viernes, 11 de octubre de 2013

Broadway-Lafayette

-¿¡Es que nadie va a hacer nada!?

Los ojos desorbitados, el semblante contraído, lágrimas que le surcan las mejillas, camina sin rumbo, nos habla a todos pero no habla con nadie. Se marcha escaleras arriba.

En la estación de metro de Broadway-Lafayette hay muchísima gente, como de costumbre a estas horas de la tarde. Unos caminan tranquilos, otros se vuelven a mirar al fondo del andén. El fondo del andén. De allí venía la mujer llorosa. Algo, alguien al fondo del andén. Hay caras que saben, hay caras que intuyen, hay quien trata de averiguar. Hay quien se encoge de hombros.

Llega un tren. Se abren las puertas, entra gente, sale gente. Al fondo, al fondo del andén alguno se queda quieto, mirando al suelo, mirando entre las piernas de un corro de personas. Una mujer observa un momento, se vuelve de inmediato con una mueca de dolor en el rostro y camina ligera, casi corre, hacia las escaleras. Un hombre mayor se aleja con lentitud y sacude la cabeza.

Allá, al fondo del andén, alguien recula, paso a paso, muy despacio, y enjuga una lágrima. Apoya la pared en una viga de acero, se encoge, aprieta un puño contra la boca y cierra los ojos. Hay otro que saca el teléfono y hace una foto.

-No sé, supongo -le dice con tono exasperado un hombre a su pareja al pasar junto a mí.

Me acerco un poco.

Al pie de una escalera, entre azulejos ennegrecidos por el polvo y vigas mil veces repintadas, veo un bulto bastante voluminoso que reposa en el suelo, rodeado por dos docenas de pies y piernas.

-¿¡Han pedido ayuda o no!? -surge un grito, una queja, una súplica. Hay dos, tres personas inclinadas sobre el bulto, quizá de rodillas, apenas visibles, como sombras.

Llega otro tren. Se abren las puertas. De los que se bajan del tren y se topan con el corro hay quien blasfema, hay quien invoca a Dios. Otros se quedan mirando y el corro crece. Otros miran un momento, se vuelven y se marchan.

Me acerco más.

Veo a la mujer que está de rodillas, aplicando el masaje cardiorrespiratorio al hombre que yace inerte en el andén. Agotada, se aparta y le pide a una segunda que continúe. Hay tres mujeres arrodilladas atendiendo al hombre.

-¿Probamos ahora? -pregunta la tercera. La segunda asiente y entre las dos practican el boca a boca a aquel corpachón enorme que sigue sin dar señales de vida. Una, dos, tres. Las manos de la mujer parecen hundirse en el enorme pecho, que no ofrece resistencia alguna: parece de goma. Cuatro, cinco, seis. Alguien pide más espacio, den un paso atrás, por favor. Siete, ocho, nueve, diez. No hay pulso, dice la primera mujer sujetando la muñeca del hombre. Se incorpora con la cara congestionada y grita, grita con una voz que no es estridente, pero tiene un tono desesperado que proyecta sus palabras como un disparo por toda la estación.

-¿¡Pero han llamado ya a la ambulancia!?

Reacciono. Me doy la vuelta y corro escaleras arriba. Preparo el teléfono: en los túneles no hay cobertura, tengo que salir a la calle. No. No hace falta. Ahí vienen. Vienen por fin los camilleros con el equipo de reanimación. Pasan volando junto a mí. ¿Cuánto habrán tardado? Cuatro minutos, quizá cinco. En el andén, una eternidad. Una vida entera.

Espero un rato junto a la entrada. No vuelven. Espero un poco más.

Salgo a la calle. No es mi parada, solo estaba haciendo un transbordo.

Pero tengo que salir a la calle.

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