jueves, 25 de noviembre de 2010

Las simples cosas

Canción de las simples cosas
(Armando Tejada Gómez, César Isella)

Uno se despide
insensiblemente
de pequeñas cosas,
lo mismo que un árbol
que en tiempo de otoño
se queda sin hojas.

Al fin la tristeza
es la muerte lenta
de las simples cosas,
esas cosas simples
que quedan doliendo
en el corazón.

Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida.
Y entonces comprende
cómo están de ausentes
las cosas queridas.

Por eso, muchacho,
no partas ahora
soñando el regreso,
que el amor es simple,
y a las cosas simples
las devora el tiempo.

Demórate aquí,
en la luz mayor
de este mediodía
donde encontrarás
con el pan al sol
la mesa tendida.

Por eso, muchacho,
no partas ahora
soñando el regreso,
que el amor es simple,
y a las cosas simples
las devora el tiempo.

Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida...

http://www.youtube.com/watch?v=Potimp3kSuM

domingo, 21 de noviembre de 2010

Reality vs realidad

En este artículo del Guardian, Elizabeth Day plantea una hipótesis de por qué los reality shows no solo no pasan de moda, sin que proliferan, se multiplican y ganan cada vez más audiencia.

Como no veo tele, reconozco que solo puedo hablar de oídas. A principios de siglo, por curiosidad, me acerqué a la pantalla y vi un par de programas que me aburrieron soberanamente, así que no he vuelto a intentarlo. Sin embargo, algunos de estos programas tienen un impacto tan profundo en ciertas sociedades que es difícil sustraerse a ellos: están en los periódicos, en la radio, en Internet y en las conversaciones del barrio, del trabajo y del metro. Así que sí, vuelvo a tener curiosidad y este artículo me desvela muchas cosas.

Por una parte, dice, nuestra sociedad está cada vez más fracturada: vivimos lejos de la familia, vivimos lejos del trabajo, no nos hablamos mucho con los vecinos, nos desplazamos en coches y, en general, nuestro contacto con las demás personas es mucho más escaso que hace veinte o treinta años. Quienes ven uno de estos programas pasan entre dos y tres horas con los concursantes, que son "gente como uno", o sea, personas de esas con las que ya no nos comunicamos directamente. Hay una clara proyección personal (quizá no identificación) del espectador con el concursante. El primero proyecta sus anhelos y sus frustraciones en el segundo, y no le cuesta porque ve a las claras que es exactamente como él. Los concursantes están viviendo una odisea personal y, por supuesto, la audiencia prefiere verlos corriendo aventuras y evitar que vuelvan a la caja del supermercado, el foso del taller o la máquina empaquetadora de la fábrica. Por eso los apoyan con un entusiasmo mucho mayor que el que mostrarían jamás por una estrella de cine o un gran deportista, en los que no pueden proyectarse porque los consideran muy superiores, y con los que no pueden identificarse salvo por conceptos abstractos (la nacionalidad, por ejemplo). Por eso lloran y se desconsuelan cuando el sueño se acaba y tienen que volver a mezclarse con la multitud. Con nosotros.

Por otra parte, esta relación con los concursantes de los reality shows nos aporta una dosis, probablemente necesaria, de interés y preocupación por nuestros semejantes: qué hacen, cómo se sienten, qué les gusta y no les gusta, cómo les va y qué tienen previsto para el futuro. La gran ventaja que tiene esa relación-reality respecto de las relaciones reales es que no tiene riesgo alguno. Los concursantes no pueden decirnos que les caemos mal, que no nos quieren o que somos feos o tontos. Es una relación que jamás se podrá estropear, porque es unilateral. Si de repente alguno nos cae mal, podemos defenestrarlo sin remordimientos. Podemos ser crueles, incluso, y no habrá represalias. De hecho, lo más probable es que coincidamos en nuestro odio y nuestra crueldad con cientos de miles de personas. Participar en linchamientos públicos (artísticos, claro) también une y también dispara las endorfinas.

Muy relacionada con este último factor de la unilateralidad está la sensación de control. Quien ve esos programas sabe que puede participar y que su opinión se tendrá en cuenta. Uno puede votar por Internet, por teléfono móvil o directamente en el estudio, como público en directo, y mostrar su amor o su odio por cada uno de los concursantes. Lo que pase es, en parte, cosa nuestra. Estamos determinando el futuro de esas personas. En realidad, somos un poco sus padres, sus madres, sus jefes, sus tutores o sus sargentos chusqueros. Ahí también se mezcla el valor melodramático de todos estos productos: solo puede ganar uno. Desde el principio sabemos que va a haber lágrimas, dolor y sufrimiento. Desde el principio sabemos que casi todos los sueños van a acabar por romperse, que todo eso no es real y que muchos de los concursantes serán flor de un día. Y aun así los apoyamos, porque nos gusta (siempre nos ha gustado) el drama, y porque es infinitamente mejor observar el drama ajeno desde el sillón, con el pañuelo en ristre, que participar de los dramas reales de la vida cotidiana, que podrían estar esperándonos detrás de la puerta. Varios de los analistas que Day entrevista en su artículo comparan estos productos con las novelas de Dickens, los programas de televisión ñoños de los años cincuenta y otros muchos tear jerkers (sacalágrimas) del pasado.

Y ahí, con Dickens, es donde me entra la vena sensible, por aquello de la literatura. Pienso cuántos autores construyen sus novelas, poemas y narraciones con las mismas premisas que utilizan los productores de televisión para hacer sus reality shows. Pienso en esos productores como ávidos lectores de literatura melodramática, de tratados de psicología y sociología, de estadísticas socioeconómicas. Tiene mérito, la cosa, aunque seamos tantos los que criticamos ciegamente el fenómeno. Tiene mérito haber encontrado un sustituto masivo, global y ecuménico (hay realities hasta de ser buen musulmán) a las novelitas de cambiar, a las radionovelas y a tantísimas otras válvulas de escape lacrimoso como ha ido inventando el ser humano a lo largo de la historia. De hoy en adelante, gracias a ese excelente artículo de esta periodista británica, me cuidaré muy mucho de denostar esos programas a la ligera.

lunes, 25 de octubre de 2010

Qué haría uno sin gente

Qué haría uno sin gente. Qué haría uno sin ti. Iba a traducir esta canción (escuchar), escrita y compuesta por el ínclito Ian Anderson, pero es tan hermosa así como está, en su forma natural, con los sonidos que le puso el poeta, que me da pena echarla a perder.

Espero que a la mayoría nos baste con disfrutarla y con saber que ahí estamos, dispuestos a ayudar para llorar menos (o para saber por qué se llora), dispuestos a organizar una noche de vino y canción. Y que todo se nos cure en una semanita.

With You There To Help Me (Jethro Tull)

In days of peace
sweet smelling summer nights
of wine and song;
dusty pavements burning feet.
Why am I crying, I want to know.
How can I smile and make it right?
For sixty days and eighty nights
and not give in and lose the fight.

I'm going back to the ones that I know,
with whom I can be what I want to be.
Just one week for the feeling to go --
and with you there to help me
then it probably will.

I won't go down
acting the same old play.
Give sixty days for just one night.
Don't think I'd make it: but then I might.

I'm going back to the ones that I know,
with whom I can be what I want to be.
Just one week for the feeling to go
and with you there to help me
then it probably will.

viernes, 22 de octubre de 2010

Vaso desechable

Uno de los hábitos de los neoyorquinos que menos aprecio es el de recorrer la ciudad por la mañana temprano con un vaso en una mano.

Esta costumbre está tan arraigada que su incidencia no disminuye ni siquiera en los días de lluvia, en los que la mano libre suele estar ocupada con un paraguas. Merece la pena contemplar el espectáculo de la típica moza esbelta y elegante que se balancea en lo alto de unos tacones excesivos, sorteando charcos, transeúntes y bolsas de basura con escasa habilidad, mientras sostiene un vaso de papel en una mano, un paraguas en la otra y un número indeterminado (siempre superior a uno) de bolsos y bolsas colgando de los brazos. Por supuesto, no va bebiendo lo que hay en el vaso: es imposible beber en esas condiciones. Lo que hace es llevarlo a la oficina, a la tienda o a donde sea que se dirija. Hay que tener en cuenta que por estos lares gusta mucho el café frío, y también el café que en realidad no es café, es decir, ese tipo de brebajes en los que el café es solo una excusa para tomar refrescos desde bien temprano, pero en fin, eso es harina de otro costal.

Lo curioso de este asunto del vaso en la mano es que transportar líquidos no es asunto baladí. Nunca lo ha sido. Uno de los objetos que más usan los antropólogos y arqueólogos para distinguir la antigüedad e identidad de un yacimiento es la vasija, el recipiente, el vaso, la jarra o cualquier otro artículo que se usara hace miles de años para guardar líquidos. Durante decenas de siglos, el ser humano ha desarrollado, mejorado, perfeccionado y afinado las artes relacionadas con la fabricación de recipientes, no solo por el interés práctico evidente, sino también como vehículo de expresión artística y cultural.

En esta ciudad, el exponente moderno de todo ese cúmulo de historia es el lamentable vaso de papel con tapa de plástico. Quiero decir que ese es el exponente más habitual, claro, no querría generalizar. Además del vaso susodicho hay todo un universo de recipientes portátiles que uno puede contemplar en el metro o en el autobús y que guardan relación con distintas escuelas estéticas: está la taza metálica, en teoría a prueba de derrames y golpes, propia de los conservadores y preferida por los bebedores de té; está también la botella plástica post-cantimplórica con tendencia aventurera y bananera; está la botella metálica de inspiración deportiva; en esa misma línea, están todos esos contenedores plásticos de formas ridículas que se adaptan a la mochila o incluso se integran en ella, con tubito succionador incluido para facilitar el trasiego. En fin, la lista es larga.

Lo que no he visto nunca es botijos. Ni uno. Y mira que he visto botijos colgados debajo de los ejes de los carros, aguantando tela por los caminos de cabra sin romperse y sin calentarse.

Hay quien dice, con mucha razón, que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura. Yo estoy de acuerdo: lo es, en varios aspectos. El primero y principal es que a mucha gente (esto no incluye a los neoyorquinos, pero sí me incluye a mí) le da asco tomar café con la boca pegada a un cacho de papel o de plástico. Por cierto, es mucho más asqueroso lo que hace cierta gente cuando se le acaba el café, a saber, pasarse el resto del trayecto en el metro mordisqueando los bordes de la tapa de plástico, para disgusto y molestia de la docena de personas que estamos a escasos centímetros de su cara y que pensábamos, pobres de nosotros, que ya teníamos suficiente desgracia con ir apretados y apestados por los vapores de un café requemado con olor artificial a vainilla, calabaza, avellana, cereza o cualquier otra repugnancia que esté de moda en esa temporada. Se dirá, con razón, que esta parte del asco no es atribuible directamente al vaso, pero por lo mismo es justo reconocer que si el susodicho vaso no existiera, o fuera de otra naturaleza, probablemente el tío cerdo mordisqueador de plasticuchos se vería obligado a ventilar sus malos hábitos en privado, y no en un vagón atestado de personal.

El segundo aspecto por el que cabe afirmar que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura es el ya mencionado de la fiabilidad: hay que ver la cantidad de veces que se abren, se despegan, se rompen, se les sale la tapa o, en general, les pasa algo que provoca un derrame en los sitios más inesperados.

El tercer aspecto, por paradójico que parezca, es la inconveniencia. Se nos dice y se nos repite que estos vasos son útiles y convenientes porque es muy práctico poder traer y llevar cafés a la oficina, a casa, a un parque o a donde nos dé la gana. En otras palabras, el mensaje que se nos transmite es que el café es como el teléfono celular, las llaves de casa o la tarjeta de crédito, es decir, que hay que ir a todas partes con él. ¡Error! Como ya se ha dicho, transportar líquidos no es un asunto sencillo y, desde luego, no es algo que uno quiera hacer todos los días a todas horas. De hecho, la cultura del café, en sitios distintos de Nueva York, implica sedentarismo, tiempo libre, relax, conversación y, en general, ir a un lugar y no moverse de él mientras dure la relación del paladar con el café. Durante todo ese tiempo, el líquido se queda estabilizado encima de una mesa. Por contraste, esta noción de ir bebiéndose un café (sin derramarlo) mientras se recorren varios kilómetros, se cruzan ríos y canales, se transita por túneles atestados de transeúntes y se aborda todo tipo de medios de transporte resulta, si bien se piensa, opuesta a la conveniencia y la utilidad. Más bien recuerda al planteamiento de uno de esos concursos televisivos (para japoneses, quizá) en los que los participantes recorren un circuito absurdo vestidos de mosca o de oso panda con un cachirulo en la mano mientras se dan trastazos y se ponen perdidos de guarrerías para solaz de los espectadores.

Un cuarto aspecto es el de la ecología, pero he de reconocer que este terreno está ya demasiado trillado. Baste decir que el asunto de los vasos de papel (se calcula un consumo de 220.000 millones de vasos al año, ahí es nada) ha generado una cantidad asombrosa de corrientes de idiotización. La primera que quiero mencionar es la de generar estadísticas absurdas: a los estadounidenses les resultan extrañamente atractivos los cálculos comparativos que implican hacer algo absurdo o imposible, como por ejemplo cubrir la línea del ecuador con vasos de papel usados o llenar de basura el Empire State Building. Es como si con ese tipo de idioteces les entraran mejor ciertas cosas en la cabeza, lo cual da que pensar. Una de las barbaridades que les gusta leer es que con todos los vasos que tiran a la basura en un año podrían dar 300 vueltas al planeta. Y los muy cerdos, en lugar de hacer algo al respecto, van y lo publican en Internet para que todos lo sepamos.

Las otras líneas de idiotización que ha desencadenado el pensamiento ecológico van por caminos muy distintos: por ejemplo, hay gente que se ha puesto a comprar jarras, vasos y otros recipientes no desechables de forma compulsiva para no usar vasos de papel o de plástico de usar y tirar. Resulta que ahora uno va a comprar una de esas a la tienda y tiene que elegir entre cientos (literalmente) de modelos distintos. El resultado idiotizante es que dejamos de comprar millones de vasos de papel para comprar millones de estas tazas de plástico o metal, cuando todos teníamos ya suficientes tazas y vasos normales en casa. También hay quien ha iniciado campañas en las que dan panfletos en el metro en contra del consumo de vasos de papel (lo juro, panfletos de papel, me han dado uno). Hay quien ha fundado empresas que recogen vasos de papel y los vuelven a convertir en pasta de papel para hacer más vasos. Ya sé que está muy de moda esto de reciclar y que en estos días ni siquiera las botellas de vidrio se reutilizan como antes. Aun así, yo encuentro idiotizante que alguien te venda como "ecológico" el proceso siguiente:

  1. Te quieres tomar un café.
  2. Compras un vaso de papel lleno de café, lo usas y lo tiras a un contenedor especial de reciclaje.
  3. Viene el camión y se lo lleva a la fábrica, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  4. Una máquina pulveriza el vaso, lo lava con detergentes abrasivos y con desinfectantes y lo mezcla con agua para convertirlo en pasta de papel antiséptica.
  5. Otra máquina convierte la pasta en lámina de papel.
  6. Otra máquina modela la lámina y fabrica un vaso.
  7. Otra máquina apila y empaqueta el vaso.
  8. Viene el camión y se lo lleva a la cafetería, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  9. Compras un vaso "nuevo" lleno de café...
Me cuesta creer que la cantidad de energía, agua y residuos que conlleva todo ese proceso es inferior, incluso en proporción, a la energía, el agua y el residuo que se genera por usar vasos o tazas normales y lavarlos en la cafetería. De los costos no diré nada, porque ahí no las tengo todas conmigo y sobre eso volveré después. Pero en resumidas cuentas, a lo que voy es a que me parece una parida, una auténtica parida, decirle a la gente que reciclar vasos de papel es ecológico. Reciclar vasos de papel es a todas luces un proceso industrial complejo, y el adjetivo "industrial", en general, no se compacede con el adjetivo "ecológico". Me parece además sangrante que, al decir yo esto, haya abogados del diablo que levanten la mano y digan que peor sería no hacer nada. De hecho en este caso no hacer nada (o sea, no usar vasos, ni de papel, ni de nada) sería mucho mejor en muchos aspectos.

Otra tendencia idiotizante muy extendida es organizar concursos para ver a quién se le ocurre hacer algo genial con todos esos vasos. No hay concurso, obviamente, para ver a quién se le ocurre cambiar de hábitos, es decir, dejar de transportar líquidos a lugares absurdos en horarios de trabajo. Pero como dije al principio, este terreno de la ecología está muy trillado. La revolución verde genera mucha más estupidez de la que necesitamos, lo cual demuestra que no es precisamente una revolución ecológica. A este respecto, el profesor Carlo M. Cipolla estaría orgulloso de nosotros.

Una de mis conclusiones sobre este asunto del vaso de café es que la famosa utilidad o conveniencia no puede explicar por sí sola el éxito masivo y arrollador de un producto tan poco atractivo como un vaso de papel. Es un hecho conocido que el vaso de papel se inventó como medida de higiene, sobre todo para colegios y hospitales. En su momento (primer decenio del siglo XX) y en su contexto fue, sin duda, un avance importante que contribuyó a salvar vidas. Luego fueron surgiendo las variantes de plástico y de espuma, que han ido teniendo diversos grados de éxito. Como ocurre con tantas otras cosas, el invento se salió de madre y se convirtió en un éxito comercial. Hoy en día es difícil, y no exagero, tomarse un café en Nueva York y conseguir que te lo pongan en una taza. ¿Cómo se consigue tal éxito? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Cómo se hace para que la gente se sienta feliz y satisfecha usando todos los días de su vida un implemento propio de hospitales y colegios? Supongo que no soy el único que infiere la poderosa influencia de alguna poderosa industria capaz no solo de talar bosques sin parar, sino también de impulsar leyes y reglamentos que obliguen a grandes empresas, instituciones y demás organizaciones a utilizar determinado tipo de recipientes para dar de comer y de beber a sus miembros o empleados. Supongo que de alguna manera se ha conseguido que el costo de un vaso desechable sea inferior al costo de mantener vasos y tazas normales en restaurantes y cafeterías. Si alguien lo sabe, que me lo diga, por favor.

martes, 19 de octubre de 2010

Estado de ánimo

«Como la mayoría de las cosas, yo no soy nada. Lo mismo sucede con esta espada: no es más que un estado de ánimo.»

(Maestro Li Mu Bai en Tigre y Dragón -> script en inglés)

martes, 12 de octubre de 2010

Tormenta

¿Ha sido un trueno? Qué cosa tan discreta, más bien parecía un regüeldo de un señor elegante al fondo de la mesa. Seguimos cenando. Unos segundos más tarde llega la confirmación: las gotas de lluvia empiezan a repiquetear. Suenan sobre todo en la carcasa de un calentador que tenemos en la extensión de la cocina. También en el techo de lámina de esa misma extensión, que está detrás de mí.

El repiqueteo se convierte rápidamente en un golpeteo bastante enérgico. Es la época de las tormentas, no tiene nada de particular. Seguimos con la cena, aunque ahora, con el rumor familiar de la lluvia intensa en el exterior, hay que levantar un poco la voz al hablar.

Menos de dos minutos más tarde, ella me mira y dice o pregunta, casi en un grito: eso tiene que ser granizo. En ese preciso momento, los titanes deciden, allá arriba, rasgar los sacos de hielo y vaciarlos sobre esta parte del planeta azul. El golpeteo se convierte poco a poco en estruendo, luego en rugido, luego en alarido. Temo por los cristales de la fachada sur. ¿Se romperá alguno? ¿Se abollará la carcasa del calentador? Una de las niñas se encoge en un rincón y llora. Las otras corren hacia la ventana que da a la calle gritando hail, it's hail! En un momento, el jardín de la entrada y la acera están cubiertos por un manto de garbanzos blancos y brillantes que parecen moverse, saltar y reproducirse por sí mismos. A veces cae del cielo un chorro de garbanzos nuevos y pienso: es como si de verdad los tuvieran metidos en sacos allí arriba. A veces son grandes como alubias igualmente blancas y brillantes, algunas transparentes.

Mis flores, pienso de repente. Puré de flores, crema de plantas ornamentales. Miro en esa dirección, pero no las veo: están bajo la capa de hielo. El arce japonés se zarandea, pero aguanta erguido a duras penas, pelón y flacucho como un espantapájaros en plena oscuridad. ¿Qué será de las azaleas, allá en lo oscuro?

Cuando amaina la tormenta salgo con la cámara y hago unas fotos que no hacen justicia a la dimensión y la inmediatez de la riada. Me falla la descripción audiovisual, me falla por completo. Por momentos, la calle se va cubriendo de una pátina blancuzca: el hielo se sublima por el calor y el aire se satura de vapor de agua. Ya no llueve. Un silencio intenso domina la escena, con el rumor de fondo de las alcantarillas tragando ansiosas ese increíble exceso de agua que nos trajo la tormenta. Pobres plantitas, qué desastre. Terminemos de cenar.

viernes, 8 de octubre de 2010

Este mundo sigue sin ser el bueno

Ahora que he leído la famosa trilogía, vuelvo sobre el asunto que trataba Philip Pullman en la entrevista que cité en este post, a saber, la teoría del mundo mal creado.

La trilogía se llama His dark materials y la componen, por orden lógico, Northern Lights, The Subtle Knife y The Amber Spyglass. La idea general de la trilogía, como se decía en la entrevista, es que este mundo no es el bueno, en el sentido de que el creador (Dios o como uno lo quiera llamar) no pretendía que las cosas fuesen como son. En algún punto, ciertos intereses impidieron la evolución natural de las cosas, tomaron el control del mundo y a continuación convencieron a sus habitantes, por medios sutiles y no sutiles, de que así era como Dios había querido que fuera y que así sería ya para siempre. Vamos, lo que podríamos llamar una exitosa suplantación demiúrgica. Como esos intereses eran esencialmente malos, esa hipótesis explicaría, entre otras cosas, que el mundo sea la mierda que es y que la vida esté llena de desigualdades, sufrimientos, injusticias e iniquidades sin cuento. Implicaría también que sería cierto lo que dictan ciertas doctrinas religiosas, a saber, que el creador creó y luego se tumbó a la bartola para ver qué pasaba, a modo de experimento, sin intervenir para corregir o reorientar. En otras palabras, aprovecharía la idea de que la creación solo fue un instante en el tiempo y que después no ha vuelto a haber intervención divina.

También son fundamentales en la trilogía de Pullman la teoría de los infinitos universos paralelos y el principio de la de la navaja de Ockham. La primera dice que nuestro universo es tan solo un elemento del multiverso. El multiverso sería un conjunto compuesto por un número indeterminado de universos, similares al nuestro en su estructura general, pero muy diversos en elementos tales como las leyes físicas que los rigen. Es imposible observar un universo desde otro. El segundo, que se atribuye a Fray Guillermo de Ockham, dice que Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, o sea, que si no es necesario, no se deben multiplicar las entidades. También se llama, en filosofía, principio de economía. En una de sus formulaciones dice que si un fenómeno se puede explicar de dos maneras, casi siempre la más sencilla es la correcta. En una formulación de Bertrand Russell, dice que, si no hay necesidad, no se debe acudir a una intervención sobrenatural para explicar un fenómeno.

Por miedo a destripar la historia, me abstengo de explicar cómo se combinan estas teorías, en apariencia contradictorias. Me limitaré a aplicarlas a la situación que plantea Pullman y dejar que quien lea esto saque sus propias conclusiones:

1. Partimos de que este mundo no es el bueno. Algo ha fallado en el proceso de creación y desarrollo del mundo.

2. Digamos ahora que la primera teoría (multiverso) es cierta. Se sigue que el fracaso de la creación habrá afectado igualmente a todos los universos posibles y todos están igualmente jodidos.

3. Si vivimos en un mundo fallido y la segunda teoría también es cierta, cabe la posibilidad de que todos los problemas, las crisis y los cataclismos que sufrimos puedan deberse a una única causa, y que esa causa puede ser sobrenatural o no. Si la causa es única (que puede serlo) y no es sobrenatural, uno puede afirmar que es factible localizar a las entidades o individuos que en un momento dado desviaron el curso natural de las cosas y neutralizarlos de alguna manera para que las aguas vuelvan a su cauce y recuperen su orientación natural original. O sea, detener el curso de las cosas y refundar el mundo. Nada menos.

¿Se entiende? Supongo que no, pero vamos, lo sorprendente es cómo Pullman logra explicar todo esto a base de relatar las aventuras de dos niños de diez u once años, un oso que habla y un piloto de globos aerostáticos. Nos describe puertas espaciotemporales, universos variopintos, mezcla ángeles con demonios, brujas con osos que hablan, tribus gitanas con espectros que se zampan el alma de las personas y las dejan aleladas, todo ello con buen ritmo y un sorprendente grado de verosimilitud.

Pullman trabaja muy bien el diálogo como vehículo informativo, tanto para desarrollar la historia como para caracterizar a sus personajes. Es eficaz también en sus narraciones en tercera persona, con las que a menudo describe los antecedentes de una persona (flashback) o un hecho concreto, a modo de escena de acción, de las que hay una gran profusión a lo largo de los tres libros. Se le puede echar en cara, eso sí, un exceso de entusiasmo creativo. A veces se enfrasca demasiado en su industria de diseño y descripción de mundos de fantasía. Cuando uno está siguiendo una historia tan trepidante como esta, es arriesgado dedicar cuarenta páginas a explicar cómo crecen unos árboles alienígenas de cuyos frutos se alimentan unos animales peludos que hablan con una mano-trompa. El riesgo consiste en que un lector (como el que suscribe) pueda decidir que ha llegado el momento de leer en diagonal en busca del hilo de la historia principal. Si a Pullman le desborda su propia capacidad creativa sobre ese universo concreto, lo que debe hacer es tomar notas y preparar otra novela, o quizá un relato, con ese material, y evitar ponerse pesado.

Leí las 1.500 páginas largas de His Dark Materials en muy poco tiempo. La pluma de Pullman es ágil y sus universos son un incentivo maravilloso para seguir adelante. Mediante sus ideas, que se preocupa de plasmar en los diálogos, nos demuestra que no estamos ante un escritor de aventuras infantiles o juveniles, sino ante algo más importante, más maduro y razonado, aunque como digo se deje llevar en ocasiones por el componente meramente visual de su propia capacidad creativa. No es que esas ideas sean precisamente revolucionarias o radicales, pero sí son originales y polifacéticas, muy alejadas del típico razonamiento simplista o maniqueo que se usa en los libros de ciencia ficción (por ejemplo, en estas novelas hay ángeles, pero no todos son buenos, ni malos, e incluso hay algunos tránsfugas y otros indecisos o ambiguos, y esa ambigüedad, por cierto, tiene varias dimensiones, etc.). Por esta misma razón, es decir, por esa naturaleza polifacética de las ideas que subyacen a la novela, me parece muy sorprendente que algunas organizaciones religiosas estadounidenses hayan "prohibido" la lectura de esta trilogía. No hay duda de que ciertos best sellers recientes, como mi abominado El código Da Vinci o el no tan abominado pero sí despreciado La sombra del viento se meten con el dogma religioso cristiano-católico de una forma mucho más explícita, directa y agresiva. Pullman obliga a pensar, cosa que no está muy de moda en ciertos círculos. De hecho, por ahí leí una crítica en la que tildaban la trilogía de "ateísmo para niños" y en la que se notaba a la legua que el autor no se había leído los libros, o bien no los había entendido, lo cual es mucho peor, por supuesto. En fin, esa prohibición me haría reír si no fuera porque el pensamiento troglodítico no me hace ninguna gracia: más bien me da un poco de prevención.

Podría escribir bastante más sobre estos tres libros. Me hicieron pensar mucho, pero también los disfruté porque tienen una dimensión lúdica enorme y los recomiendo a quien quiera pasar un buen rato, descubrir formas nuevas de narrar, llevar la coordinación espacio-tiempo y reflexionar sobre lo que somos y lo que pensamos que somos. Es probable que los vuelva a leer en el futuro.