viernes, 13 de noviembre de 2020

Hay quien lo lleva peor

Comentario sobre dos novelas de Luis Landero: Juegos de la edad tardía y La vida negociable.

Tuve la suerte de que, allá por los lejanos años setenta, mi madre me llevara a uno de los poquísimos jardín de infantes de Montevideo en los que se enseñaba francés. Me recuerdo a mí mismo cantando el Frère Jacques sentado en un pupitre muy alto, con la cabeza apoyada en una pared que tenía un curioso recubrimiento de plástico corrugado.

Muchos años después, ya en los fabulosos ochenta, me matriculé en primero de francés en la Escuela de Idiomas de Madrid. De aquellas primeras lecturas se me quedó, no sé por qué, la frase siguiente: “il y a plus malheureux que nous”. La traducción aproximada es la que he puesto en el título de este post, a saber, “hay quien lo lleva peor [que nosotros]”, o a quien le va peor la vida, o que lo pasa peor, o que las cosas se le tuercen más.

¿Por qué se me quedó esa frase? Es posible, muy posible, que sea por mi natural tendencia a la autocompasión, pobrecito de mí. Aunque a estas alturas no me acuerdo de nada, supongo que vi el cielo abierto al tener la posibilidad de autocompadecerme en un tercer idioma (en español y en inglés ya sabía, listo que es uno). Por aquellos tiempos me compadecía mucho de mí mismo porque en todo el puñetero curso fui incapaz de pedirle salir a aquella chica, ¿cómo se llamaba?, que iba a la misma clase de francés. Aquella persona encantadora a la que ni siquiera logré invitar a tomar algo, a pesar de que todos los martes y jueves me moría de ganas de estar con ella esos diez minutos escasos que tardábamos en llegar de la Escuela a la parada del autobús. Pobrecito de mí. Pobrecita de ella, mira que ir a toparse con el políglota más tímido de la Península Ibérica.

Rememoraba también la genial frase en francés cuando veía cómo los amigos viajaban alegres por Europa y el norte de África en aquellos largos veranos en los que yo me dedicaba a trabajar por cuatro perras porque, claro, hay que labrarse un futuro y no andar zanganeando por ahí con el Interraíl y las becas del Instituto de Cooperación. Como mucho, el proverbial vuelo a Montevideo, ida y vuelta, a saludar a los abuelitos y a los tíos y a las primas y a cuatro amigos que aún se acordaban un poco de nosotros.

No quiero aburrir a la concurrencia con más recuerdos mediocres y anodinos. Lo que quiero exponer aquí es la intensidad de la empatía que sentí de inmediato por los personajes de Luis Landero al leer esas dos novelas. Landero pinta personajes que no solo son grises, sino que, por motivos muy diversos, exudan grisura por los cuatro costados y lo empañan todo de una pátina indeleble de mediocridad, de languidez. Entiendo que a mucha gente se le caigan de las manos sus libros, pero a mí, justo a mí, me han llegado porque me siento identificado. No llegaré a decir “plenamente” identificado por dos motivos: primero, porque por más que yo vea puntos en común, tampoco hay que exagerar, y no me considero un excremento social como los que pinta este escritor (ahí, ahí es donde encaja la frasecita francesa: les va mucho peor que a mí) y, segundo, porque me gusta jugar al escondite con los adverbios terminados en –mente (son tan larguiruchos y desgarbados que siempre se les ve la patita, por más que se escondan entre los participios y demás palabros sin gracia).

Me gusta de Luis Landero cómo se solaza acoplando vocablos para construir frases que dan ganas de leer en voz alta. Como si las hubiera sacado poco a poco de un tronco, a golpe de gubia, cincel, cepillo y escoplo. Me gusta también que es capaz de tener al lector frito de tedio durante veinte páginas y, en la veintiuna, ponerle los vellos de punta en una escena de acción (a ver, de "acción", que todo es relativo) que fluye a las mil maravillas de principio a fin y te lleva hasta la página sesenta sin esfuerzo alguno. Me gusta su capacidad para retratar la miseria y la inanidad con precisión y arte, sin caer jamás en la lástima, la sensiblería o la demagogia. Son retratos naturales, crudos, como un bodegón con un cuenco lleno de higadillos de pollo. ¿Te desagradan los higadillos? ¿Habrías preferido unas lustrosas naranjas? Bueno, pues yo lo que tengo son higadillos de pollo, nos dice Landero. Míralos bien, están un poco rancios ya, aclara, pero eso es lo que tengo y ahí te los pongo para que los veas si te gustan. Y sí, en sus novelas también hay lustrosas naranjas que asoman de vez en cuando, pero enseguida desaparecen y el mundo sigue siendo un sitio mediocre, tristón, en el que los autocompasivos seguimos arrastrando los pies y mojándonos en los charcos de grisura, que salen por doquier y lo empapan todo sin remedio.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Año nuevo: lo de siempre

¡Año nuevo! dice Igor, levantando la caña para brindar.

Y vida nueva replico de mala gana. Levanto la vista del libro, choco apenas mi vaso con el suyo y bebo un sorbito para sumirme de nuevo en la lectura de la novela que tengo entre manos.

—Y post nuevo en tu blog de escritor fracasado que no escribe, ¿verdad? —apostilla sin avisar y, como de costumbre, me saca de inmediato de la excelente concentración que tenía. Sin poder evitarlo, le ofrezco toda mi atención, y también mi furia, que noto emerger desde un fondo visceral, oscuro y miserable y evolucionar como una oleada incontenible de bilis que se propaga y en dos segundos alcanza hasta la más recóndita de mis neuronas.

—Mira, tronco —empiezo, tomando aire para mejor enfrentarme a lo que tenemos por delante. Me impresiona el talento que tiene este hombre para sacarme de quicio con cuatro palabras.

—Mira tronco, mira tronco —me imita él, ridiculizándome con una voz gangosa—. ¿Por qué leches te ofendes tanto, tío? Si es verdad que no escribes una puta línea, si tú mismo has dicho no sé cuántas veces que renuncias a la literatura y que está claro que no es lo tuyo.

—Mira —me detengo y lo miro. Prolongo la pausa, calculando, y levanto un dedo conminatorio—, tronco —bajo la mano. Me ha dejado desarmado: no tengo ni idea de lo que quiero decir. Pasan tres segundos. A los dos nos da la risa floja. Igor da una palmada en la mesa de formica. Yo me recuesto en la silla y miro al techo con una sonrisa de oreja a oreja. Y esa es la realidad: no consigo nunca cabrearme de verdad con Igor. Quizá en eso consista la amistad, no sé.

Estamos en el Maxi, en nuestro bar de siempre, sentados en nuestra esquina de siempre, debajo de la televisión, que ahora mismo está silenciada porque hay golf en el canal de deportes. Nos estamos tomando una caña y nos acabamos de zampar la tapita de pan con chorizo en salsa que nos ha servido el mismísimo Maxi al llegar, con su cordial saludo de costumbre y sin necesidad de preguntar lo que queríamos. Bajo la cabeza, miro las vetas de la mesa de formica y empiezo a dibujar círculos con la humedad del vaso de cerveza.

—Lo que pasa con el blog... —empiezo de nuevo, pero Igor me corta en seco, todavía sonriendo.

—Para, para, para —dice, levantando las dos manos, como si yo fuera corriendo y él quisiera frenarme con todas sus fuerzas—. Un momentito. Momentito. ¿Ves? Este es el momentito, el momento, el momentazo. Ni más ni menos: ahora.

Levanto una ceja y lo miro fijamente. De qué me estás hablando, le pregunto sin hablar, solo con el pensamiento.

—Si estuviéramos en 1995 —dice—, si estuviéramos en los viejos tiempos, en los buenos tiempos..., ¿te acuerdas?

Asiento con la cabeza. Él asiente a mi asentimiento.

—Bueno, pues si estuviéramos en 1995, este sería el momento, el momentazo perfecto.

Se echa la mano a la cazadora vaquera y saca un paquete de tabaco. Lo mira, le da una vuelta y otra, lo analiza y me lo pone delante de las narices.

—En 1995, esto no sería un paquete de Ducados, sino un paquete de Celtas con filtro. Y no tendría un aviso en blanco y negro que le tapa dos tercios de la superficie —niega con la cabeza y esboza una sonrisa agridulce—, no, no, no. Tendríamos ahí, por delante y por detrás, al celta, celtíbero cachas con su uniforme de guerra, la espada en alto, el escudo preparado, el casco con dos alas y la armadura de cuero. Celtas extra, se llamaban, no celtas con filtro. Eso de los celtas con filtro es un disco que salió después, mucho después. La marca era Celtas extra.

Sigue mirando el paquete. Luego me mira a mí. De pronto noto que le ha cambiado la expresión. No sabría decir qué es lo que ha cambiado, pero sé que hay algo, quizá dentro de Igor, quizá no en su aspecto, que acaba de cambiar. Y también sé que el brillo que le veo ahora en los ojos no augura nada bueno. Sé que se le acaba de ocurrir algo y que, de alguna manera, en algún momento, la vamos a cagar con su ocurrencia. Agita el paquete y hace que asomen varios cigarrillos por la abertura.

—Pilla —ordena, y como me ve dudar, insiste—. Venga, pilla ya.

Cojo un cigarrillo. Él coge otro y se lo pone en la boca, de medio lado. Sigue hablando con el cigarrillo en la boca mientras guarda el paquete en el bolsillo de la cazadora.

—Pues sí, chaval. Si fuera 1995 y tú estuvieras a punto de soltarme un rollo insufrible sobre tu frustración creativa y los motivos por los que tu inspiración lleva treinta y no sé cuántos años bloqueada, yo habría sacado un par de ciris, no como estos, sino de los del celta cachas, porque sería el momento ideal para fumar. Y este gesto tan sencillo que acabamos de hacer, y que a ti ya te está poniendo de los nervios, sería lo más natural, lo que todo el mundo hace, y no una infracción o una falta o un yo qué leches qué. Hay que joderse, una cosa tan normal, una cosa tan de toda la vida, ¡prohibida! Prohibido fumar aquí, prohibido fumar en los restaurantes, prohibido fumar en los cines... Prohibido fumar hasta en los putos cementerios, no sea que a los muertos les dé la tos, no te jode.

Como yo esperaba, durante ese parlamento Igor se ha ladeado para sacarse el mechero del bolsillo del pantalón. Hay que ver qué peliculero es.

—Y si estuviéramos en 1995 —continúa—, ya habríamos encendido los celtas y estaríamos disfrutando de su sabor inigualable.

Y al terminar la frase, enciende el mechero y me lo pone delante.

—Venga, enciéndelo —me ordena otra vez.

Yo niego con la cabeza.

—No, tío. Vamos fuera. Movidas en el Maxi no, ¿eh?

Igor levanta las cejas, afectando sorpresa, pero no apaga el mechero ni lo mueve. Me sostiene la mirada. Cobarde, me está diciendo. Me dejas solo, me reprocha. Se recuesta en el respaldo de la silla. Pero no me importa, sigue explicándome con la mirada, sin decir una sola palabra, sin apagar el mechero. Se lo acerca a su cigarrillo, poco a poco.

—Igor, tronco —le digo—, sé razonable.

Pero Igor enciende el cigarrillo y da una calada larga, larga, larguísima, y suelta el humo apuntando al techo, despacio, con un gesto de placer que se antoja inmenso, infinito. Está paladeando el instante porque sabe lo que va a pasar. No tarda ni dos segundos en oírse la voz del Maxi. Tranquila, pausada, pero firme.

—Joder, chavales, pero qué estáis haciendo.

Yo me vuelvo hacia la derecha para mirarlo, me encojo de hombros y, por toda explicación, le señalo con la barbilla a Igor. Todo el bar nos está mirando. Igor se ha vuelto también hacia el Maxi, sonriendo. Luego alza los brazos, como los futbolistas cuando cometen una falta en mitad del partido, se levanta y va andando sin prisa hacia la puerta, con el cigarrillo encendido entre los labios. Yo me levanto también y voy detrás, aguantando la mirada reprobatoria de Maxi, que está secando unos vasos detrás de la barra, y la del resto de los parroquianos, que no esperan a que estemos fuera para comentar la ocurrencia de Igor en términos poco elogiosos, por decirlo de alguna manera.

—Anda, dame fuego —le digo a Igor ya en la calle—. Gilipollas.

—Ya, bueno, que le quiten lo bailao a este gilipollas —contesta ahuecando las manos con el mechero. Era el momento ideal y me ha sabido a gloria. Y de paso, me he ahorrado tu rollo filosófico sobre la escritura. ¿Que no?

—Mira, tronco —replico, y nos volvemos a reír los dos—. Ni de coña, ni de coña. Igual hoy no, pero fijo que un día de estos te suelto ese rollo, corregido y aumentado. Te lo encasqueto sin anestesia y te lo tragas doblado, so capullo.

Hay poca gente en la calle. Es martes, ya son las diez y hace frío. Como solía decir mi padre, es la época de los hombres con las manos en los bolsillos y las mujeres con los brazos cruzados. Por encima de los tejados de Madrid, el cielo se ve negro como la tinta, y en el silencio vibra el rumor sordo del tráfico incesante. En ese momento pasa un camión de la basura de unas dimensiones mínimas, diseñado para circular por las calles estrechas del centro de Madrid. Se detiene frente a un contenedor y alarga un brazo mecánico para recogerlo, vaciarlo dentro del camión y colocarlo de vuelta en su sitio, todo ello al ritmo de una serie de chasquidos, silbidos y zumbidos dignos de una película de naves espaciales.

—Fíjate. Es que ni la mierda es ya lo que era —dice Igor—. Nos lo han cambiado todo. Nos han quitado todo lo bueno. Coñazo de vida, joé.

—¿Sabes qué? —digo, perdiendo la vista en los faros rojos del camioncito que se aleja calle abajo.

—Qué.

—Que vas a ser un viejo insoportable.

Igor me mira, los ojos borrosos tras el velo del humo y la brasa del cigarrillo.

—Como debe ser —sonríe exhalando el humo.

Apuramos el tabaco. Igor sujeta el filtro con la punta de los dedos para fumarse hasta la última hebra, y quizá también un poco de filtro. Lo termina y, muy civilizado, lo echa al cenicero que hay en la puerta del Maxi.

—Como debe ser —repite: un viejo cascarrabias de mierda.
 
[Escrito en enero de 2020. Pero no lo publiqué. Velay.]

jueves, 14 de noviembre de 2019

Segunda de Cercas, qué interesante

(Comentario sobre El impostor, de Javier Cercas)

El impostor es el segundo libro que leo de Javier Cercas. El primero fue su famoso Soldados de Salamina, que me interesaba por razones estrictamente personales y familiares. ¿Por qué empecé a leer El impostor? No me acuerdo, pero ahora me alegro, porque ha sido una lectura muy instructiva, que además complementa la de Soldados y me ayuda a entender mejor a Cercas y, de paso, me ayuda a entenderme mejor a mí mismo. Voy a intentar resumir aquí lo que he aprendido.

Javier Cercas dice que El impostor es un libro que narra la historia de Enric Marco, un barcelonés que se hizo célebre, primero, durante la transición española como dirigente sindical de la CNT y, después, a principios del siglo XXI, como destacado representante de las víctimas españolas del nazismo. Ahora bien, su verdadero salto a la fama (la mala fama) fue en 2005, cuando se descubrió que ni había sido sindicalista, ni había luchado contra el franquismo, ni había sido prisionero de un campo de concentración nazi. Era lo que dice el título del libro: un impostor. Quien quiera más detalles puede leer la página de Wikipedia, la abundante literatura que hay sobre el tema o, incluso, el libro de Cercas, que tiene toda la información.

Al principio del libro lo que se describe es pura metaliteratura: el autor se pregunta angustiado, y pregunta a sus amigos, familiares y conocidos, ¿escribo el libro o no? ¿Escribo sobre Enric Marco? ¿No estaré justificándolo si lo hago? ¿No acabaré juzgándolo o reivindicándolo? Así, con esas preguntas, el libro se empieza a escribir solo. En el dilema de escribir o no escribir sobre Marco, el escritor empieza a escribirse a sí mismo, como no puede ser de otra manera. Vemos con claridad que Cercas se va obsesionando poco a poco con el personaje. Se da cuenta de lo difícil que resulta biografiar a un mentiroso y, al darse cuenta, se rebela, se encabrona y se niega a abandonar una empresa que es a todas luces tóxica o perjudicial o nefasta o indigesta o directamente inabarcable. No podemos saber si se da cuenta o no, porque Cercas es muy buen fingidor, pero desde el principio el protagonista del libro es ese dilema moral, mientras que la figura de Enric Marco, que todos los lectores tenemos más o menos sentenciada desde el primer momento, es la excusa para contarnos lo que se le va pasando por las mientes. ¿Voy a escribir el libro de Enric Marco?, se pregunta sin cesar Javier Cercas, quizá sin darse cuenta, o quizá haciéndonos creer que no se da cuenta, de que lo que está haciendo es escribir el libro de Javier Cercas.

Hacia el final, en el epílogo, cuando el libro está casi terminado, vuelve a la carga y se pregunta si ha escrito el libro que Marco quería que escribiera o el que él, Cercas, quería escribir. Como Marco es un maestro de la manipulación, el escritor teme haber sido víctima de sus malas intenciones. Sin embargo, muy pronto se responde a sí mismo que "es imposible que alguien escriba el libro que otro ha imaginado". Para manipulador, un buen escritor se basta y se sobra, y le puede dar cien vueltas a un impostor. Cita, al respecto, la idea de que las historias nacen para que alguien luego las escriba. Esa idea está tomada de Don Quijote, como muchas otras que usa para sus disquisiciones morales. ¿Quién osaría manipular a alguien que es capaz de crear esos sofisticados mundos de ficción en miniatura que son las novelas?

En mi comentario a Soldados de Salamina decía yo:

Mi conclusión es que la memoria no es histórica, y mucho menos cuando se trata de asuntos tan trágicos como las guerras. La memoria humana, frágil, incompetente y sensible a las emociones, no es capaz de contrastar hechos de forma fría y calculadora: se nutre de relatos y sentimientos y, por lo tanto, no es capaz de ser histórica, en el sentido en el que hoy entendemos la historia. No es esto una crítica, ni mucho menos. De hecho, pienso que si no tuviéramos ese tipo de memoria, las cosas que nos contamos cuando nos sentamos alrededor de una mesa para tomar un café serían muy parecidas a las actas de una comisión, es decir, mortalmente aburridas.
Me llama la atención que Cercas llegue en este libro a una conclusión casi idéntica. Explica que la memoria no puede ser histórica, puesto que la historia es colectiva y aspira a ser universal, mientras que la memoria es personal, íntima, y por lo tanto efímera, frágil y parcial, porque los seres humanos somos efímeros, frágiles y parciales. Esa amalgama, esa confusión, esa mezcla de memoria y de historia que se puso de moda en España en el cambio de siglo fue la que propició que un individuo como Enric Marco pudiera hacer lo que hizo, es decir, manipular la historia presentando ante el mundo su memoria (falsa) como objeto de consumo. Ávidos como estábamos los españoles de memoria, que no de historia, nos encantó aquella historia del luchador y justiciero incansable y la consumimos con avidez. Después llegó un historiador, un tal Benito Bermejo, el aguafiestas, y sacó de entre sus papeles un certificado histórico que echaba por tierra aquella memoria (falsa), y todo se vino abajo "como un castillo de naipes" (la imagen es del libro, y es buenísima para describir cómo una sarta de mentiras se desmorona si descubres una sola). Como buenos españoles, al momento nos lanzamos todos al degüello del mentiroso y nadie, o casi nadie, que yo sepa, supo relativizar aquella impostura poniéndola en su contexto, que es, en parte, lo que hace este libro.

Al ir presentando la evolución del conflicto interior que sufre mientras decide si escribe el libro o no, Javier Cercas construye sus dos personajes fundamentales. Uno de ellos es Enric Marco, que conocemos ya como objeto mediático (impostor, condenado por todos y por todo) y página a página va perdiendo capas, como una cebolla, hasta mostrar a un curioso ser humano con dos historias paralelas, la real y la inventada, que coexisten como si tal cosa. El segundo personaje es el Javier Cercas de este libro, es decir, el Javier Cercas peculiar que el escritor Javier Cercas construye para narrar esta historia. Conocemos a este personaje en una situación inicial de escepticismo e indignación que pronto le hace sentir una cierta furia contra el otro personaje, Marco. Esa furia parece ser el combustible que lo impulsa a investigar la historia de aquél, sin entender él mismo las intenciones que lo mueven ni los objetivos que persigue. Poco a poco la furia va dejando paso a la curiosidad, y entonces también surge un ser humano peculiar, también desdoblado, que es capaz de narrar una historia, porque ahí está el libro terminado, y de no narrarla, porque en el momento en el que termina el texto, el Javier Cercas del libro no tiene ni idea de lo que está buscando. Esto es lo que dice:
Marco es lo que todos los hombres somos, sólo que de una forma exagerada, más grande, más intensa y más visible, o quizás es todos los hombres, o quizá no es nadie, un gran contenedor, un conjunto vacío, una cebolla a la que se le han quitado todas las capas de piel y ya no es nada, un lugar donde confluyen todos los significados, un punto ciego a través del cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución, un misterio transparente que sin embargo es imposible descifrar, y que quizás es mejor no descifrar.
"La ficción salva, la realidad mata", repite el autor montones de veces durante el libro. Lo dice porque quiere escribir ficción, pero le obsesiona la realidad y sigue escribiendo historias reales como la de Sánchez Mazas y la de Marco. Nos explica también que la ficción es la que salva a Don Quijote. Lo salva de una vida anodina: a los cincuenta años, le da la energía necesaria para hacer lo que le pide el cuerpo: convertirse en un héroe popular, ser caballero andante, vivir una aventura, un sueño, contra viento y marea, aunque lo vapuleen los gigantes, aunque lo dejen abandonado en una cueva, aunque se burlen de él pueblos enteros. Del mismo modo, explica, Enric Marco decidió, también más o menos a los cincuenta años, inventarse un pasado ficticio y empezar a vivir una vida inventada, como héroe contemporáneo, contra viento y marea, aunque los viejos anarquistas recelaran de él, aunque los auténticos prisioneros del campo de concentración de Flossenbürg dijeran que no lo habían visto nunca.

En uno de los capítulos finales, Cercas transcribe una de las entrevistas que tuvo con Enric Marco en su despacho de Barcelona. Nos dice (y nosotros nos creemos) que esa es exactamente la conversación que sostuvieron, una conversación tranquila, sin la tensión del encuentro inicial, sin el batiburrillo de ideas, conjeturas y razonamientos que tanto abundan en la primera parte del libro. Ahí, según Cercas, vemos por primera y única vez a los personajes reales, al Marco y al Cercas de verdad, y no a los personajes que Javier Cercas creó para este libro. Y ahí se acaba el libro, justo cuando vemos su verdadera naturaleza. Creo que el autor quiere repetir con esa transcripción lo que nos cuenta de Cervantes y Don Quijote: en su lecho de muerte, ya cuerdo, el caballero andante, anciano y vencido, acepta que es Alonso Quijano, es decir, acepta la verdad, acepta la realidad, y a continuación muere (la ficción salva, la realidad mata). En El impostor, Cercas nos presenta, o dice que nos presenta, a esos dos personajes transcritos, en crudo, hablando tranquilamente en el despacho del escritor. Y ahí, cuando el lector llega a esas dos personas normales y corrientes, muere el libro, muere la historia.

Sin embargo, eso es imposible. Eso sería ficción, porque Enric Marco no es Don Quijote y, a día de hoy, con noventa y ocho años de edad y cinco años después de que se publicara este libro, se resiste a abandonar la ficción de sus últimos treinta años; se resiste a reconocer que es una persona normal y corriente que se inventó una vida excepcional. Por eso, esa entrevista transcrita, supuestamente lo más real del libro, resulta un poco falsa, un poco fuera de lugar.

Y también es imposible que Javier Cercas deje de escribir historias reales. Primero, por la sencilla razón de que se nota que le apasionan, y lo de controlar las pasiones es algo que por estas latitudes no se lleva muy al día (ni falta que hace). Y segundo, porque así como las historias de ficción siempre tienen un trasfondo real, las historias reales siempre vienen aderezadas con una pizca de ficción y un chorrito de lirismo, y tengo para mí que ahí, en ese aderezo que da sabor, cuerpo y color al fárrago infumable de una rigurosa investigación histórica, es donde Cercas disfruta más como escritor.

Como dije al principio, da la impresión de que en Cercas hay un combate ético interno tremendo. En marco no hay nada de eso, como bien apunta durante la narración uno de sus amigos, el cineasta argentino Santiago Fillol. Cuando el autor lucha por tratar de entender a su personaje, cuando intenta ver lo que hay más allá de la imagen mediática, cuando pretende conocer de verdad al ser humano subyacente, Fillol se parte de la risa en su cara y le dice:
Con Enric nunca se puede dejar de pensar. Si dejas de pensar, te jode. Si llegas a una conclusión sobre él, te jode. Si piensas que ya le has entendido y que se ha quitado la máscara, te jode. Enric siempre tiene otra máscara detrás de la máscara. Siempre se escurre.

Por eso, porque detrás de Marco no hay nada más que capas y capas y capas interminables del mismo Marco ("tiene más conchas que un galápago", decía mi abuela de la gente así), es por lo que digo que este libro es más sobre Cercas que sobre Marco. Las preguntas fundamentales que vemos en el texto son por completo independientes del impostor. Nos invitan a reflexionar más bien sobre la creación artística y literaria: ¿debo escribir?, ¿qué debo escribir?, ¿por qué escribo (y su gemela inseparable, ¿por qué no escribo?), ¿es lícito escribir sobre este tema o esta persona?, ¿estoy escribiendo como debería?, ¿voy por buen camino?, ¿he logrado entender?

Para terminar diré que la técnica de escritura es muy buena. Pese a lo repetitivo que es el asunto, pese a que el planteamiento, el nudo y el desenlace se exponen ya en las primeras cinco páginas del libro, el autor mantiene la tensión narrativa hasta el último momento. Es cierto que en ese último momento (un viaje al campo de concentración de Flossenbürg que no quiero contar aquí para no destripar del todo el libro) se desvela que Cercas ha hecho trampa, que se ha guardado un as bajo la manga para una posible traca final. Pero es que las disquisiciones morales no dan para mucho más y había que meter algo emocionante del proceso de investigación. Es una licencia poco ortodoxa pero muy resultona para terminar el libro comme il faut. Con ese colofón incluido, la lectura es amena de principio a fin, cosa que he agradecido enormemente, porque al principio no las tenía todas conmigo. También agradezco de corazón las muchas respuestas que da, en muchos momentos diferentes, a todas las preguntas clásicas sobre la escritura creativa que dejé en el párrafo anterior. Eso sí que es útil y enriquecedor para un escritor tímido como el que suscribe.

miércoles, 5 de junio de 2019

El silencio de casi todos

Hace unos días, por fin, pudimos ir a ver el documental El silencio de otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar. Digo "por fin" porque hacía tiempo que había oído que existía (es del año pasado) y me interesaba por muchos motivos. Para quienes no lo conozcan, es un recorrido de siete años por la vida de varias personas que fueron víctimas directas o indirectas de crímenes de lesa humanidad durante la guerra civil española o durante la dictadura de Francisco Franco y los años inmediatamente posteriores. No se limita al típico período 1936-1975 porque, como dice uno de los entrevistados, es absurdo pensar que a la muerte del dictador, en noviembre de 1975, se acabó todo de un plumazo: las estructuras y los mecanismos forjados y mantenidos durante treinta y nueve años siguieron funcionando durante un tiempo.
Las personas que protagonizan el documental fueron víctimas de delitos muy diversos, ninguno de ellos relacionado con el combate en situación de guerra. Una de ellas vio, con seis años de edad, cómo unos soldados, durante los años de la guerra, detenían arbitrariamente, torturaban y fusilaban a su madre. Fue enterrada en una fosa común con otras muchas. Esta mujer sabía que su madre estaba enterrada debajo de la carretera, pero los jueces no han autorizado la exhumación, ni siquiera en los cuarenta años de democracia que ya ha vivido España.
Otra mujer vio cómo se llevaban por la fuerza a su padre, ya terminada la guerra, y lo "desaparecían". Los rumores del pueblo indicaban que lo habían enterrado con otros muchos, también en una fosa. Al final del documental, y gracias a un larguísimo proceso judicial, se abre la fosa, sobre la cual se había construido un cementerio, y logra constatar que su padre estaba efectivamente enterrado allí con otros muchos ejecutados.
Uno de los protagonistas del documental fue detenido, ya en los años setenta, por organizar manifestaciones de oposición a la dictadura. Fue torturado durante cuarenta días en la Dirección General de Seguridad, un edificio que ahora está en pleno centro turístico de Madrid. Para mayor escarnio, a día de hoy sabe quién es su torturador y sabe dónde vive, en el mismo Madrid, y en el mismo barrio que él. Son muchas las personas que han denunciado a esa persona por torturas, pero la justicia española las rechaza todas, por los motivos que explico más abajo.
En el documental se narra también la historia de una mujer que, ya en 1981, ingresó en el hospital para dar a luz en La Línea (una ciudad al sur de España). Después del parto, el doctor tomó al bebé y salió de la estancia. Cuando volvió, le explicó que el recién nacido había muerto. Sin embargo, la mujer nunca recibió papeles oficiales que demostraran ese hecho. Pocos años después la misma mujer se enteró de que ese médico estaba implicado en una extensa red de robo de recién nacidos que funcionaba desde hacía décadas, es decir, que había empezado a actuar en época de Franco. Indagó un poco más y encontró a cientos de otras madres afectadas por el mismo delito. Creó una asociación y empezó a buscar formas de hacer justicia, puesto que el Estado español nunca ha respondido a sus preguntas sobre el asunto.
Como se ve, no se trata solo del horror de la guerra, sino de delitos de lesa humanidad cometidos durante y después de esa guerra, e incluso después de desaparecer Franco: asesinato de civiles indefensos, depuración ideológica, represión política con torturas, secuestro de menores... Sorprende a quienes no conocen la realidad española que todo esto no se abordara a su debido tiempo, como se hizo en la mayoría de los países latinoamericanos. Los españoles tuvieron, como muchos otros, una ley de amnistía en 1977 con la que se procuró restablecer la paz social lo antes posible y evitar que las posturas extremistas ganaran la pugna por el poder que había dejado vacante la muerte del dictador. De hecho, fueron los partidos netamente democráticos los que redactaron, promovieron y aprobaron esa ley: el partido que, en su momento, se consideraba heredero del régimen franquista se abstuvo en aquella votación.
Pasados los años, muchos años, aquel "pacto del olvido" sigue vigente en el corazón de la mayoría de la población española. Al contrario que otros países del mundo, España nunca revisó su ley de amnistía (ley protodemocrática y preconstitucional que podría derogarse con enorme facilidad), y nunca ha enjuiciado a todos los culpables, algunos aún vivos, de los crímenes de lesa humanidad y de la represión del régimen totalitario de Franco.
Esa negativa a derogar la ley de amnistía no es un capricho de una élite. La opinión pública española sigue defendiendo mayoritariamente la idea de que es mejor dejar tranquilo el pasado. Los diputados y senadores de los partidos tradicionales saben que ese es el sentir de sus electores y paralizan sistemáticamente las escasas iniciativas para legislar de una manera acorde con la justicia universal. Así, año tras año los afectados van desapareciendo. Quienes vivieron la guerra y aún viven tienen noventa años o más. Los represaliados, entre setenta y ochenta. Los presos políticos, detenidos arbitrariamente, torturados y demás, cincuenta y tantos o sesenta como mínimo. Con el pacto del olvido tan fuerte y tan asentado, es difícil que las generaciones venideras tomen el relevo y mantengan vivas las pruebas de los hechos denunciables. Poco a poco, todo aquello va cayendo en un olvido profundo, efectivo y, quizá, definitivo.
Es muy interesante ver cómo un país entero se persuade de que es mejor no revisar el pasado. La buena voluntad de los políticos de la transición se ha convertido, con el pasar de los años, en una condena para los damnificados por el régimen de Franco. Más allá del castigo a los culpables, que también están desapareciendo por causas naturales, a las víctimas se les ha negado, y se les sigue negando, el derecho al resarcimiento (lo que habitualmente se conoce como "daños y perjuicios") por parte del Estado, que al fin y al cabo es el responsable de aquellos delitos, cometidos en nombre del régimen. Esa negativa no solo deja indefensas a esas víctimas, sino que incumple la propia legislación española y, por supuesto, el derecho internacional, en virtud del cual los delitos de lesa humanidad no prescriben nunca. Así se lo han hecho saber las Naciones Unidas al Estado español en más de una ocasión, pero no ha habido reacción alguna, más allá de esgrimir la existencia de esa ley, la de amnistía de 1977, que supuestamente impide juzgar esos delitos. Pero esa ley no cumple los requisitos nacionales ni internacionales, pese a lo cual la inmensa mayoría de los legisladores españoles (tanto de la derecha como los de la izquierda) prefieren no derogarla.
El documental de Carracedo y Bahar es un excelente instrumento para abrir el debate y ponderar si merece la pena seguir defendiendo esa ley a capa y espada. Se ha emitido en España en varias ocasiones y parece que hay planes de divulgarla en escuelas, institutos y otros centros de enseñanza. Quizá con iniciativas como esta sea más fácil encontrar soluciones que satisfagan a todos y que eviten que España siga perdiendo ciudadanos que mueren sin que se les haya permitido ejercer su legítimo derecho a una justa reparación.

viernes, 10 de mayo de 2019

Ver la música por dentro y por fuera

Un día escribes una canción. Tocas, cantas, afinas, perfilas, buscas, encuentras y te queda algo así como esto.



Después te vas al estudio, hablas con la producción y los de ingeniería y lo conviertes en material vendible, más o menos como esto.

O quizá no, quizá es al revés. No estoy seguro. Lo cierto es que me gusta ver la música así, en dimensiones distintas, en expresiones distintas. Metric es un grupo musical canadiense que versiona sus propias canciones y con ello nos permite disfrutar de esa profundidad creativa.

viernes, 5 de abril de 2019

Ordesa: ascensión al valle de los demonios (personales)

Este verano se publicó Ordesa, un libro narrativo (me resisto a llamarlo "novela" o a catalogarlo de ninguna otra manera) del escritor Manuel Vilas. Si uno empieza a leer sin más, lo que se encuentra al principio es una reflexión bastante pesimista sobre la situación personal del autor, sobre sus circunstancias actuales y sobre la pena que siente por la pérdida de sus padres. Las páginas iniciales son una extensa colección de pensamientos, sensaciones y recuerdos, todos bastante tristes. Es un torrente de intimidades que configuran un retrato muy personal. Y muy deprimente.

Vilas usa un estilo narrativo breve y rotundo, rico en símiles y metáforas. Confieso que ese estilo me pilló desprevenido porque no tuve la prudencia elemental de leer las solapas y la contraportada del libro. Si la hubiera leído, me habría enterado de que Vilas es más poeta que novelista y entonces, quizá, los primeros capítulos no me habrían causado tan mala impresión. Mi primera anotación fue "Pesado, pesado, pesado. Le gusta intercalar frases cortas y lapidarias con otras largas y abstractas y difíciles de leer. Le gusta cambiar de tema sin avisar en el mismo párrafo, y a veces hasta en la misma frase. Le gustan las metáforas apocalípticas y las generalizaciones. Y está deprimidísimo". Aquí va un ejemplo ilustrativo:

El dinero es el lenguaje de Dios. El dinero es la poesía de la historia. El dinero es el sentido del humor de los dioses. La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuando nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. La mayoría de la gente vive y muere sin haber presenciado la verdad. Lo cómico de la condición humana es que no necesita la verdad. Es un adorno la verdad, un adorno moral. Se puede vivir sin la verdad, pues la verdad es una de las formas más prestigiosas de la vanidad.

Bien mirado, ahora que leo mi propia caracterización (alternancia de frases cortas y largas, cambios de tema, metáforas), me doy cuenta de lo bestia que soy. ¿Es que no reconozco un texto lírico cuando lo tengo delante?

En fin, superado este primer bache de percepción, seguí leyendo con un interés renovado. Pensé: esto es poesía en prosa, hay que leer despacio, hay que buscar la emoción, no la historia, porque no hay historia. Es como una foto gigante. Como un álbum de fotos. Y sí, con esa premisa la cosa mejoró mucho.

Cuando llevaba unas cien páginas anoté esto: "lo que me está incomodando de Ordesa no es la forma de escribir de Manuel Vilas, sino la forma de pensar de Manuel Vilas. Este libro es, en realidad, un chorro de pensamientos íntimos, y el efecto que me produce es el mismo que ya sentí, por ejemplo, con Nick Flynn: a medida que voy leyendo, pienso que no debería seguir, que lo que hay en ese libro son asuntos privados que no me conciernen. Me recuerda también al momento en que el protagonista de The Sportswriter, de Richard Ford, se pregunta por qué ese conocido suyo le cuenta de repente que en una noche de cansancio y confusión tuvo una experiencia homosexual, a pesar de ser super heterosexual y muy machote. ¿Por qué me cuenta todo esto?, piensa el personaje. ¿Y por qué sigo leyendo?, me pregunto yo. No me interesa el divorcio de Vilas, ni sus problemas con el alcohol, ni la relación difícil que tiene con sus hijos adolescentes. Si fuera ficción, si este Vilas fuese una invención de Vilas, lo absorbería con todo el gusto del mundo, pero no me veo con ganas, o con fuerzas, de tragarme la autobiografía de este señor, que para mí es tan real como yo mismo y tiene una forma de discurrir con la que no me encuentro cómodo y unos problemas que no sé cómo abordar".

Con esas dudas y esas dificultades iba avanzando por el texto. Como los capítulos son tan cortos, con dos o tres páginas cada uno, no se me hacía pesado. Algunos eran muy deprimentes, pero otros me resultaban interesantes: describían momentos de su infancia en Barbastro o de su vida más reciente en Zaragoza, anecdotas, situaciones, frases, objetos que le trae la memoria. En otros se acumulaban otra vez las frases aparentemente inconexas y me daba la impresión de estar leyendo una de esas páginas de citas célebres que hay por la web. No solo se me hacían difíciles de digerir, sino que además no captaba el sentido de la mitad de esas frases.

Tardé en darme cuenta de que Vilas, de forma voluntaria o involuntaria, estaba dándome los elementos de su memoria que yo necesitaba para entender sus ideas y sus sentimientos. Las anécdotas, situaciones, frases y objetos explicaban los motivos, o los orígenes, de aquellas supuestas divagaciones y el libro entero iba cobrando nuevas dimensiones. Lo que al principio no era más que una retahíla de lamentos se fue convirtiendo en una telaraña de personajes, sensaciones, obsesiones, o sea, en un retrato detallado de una circunstancia vital, de un estado de ánimo.

Así llegué al capítulo 157, apenas página y media, en el que Manuel Vilas imagina la noche de su concepción, en noviembre de 1961. No hay lamento en ese capítulo, no hay furia ni desesperación. solo hay belleza: sus padres, jóvenes y hermosos, tumbados en una cama, desnudos, con la luz del sol y la brisa de la tarde entrando por la ventana abierta. Dice Vilas: y yo, yo ya estaba allí. Es un remate fascinante para un libro de una enorme complejidad.

Más allá de ese capítulo final hay un epílogo que contiene un puñado de poemas. Leer esos poemas después de haber leído el libro entero es una experiencia muy intensa. Es casi como verlos desde dentro de la cabeza del poeta, puesto que uno tiene todos los elementos que necesita para interpretar cada verso, cada palabra, desde ahí, desde dentro. Un privilegio, diría yo, que nos concede Vilas, quién sabe por qué.

Hacía muchos años que no leía más poesía que la de las canciones que escucho. Siento que ha merecido la pena todas las etapas por las que me ha llevado el libro, desde el "pesado, pesado, pesado" y el desánimo iniciales hasta la gran sorpresa final del capítulo 157. Sí, merece la pena pasar el trago del libro para disfrutar de los poemas.

Espero que, cuando digo "pasar el trago del libro", no se entienda que juzgo negativamente la capacidad de Vilas como escritor o la calidad de los capítulos narrativos de Ordesa. No, me refiero a la dificultad de leer un texto tan profundo, tan concentrado, sobre la intimidad de otro ser humano. El libro está muy bien escrito y el autor tiene el oficio necesario para que esa confesión radical suya no caiga en el ridículo ni en la irrelevancia, que son los dos riesgos más inmediatos de quien ahonda en el dramatismo con esa furia y con esa intensidad. Por eso, creo yo, me ha costado y me ha gustado leer Ordesa: porque durante cinco días, cada vez que empezaba uno de esos 157 capitulitos subatómicos, me veía frente a frente con el drama descarnado y sangrante del Manuel Vilas-ser humano y me preguntaba por qué. En ese ser humano que fluye de la autocompasión a la rabia, pasando por la nostalgia, el pesimismo y qué sé yo cuantas cosas más, se dibuja poco a poco la imagen del duelo del autor: el Vilas que escribe Ordesa ha renunciado a mirar hacia delante. Solo quiere mirar atrás, pero todo lo que ve así atrás está muerto, ajado, cubierto de polvo, desaparecido u olvidado. Y cada vez que se vuelve hacia el presente o el futuro ve cosas que le producen desagrado o repulsión. Se ha quedado estancado, flotando en un limbo donde solo hay tristeza o rechazo. No es fácil mirar de frente a una persona que se siente así. Y no es fácil evitar la comparación. A medida que uno sabe, va equiparando con la propia vida, con la propia historia. Entonces empieza un proceso paralelo de examen, de análisis de los sentimientos, y el lector empieza a escribir mentalmente su Ordesa particular.

Yo empecé mi Ordesa, por supuesto, pero no lo voy a poner por escrito, ni lo voy a terminar. No soy Manuel Vilas. Eso sí, después de haber leído este libro, creo que entiendo mejor ciertos rasgos de ciertos seres humanos.