viernes, 5 de abril de 2019

Ordesa: ascensión al valle de los demonios (personales)

Este verano se publicó Ordesa, un libro narrativo (me resisto a llamarlo "novela" o a catalogarlo de ninguna otra manera) del escritor Manuel Vilas. Si uno empieza a leer sin más, lo que se encuentra al principio es una reflexión bastante pesimista sobre la situación personal del autor, sobre sus circunstancias actuales y sobre la pena que siente por la pérdida de sus padres. Las páginas iniciales son una extensa colección de pensamientos, sensaciones y recuerdos, todos bastante tristes. Es un torrente de intimidades que configuran un retrato muy personal. Y muy deprimente.

Vilas usa un estilo narrativo breve y rotundo, rico en símiles y metáforas. Confieso que ese estilo me pilló desprevenido porque no tuve la prudencia elemental de leer las solapas y la contraportada del libro. Si la hubiera leído, me habría enterado de que Vilas es más poeta que novelista y entonces, quizá, los primeros capítulos no me habrían causado tan mala impresión. Mi primera anotación fue "Pesado, pesado, pesado. Le gusta intercalar frases cortas y lapidarias con otras largas y abstractas y difíciles de leer. Le gusta cambiar de tema sin avisar en el mismo párrafo, y a veces hasta en la misma frase. Le gustan las metáforas apocalípticas y las generalizaciones. Y está deprimidísimo". Aquí va un ejemplo ilustrativo:

El dinero es el lenguaje de Dios. El dinero es la poesía de la historia. El dinero es el sentido del humor de los dioses. La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuando nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral. Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad.

Bien mirado, ahora que leo mi propia caracterización (alternancia de frases cortas y largas, cambios de tema, metáforas), me doy cuenta de lo bestia que soy. ¿Es que no reconozco un texto lírico cuando lo tengo delante?

En fin, superado este primer bache de percepción, seguí leyendo con un interés renovado. Pensé: esto es poesía en prosa, hay que leer despacio, hay que buscar la emoción, no la historia, porque no hay historia. Es como una foto gigante. Como un álbum de fotos. Y sí, con esa premisa la cosa mejoró mucho.

Cuando llevaba unas cien páginas anoté esto: "lo que me está incomodando de Ordesa no es la forma de escribir de Manuel Vilas, sino la forma de pensar de Manuel Vilas. Este libro es, en realidad, un chorro de pensamientos íntimos, y el efecto que me produce es el mismo que ya sentí, por ejemplo, con Nick Flynn: a medida que voy leyendo, pienso que no debería seguir, que lo que hay en ese libro son asuntos privados que no me conciernen. Me recuerda también al momento en que el protagonista de The Sportswriter, de Richard Ford, se pregunta por qué ese conocido suyo le cuenta de repente que en una noche de cansancio y confusión tuvo una experiencia homosexual, a pesar de ser super heterosexual y muy machote. ¿Por qué me cuenta todo esto?, piensa el personaje. ¿Y por qué sigo leyendo?, me pregunto yo. No me interesa el divorcio de Vilas, ni sus problemas con el alcohol, ni la relación difícil que tiene con sus hijos adolescentes. Si fuera ficción, si este Vilas fuese una invención de Vilas, lo absorbería con todo el gusto del mundo, pero no me veo con ganas, o con fuerzas, de tragarme la autobiografía de este señor, que para mí es tan real como yo mismo y tiene una forma de discurrir con la que no me encuentro cómodo y unos problemas que no sé cómo abordar".

Con esas dudas y esas dificultades iba avanzando por el texto. Como los capítulos son tan cortos, con dos o tres páginas cada uno, no se me hacía pesado. Algunos eran muy deprimentes, pero otros me resultaban interesantes: describían momentos de su infancia en Barbastro o de su vida más reciente en Zaragoza, anecdotas, situaciones, frases, objetos que le trae la memoria. En otros se acumulaban otra vez las frases aparentemente inconexas y me daba la impresión de estar leyendo una de esas páginas de citas célebres que hay por la web. No solo se me hacían difíciles de digerir, sino que además no captaba el sentido de la mitad de esas frases.

Tardé en darme cuenta de que Vilas, de forma voluntaria o involuntaria, estaba dándome los elementos de su memoria que yo necesitaba para entender sus ideas y sus sentimientos. Las anécdotas, situaciones, frases y objetos explicaban los motivos, o los orígenes, de aquellas supuestas divagaciones y el libro entero iba cobrando nuevas dimensiones. Lo que al principio no era más que una retahíla de lamentos se fue convirtiendo en una telaraña de personajes, sensaciones, obsesiones, o sea, en un retrato detallado de una circunstancia vital, de un estado de ánimo.

Así llegué al capítulo 157, apenas página y media, en el que Manuel Vilas imagina la noche de su concepción, en noviembre de 1961. No hay lamento en ese capítulo, no hay furia ni desesperación. solo hay belleza: sus padres, jóvenes y hermosos, tumbados en una cama, desnudos, con la luz del sol y la brisa de la tarde entrando por la ventana abierta. Dice Vilas: y yo, yo ya estaba allí. Es un remate fascinante para un libro de una enorme complejidad.

Más allá de ese capítulo final hay un epílogo que contiene un puñado de poemas. Leer esos poemas después de haber leído el libro entero es una experiencia muy intensa. Es casi como verlos desde dentro de la cabeza del poeta, puesto que uno tiene todos los elementos que necesita para interpretar cada verso, cada palabra, desde ahí, desde dentro. Un privilegio, diría yo, que nos concede Vilas, quién sabe por qué.

Hacía muchos años que no leía más poesía que la de las canciones que escucho. Siento que ha merecido la pena todas las etapas por las que me ha llevado el libro, desde el "pesado, pesado, pesado" y el desánimo iniciales hasta la gran sorpresa final del capítulo 157. Sí, merece la pena pasar el trago del libro para disfrutar de los poemas.

Espero que, cuando digo "pasar el trago del libro", no se entienda que juzgo negativamente la capacidad de Vilas como escritor o la calidad de los capítulos narrativos de Ordesa. No, me refiero a la dificultad de leer un texto tan profundo, tan concentrado, sobre la intimidad de otro ser humano. El libro está muy bien escrito y el autor tiene el oficio necesario para que esa confesión radical suya no caiga en el ridículo ni en la irrelevancia, que son los dos riesgos más inmediatos de quien ahonda en el dramatismo con esa furia y con esa intensidad. Por eso, creo yo, me ha costado y me ha gustado leer Ordesa: porque durante cinco días, cada vez que empezaba uno de esos 157 capitulitos subatómicos, me veía frente a frente con el drama descarnado y sangrante del Manuel Vilas-ser humano y me preguntaba por qué. En ese ser humano que fluye de la autocompasión a la rabia, pasando por la nostalgia, el pesimismo y qué sé yo cuantas cosas más, se dibuja poco a poco la imagen del duelo del autor: el Vilas que escribe Ordesa ha renunciado a mirar hacia delante. Solo quiere mirar atrás, pero todo lo que ve así atrás está muerto, ajado, cubierto de polvo, desaparecido u olvidado. Y cada vez que se vuelve hacia el presente o el futuro ve cosas que le producen desagrado o repulsión. Se ha quedado estancado, flotando en un limbo donde solo hay tristeza o rechazo. No es fácil mirar de frente a una persona que se siente así. Y no es fácil evitar la comparación. A medida que uno sabe, va equiparando con la propia vida, con la propia historia. Entonces empieza un proceso paralelo de examen, de análisis de los sentimientos, y el lector empieza a escribir mentalmente su Ordesa particular.

Yo empecé mi Ordesa, por supuesto, pero no lo voy a poner por escrito, ni lo voy a terminar. No soy Manuel Vilas. Eso sí, después de haber leído este libro, creo que entiendo mejor ciertos rasgos de ciertos seres humanos.

lunes, 1 de abril de 2019

Sánchez Ferlosio, cuarenta años después

No me acuerdo del curso en el que nos tocó leer un extracto de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, que murió esta madrugada en Madrid. Teníamos aquellos libros de lengua española organizados casi militarmente por Fernando Lázaro Carreter: lectura, lección de gramática, preguntas de comprensión de texto, preguntas de gramática, ejercicios. Todos iguales, todos los años. Veinte, treinta lecciones por curso, una detrás de otra. Mis compañeros odiaban aquellos libros. Yo, para la tercera o cuarta semana de clases, ya me había leído todos los textos del año. Ahí descubrí no solo a Sánchez Ferlosio, sino también a García Márquez, a Pérez Galdós, a Torrente Ballester y a muchos más.

Como digo, no me acuerdo en qué año me topé con ese extracto de Alfanhuí en el que el protagonista (un niño que también se llama Alfanhuí) baja al sótano de la casa de don Zana y encuentra una cueva por la que cuelgan las raíces del árbol que da hojas de colores. Recuerdo que fue uno de esos instantes en los que uno se siente sumergido por completo en el libro. Durante un rato, la conciencia se sumerge en la imagen de ficción, una imagen tan cargada de energía que hace desaparece toda la realidad circundante. Qué sensación tan fantástica (nunca mejor dicho).

Cuando terminé de leer pensé, además, que aquello no parecía un cuento de fantasía como los que yo leía en mis colecciones de Noguer y Alfaguara Juvenil. No, aquello tenía el peso y la consistencia de un libro de mayores, uno de esos libros "sin dibujos" a los que yo todavía no había hincado el diente. ¿Qué edad tendría entonces? ¿Diez, once, doce años? Recuerdo que fue una sorpresa enorme: en un libro de mayores podía haber una escena como esa, un niño mirando una caverna luminosa, las raíces del árbol colgando desde el techo y, en el suelo, los cuencos de tintes que suben con la savia y hacen que el árbol saque hojas de colores. Me llegó muy hondo. Me llegó tan hondo que un par de veces he intentado escribir una historia inspirada en esa imagen. Un poco más tétrica, es cierto, pero qué más da, la imaginación es para eso. Claro que yo nunca termino de escribir nada y esa variante de Alfanhuí jamás ha visto la luz. Aun así, cuarenta años después todavía siento un agradecimiento enorme por el autor que nos regaló esa imagen tan poderosa.

Sánchez Ferlosio escribió muchísimo. Su obra es inmensa, porque también tenía unos conocimientos y una lucidez inmensos. No es que yo haya leído toda esa obra, pero sí he leído artículos y entrevistas y me consta que tenía una forma de pensar muy particular y una cultura extensísima. Curiosamente, Javier Cercas, protagonista de mi post anterior, lo menciona como personaje de su novela Soldados de Salamina, lo cual no sorprende si se sabe que el protagonista de esa novela es su padre, Rafael Sánchez Mazas. Sánchez Ferlosio nació en Italia, y tuvo la doble nacionalidad italiana y española, porque en los años veinte su padre andaba por ese país, uniendo lazos. Uno de esos lazos lo unió a Liliana Ferlosio, la italiana que fue su esposa y madre del Rafael que murió hoy. También ató otros lazos, de naturaleza ideológica, con los fascistas italianos y con aquella corriente de pensamiento que luego trajo lo que trajo a toda Europa.

Decía antes que Sánchez Ferlosio escribió muchísimo, pero novelas solo escribió tres, y de esas he leído dos: la citada Alfanhuí y El Jarama. La segunda le valió el premio Nadal de 1955 y lo convirtió en un escritor famoso. Es la historia de una muerte accidental y de las reflexiones que esa muerte provoca en un grupo de jóvenes madrileños de los años cincuenta. Las dos obras me parecen magistrales, y lamento mucho que este autor no siguiera por el camino de la narrativa de ficción para regalarnos más momentos como los que pasé, de niño y de joven, con esos dos libros.

Ese escritor tan prolífico y tan famoso no publicó más que otra novela, la tercera, que se titula El testimonio de Yarfoz, de la que no sé nada. Desde muy pronto se especializó en el ensayo, género del que publicó una infinidad de obras. En 2004 le dieron el premio Cervantes y en 2009 el Premio Nacional de las Letras Españolas. No sé si habrá algún otro premiado de esas categorías con tan poquísima obra narrativa, puede que sí. Quizá debería buscar más obras suyas y leerlas, pero reconozco que cuando veo la temática de todos esos ensayos me cuesta un poco lanzarme. Quizás debido a mi cultura lacustre, la dosis de erudición que puedo aguantar a estas alturas de mi vida está muy mermada.

En fin, descanse usted en paz, don Rafael, y muchísimas gracias por dejarme (dejarnos) esas dos novelas fascinantes.