viernes, 12 de marzo de 2010

Alguien

No sé cómo se llama. Es un caso de prognatismo mandibular tan exagerado, y tan degenerado por la edad, que ya no puede sino balbucir algunas cosas. He visto a dos personas que intentaban comunicarse con él, sin éxito. Su problema físico es tan evidente que más que un ser humano, es un conjunto de dientes asomados al borde de una mandíbula. Detrás hay una persona, sí, pero lo que vemos todos cuando bajamos al andén del metro y pasamos la mirada por el hueco en el que vive es eso: un conjunto de dientes saltones. No hay más que observar las caras de los niños: ¿es miedo, es pena, es extrañeza lo que sienten cuando se lo encuentran cara a cara? Con toda seguridad es una mezcolanza de todo eso, un fiel reflejo de lo que también sentimos los adultos, aunque nosotros retiremos la mirada de inmediato. Los niños la mantienen, cosa que a este hombre sin nombre no le gusta nada. Él también rehuye las miradas intensas.

Durante la mayor parte del día uno no ve en ese hueco más que un montón de mantas raídas arrumbado al fondo de la estación más concurrida de la ciudad. De vez en cuando, el hombre que hay debajo de esas mantas se despereza para recoger lo que la gente ha ido dejando caer en la gaveta de cartón que usa para pedir: un plátano, una manzana, unas galletas, varias monedas. Verlo comer es un espectáculo lamentable porque no puede masticar y se vale de métodos repugnantes para ir pasando la comida. Por otra parte, a juzgar por el aspecto de las manos y los pies, debe de tener una buena cantidad de infecciones por todo el cuerpo.

Hace un par de semanas, cuando llegué a su parte del andén vi que estaba fumando un cigarrillo. Lo sujetaba con unos torpes dedos llenos de manchas y costras, se lo acercaba a la comisura derecha y aspiraba con dificultad. Luego iba dejando salir el aire con una lentitud extrema, tanto por la boca como por la nariz, como si se estuviera quemando por dentro.

Durante todo el proceso, el mendigo miraba atento a su alrededor, como si vigilara, y por muy buenas razones. Fumar en un sitio público en la ciudad de Nueva York es mucho más obsceno que bajarse los pantalones y hacer la ola con los genitales al aire, y él lo estaba haciendo en un andén repleto de público. Si bien es cierto que el tufo a humanidad que desprende este hombre siempre genera un pequeño espacio de seguridad entre el banco que ocupa y la gente que espera a que llegue el tren, ese día lo que se había formado era un vacío de dimensiones bíblicas. En realidad no era tanto, pero en un lugar tan claustrofóbico y saturado como aquella estación, tres o cuatro metros resultaban más anchos y expansivos que la Castilla vieja. Yo me aproveché: el espacio estába ahí, y el humo del cigarrillo no solo no me molestaba sino que mitigaba, en parte, el olor humano. Así que me senté en el banco, a su lado. Él no se volvió, no me miró, no hizo nada más que seguir a lo suyo. La gente sí nos miraba, y mucho.

Por fin un joven trajeado de aspecto inquieto se acercó al hombre sacudiendo las muñecas. «Está prohibido fumar aquí, ¿sabe?», le espetó. «Está prohibido. Prohibido. Está usted molestando a toda esta gente», dijo, y señaló varias veces a las personas que estaban a su alrededor. El mendigo, que no había reaccionado hasta ese momento, movió un poco la cabeza y lo miró de frente. El joven, de pie enfrente de él, cambiaba el peso de un pie al otro y repetía un gesto con la mano que parecía preguntar si su admonición iba a tener consecuencias o no. Pasaron no más de diez segundos con gran expectación, y entonces se oyó el providencial estruendo del tren exprés. El gentío se rebulló y perdió repentinamente el interés en la escena. El joven soltó un bufido y se volvió hacia las puertas del vagón, que ya se abrían. El mendigo, impertérrito, se acercó el cigarrillo a la comisura y aspiró una vez más mientras las dos mareas humanas se cruzaban y se perdían.

Yo me quedé sentado, esperando a que llegara el tren siguiente. Hoy traigo la idea de dejar una cajetilla de tabaco rubio y unas cerillas en la gaveta de cartón.

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