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domingo, 4 de septiembre de 2016
La presunción mató al erizo
"La elegancia del erizo" es la segunda y más famosa novela de la escritora francesa Muriel Barbery publicada hace ya diez años, leída por millones de personas y traducida a montones de idiomas.
Hace unos meses, alguien me contó que se la había agenciado en francés y que no había podido pasar de las primeras páginas, no porque no le hubiera gustado, sino porque los parlamentos de una de las protagonistas eran tan complejos que no los entendía bien y prefería leer una traducción a su idioma. Me la regaló. Como da la casualidad de que estoy practicando francés, empecé la novela, cuyo argumento cuento a continuación. Admito que tuve que leerla con el diccionario en la otra mano, porque es complicada de narices, pero también admito que el esfuerzo mereció la pena.
La portera de una mansión del centro de París cuenta, a base de elegantísimos monólogos interiores, que a pesar de su humilde condición es toda una erudita, una intelectual que ha leído por su cuenta todo lo que hay que leer: literatura, filosofía, tecnología, historia y demás. Estas aptitudes son su secreto mejor guardado y jamás se lo ha contado a nadie, ni a sus mejores amigos, y procura que nadie se dé cuenta tampoco. Ahora bien, en sus monólogos interiores no tiene empacho en afirmar, porque es verdad, que en una conversación podría dar mil vueltas a cualquiera de los señorones que viven en el edificio donde trabaja de portera. Pero resulta que nació pobre, fea y con problemas de socialización, consiguió casarse pero enviudó pronto y, en resumen, la vida jamás le ha sonreído. Por eso, y por su superioridad intelectual, desprecia olímpicamente a los inquilinos del inmueble donde vive y a toda la clase alta de París. He aquí el erizo (elegante) de la historia.
En el mismo edificio vive una niña de 13 años que, ah, coincidencia, también considera que tiene un intelecto superior a la media y también desprecia el estilo de vida sofisticado de su familia, de sus vecinos, de los amigos de su familia y de la alta sociedad en general. La niña ha cavilado mucho sobre la vida y la razón de ser de la humanidad y ha llegado a la conclusión de que, dadas las circunstancias, lo más lógico es suicidarse y prender fuego al edificio, cosa que tiene previsto hacer en fecha próxima.
La portera está al tanto de la existencia de la niña y viceversa, pero ahí termina la relación entre las dos. A base de monólogos (los de la portera pensados, los de la niña escritos como "pensamientos profundos" o entradas de su "diario del movimiento del mundo"), la autora nos va descubriendo a estos dos personajes sin que haya apenas contacto entre ellas, más allá de un buenos días en el portal. Pero un día pasa algo: un factor externo hace que se comuniquen y que puedan compartir sus puntos de vista, a la sazón muy parecidos. Y hasta ahí puedo leer para no destripar el meollo de la historia.
Los fragmentos difíciles, y a veces demasiado difíciles, que nos detuvieron al comprador de la novela y a mí son los de la portera-erizo. El grado de erudición de la conserje es tal que, en varias ocasiones, uno no tiene más remedio que empezar a leer en diagonal o resignarse a ir pasando por encima de un montón de palabras que seguramente tendrán un significado y un sentido, pero que al humilde lector se le escapan. Peor se pone la cosa cuando uno lee algo que le obliga a consultar otros libros (me pasó varias veces) para entender por dónde van los tiros. Uno se siente tan ignorante y tan despreciado como los distinguidos habitantes del edificio. A pesar de estos tropiezos, la historia de los dos personajes es interesante, muy interesante, porque tanto la portera como la niña están definidas a las mil maravillas. Es cierto que son estereotipos, pero sus voces son tan humanas y tan verosímiles que uno rezuma empatía mientras lee. Lo malo es que la autora, una vez presentados estos dos tipos humanos, y una vez introducido el elemento de crisis, que no mencionaré para no destripar el argumento, no quiere, no puede o no sabe salir de ahí. Lo único que consiguen estos estereotipos ante el nuevo factor es hacerse cada vez más previsibles, cada vez más enrevesados y cada vez menos verosímiles. Pasadas las ciento cincuenta páginas (a ojo de buen cubero), la escritora ha tirado tanto de la cuerda y ha forzado tanto la máquina que uno empieza a perder el interés. Cuando me faltaban muy pocas páginas para terminar el libro, me preguntaba a dónde iba a parar el asunto, con la terrible sospecha de que iba a parar en seco y de mala manera.
Por eso, porque en la segunda parte no hay ideas ni historias que contar, esta novela que comienza con una fuerza fabulosa y engancha desde el primer párrafo luego languidece, desespera, cansa y decepciona en la segunda parte, para dejarnos con un final que no está, en mi opinión, a la altura de las circunstancias. Me temo que ese remate sin garra se debe a que la autora nos comunica la idea fundamental de la novela en las primeras cien páginas, y de ahí en adelante no hace más que buscar la puerta grande para salir a hombros del libro, pero en esa búsqueda se enreda en un berenjenal y no tiene más remedio que usar un final propio de una película de Hollywood que no hace justicia en absoluto a la excepcional primera parte del libro. En mi opinión, lo único que cabía hacer con esta historia era cerrar por fuera la puerta de la realidad cotidiana. Esa puerta es la más jodida y la más frecuente, y también la única que, a mi modo de ver, habría cuadrado con esos dos personajes de los que, todo hay que decirlo, no me voy a olvidar nunca.
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