones muy interesantes sobre los efectos psicológicos de las relaciones jerárquicas propias de esa institución. También es una ventana abierta a las ideas que bullían en las mentes de los jóvenes de principios del siglo XX: socialismo, comunismo, anarquismo, fascismo eran conceptos que todo el mundo conocía y distinguía sin dificultad, ideas que aún no estaban vencidas por el peso de las interpretaciones y aplicaciones prácticas que se les dieron a lo largo de los decenios siguientes.

En Three Soldiers, Dos Passos sufre, y sufre mucho. Se nota que sufre escribiendo, sufre recordando, sufre tratando de explicar lo que sintió durante aquellos años en Europa. A lo largo de toda la novela, que no es corta precisamente, hace todo lo que puede por plasmar una imagen fiel de lo que lleva dentro. Eso sí, aunque el ambiente general está bien logrado y tanto las descripciones como las reflexiones internas tienen un inmenso valor, los personajes se le quedaron flojos. En su siguiente novela, la legendaria Manhattan Transfer, los personajes son rotundos, espléndidos, arquetípicos, probablemente porque en esta, escrita cuatro años después, Dos Passos se permite unas libertades que no se permitió en 1921: párrafos de monólogo interior en medio de un narrador omnisciente, secciones mínimas que son casi como nuestros actuales microcuentos, neologismos, onomatopeyas y composición de palabras por doquier, etc.

Es la diferencia entre un escritor que busca, experimenta y sufre (el de Three Soldiers) y un escritor que ha encontrado su voz a base de experimentar y sufrir (el de Manhattan Transfer).

viernes, 25 de octubre de 2013

Fuera



Siempre fuera
            siempre ausente

sin moverme
            sin
                        moverme

                        días
            que se hacen años

años
            sin moverme
                        de esta ausencia
            residente

hasta que todo
            deviene ajeno

hasta que
            la memoria
                        cansada de esperar
            cansada
                        de anhelar
niega el presente.


martes, 15 de octubre de 2013

Los límites de la creatividad

Hay quien dice que es imposible crear algo genuino, puesto que es de hecho imposible abarcar todas las lecturas, todas las disciplinas, todos los estilos. La creatividad no se puede consagrar con éxito a más de una cosa a la vez, así como tampoco es posible estar en más de un sitio a la vez o vivir más vidas que la que nos ha tocado.

Para destacar en algo hay que ser constante, sacrificar una buena parte de la existencia a ese algo. Al mismo tiempo, hay que renunciar: si uno decide consagrarse a A, eso implica necesariamente renunciar a B, C, D, E, F, y así hasta el infinito.

La angustia que conlleva esa decisión, y la desesperación de no poder multiplicarse para abarcar todo lo que acarrea el impulso creativo, son temas fundamentales de las novelas que estoy leyendo estos días.
An idea comes into your head, and you feel it grow stronger and stronger and you can't grasp it; you have no means to express it. It's like standing on a street corner and seeing a gorgeous procession go by without being able to join it, or like opening a bottle of beer and having it foam all over you without having a glass to pour it into."
Genevieve burst out laughing.
"But you can drink from the bottle, can't you?" she said, her eyes sparkling.
"I'm trying to," said Andrews.

"Te viene una idea a la cabeza y notas que se va haciendo cada vez más fuerte y que no la puedes abarcar; no tienes forma de expresarla. Es como estar en la calle, en una esquina, y ver pasar una procesión maravillosa pero en la que no puedes participar, o como abrir una botella de cerveza y que se te vaya toda la espuma y no tener un vaso para verterla."
Genevieve se echó a reír a carcajadas.
"Pero puedes beber de la botella, ¿no?" dijo con ojos achispados.
"Lo intento", dijo Andrews. (Traducción mía.)
 Three soldiers, John Dos Passos

viernes, 11 de octubre de 2013

Broadway-Lafayette

-¿¡Es que nadie va a hacer nada!?

Los ojos desorbitados, el semblante contraído, lágrimas que le surcan las mejillas, camina sin rumbo, nos habla a todos pero no habla con nadie. Se marcha escaleras arriba.

En la estación de metro de Broadway-Lafayette hay muchísima gente, como de costumbre a estas horas de la tarde. Unos caminan tranquilos, otros se vuelven a mirar al fondo del andén. El fondo del andén. De allí venía la mujer llorosa. Algo, alguien al fondo del andén. Hay caras que saben, hay caras que intuyen, hay quien trata de averiguar. Hay quien se encoge de hombros.

Llega un tren. Se abren las puertas, entra gente, sale gente. Al fondo, al fondo del andén alguno se queda quieto, mirando al suelo, mirando entre las piernas de un corro de personas. Una mujer observa un momento, se vuelve de inmediato con una mueca de dolor en el rostro y camina ligera, casi corre, hacia las escaleras. Un hombre mayor se aleja con lentitud y sacude la cabeza.

Allá, al fondo del andén, alguien recula, paso a paso, muy despacio, y enjuga una lágrima. Apoya la pared en una viga de acero, se encoge, aprieta un puño contra la boca y cierra los ojos. Hay otro que saca el teléfono y hace una foto.

-No sé, supongo -le dice con tono exasperado un hombre a su pareja al pasar junto a mí.

Me acerco un poco.

Al pie de una escalera, entre azulejos ennegrecidos por el polvo y vigas mil veces repintadas, veo un bulto bastante voluminoso que reposa en el suelo, rodeado por dos docenas de pies y piernas.

-¿¡Han pedido ayuda o no!? -surge un grito, una queja, una súplica. Hay dos, tres personas inclinadas sobre el bulto, quizá de rodillas, apenas visibles, como sombras.

Llega otro tren. Se abren las puertas. De los que se bajan del tren y se topan con el corro hay quien blasfema, hay quien invoca a Dios. Otros se quedan mirando y el corro crece. Otros miran un momento, se vuelven y se marchan.

Me acerco más.

Veo a la mujer que está de rodillas, aplicando el masaje cardiorrespiratorio al hombre que yace inerte en el andén. Agotada, se aparta y le pide a una segunda que continúe. Hay tres mujeres arrodilladas atendiendo al hombre.

-¿Probamos ahora? -pregunta la tercera. La segunda asiente y entre las dos practican el boca a boca a aquel corpachón enorme que sigue sin dar señales de vida. Una, dos, tres. Las manos de la mujer parecen hundirse en el enorme pecho, que no ofrece resistencia alguna: parece de goma. Cuatro, cinco, seis. Alguien pide más espacio, den un paso atrás, por favor. Siete, ocho, nueve, diez. No hay pulso, dice la primera mujer sujetando la muñeca del hombre. Se incorpora con la cara congestionada y grita, grita con una voz que no es estridente, pero tiene un tono desesperado que proyecta sus palabras como un disparo por toda la estación.

-¿¡Pero han llamado ya a la ambulancia!?

Reacciono. Me doy la vuelta y corro escaleras arriba. Preparo el teléfono: en los túneles no hay cobertura, tengo que salir a la calle. No. No hace falta. Ahí vienen. Vienen por fin los camilleros con el equipo de reanimación. Pasan volando junto a mí. ¿Cuánto habrán tardado? Cuatro minutos, quizá cinco. En el andén, una eternidad. Una vida entera.

Espero un rato junto a la entrada. No vuelven. Espero un poco más.

Salgo a la calle. No es mi parada, solo estaba haciendo un transbordo.

Pero tengo que salir a la calle.

jueves, 10 de octubre de 2013

Pockets full of stones



El 28 de marzo de 1941, mientras una guerra monstruosa despedazaba medio mundo, Virginia se puso el abrigo, llenó los bolsillos de piedras y se adentró en las oscuras aguas del río que pasaba frente a su casa.

No encontraron su cadáver hasta el 18 de abril.

En casa dejó una nota para su marido Leonard:

 «Querido mío, tengo la certeza de que estoy enloqueciendo de nuevo. Siento que no podríamos superar otra de esas épocas terribles. Y esta vez no me voy a recuperar. Empiezo a oír voces, y no me puedo concentrar. Así que voy a hacer lo que parece que será lo mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido, en todas las cosas, todo lo que nadie podría haber sido. No creo que haya habido dos personas más felices hasta que llegó esta enfermedad terrible. Ya no puedo luchar más. Sé que te estoy arruinando la vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás ya lo sé. Mira ni siquiera puedo escribir esto como es debido. No puedo leer. Lo que quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Has sido absolutamente paciente e increíblemente bueno conmigo. Quiero decir que... todo el mundo lo sabe. Si hubiera habido alguien capaz de salvarme, habrías sido tú. Todo se me ha ido, excepto la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir arruinándote la vida. No creo que haya habido dos personas más felices que nosotros. V.» (Mi traducción, aquí está el original:)

 (Dearest, I feel certain that I am going mad again. I feel we can't go through another of those terrible times. And I shan't recover this time. I begin to hear voices, and I can't concentrate. So I am doing what seems the best thing to do. You have given me the greatest possible happiness. You have been in every way all that anyone could be. I don't think two people could have been happier till this terrible disease came. I can't fight any longer. I know that I am spoiling your life, that without me you could work. And you will I know. You see I can't even write this properly. I can't read. What I want to say is I owe all the happiness of my life to you. You have been entirely patient with me and incredibly good. I want to say that—everybody knows it. If anybody could have saved me it would have been you. Everything has gone from me but the certainty of your goodness. I can't go on spoiling your life any longer. I don't think two people could have been happier than we have been. V.)

Setenta años después, el 23 de agosto de 2011, Florence Welch y su grupo musical dedicaron esta canción a la escritora suicida. Me parece un magnífico y hermoso homenaje.