domingo, 3 de marzo de 2019

Mario Conde envejece bien

Por esas cosas buenas que a veces tiene el trabajo, allá en el remoto año 2002 tuve la suerte de pasar la última semana de abril en La Habana. Podría contar bastantes historias de esa semana, pero me voy a centrar en una anécdota literaria, por aquello de mantener el estilo del blog.

Tuvimos dos días libres: uno antes de empezar a trabajar y otro después. Como no tenía ni idea de qué hacer en aquel primer día, le pregunté al conserje del hotel. Me dio varias pistas y, ya al final de la lista, como sin ganas, dejó caer que en la Plaza de Armas, donde quedaba el antiguo palacio del gobernador, había un mercadillo más o menos permanente de libros. Y allá que me fui, paseando por los límites de la abigarrada zona turística y evitando como podía a los guardias de uniforme verde que me recomendaban no salir de esa zona "por mi propia seguridad".

En aquella plaza flanqueada por edificios coloniales que muy bien podrían haber estado en Cádiz (España), en Mérida (México) o en San Juan (Puerto Rico), a la sombra de unos impresionantes ficus, colocaban sus estantes los libreros de La Habana para alegría del puñado de turistas que parecía tener interés en aquel material impreso. Hablé con varios libreros que me recomendaron comprar esto y aquello y lo de más allá. A algunos les hice caso y a otros no, más por economía de peso que por otra cosa, puesto que por aquel entonces no sabía yo apenas nada de los escritores cubanos. Cuando ya me iba con una bolsita y cuatro piezas cobradas, vi a un librero que estaba en una esquina, con la mirada perdida, casi agazapado detrás de su expositor. Con los codos en las rodillas y las manos entrelazadas, tenía una cara de enfado mayúsculo que no invitaba precisamente a acercarse, y quizá por eso me picó la curiosidad y me fui hacia allá.

¿Qué me recomienda de literatura cubana? le pregunté.

El hombre levantó una ceja y me miró.

¿Antigua o moderna? contraatacó.

—Moderna —contesté yo, calculando que la antigua sería más fácil de encontrar fuera del país. Él exhaló sonoramente antes de ponerse en movimiento. Giró sobre sí mismo sin levantarse de la silla y tomó un volumen con tapas negras de detrás del expositor.

—Lo mejor que tenemos ahora mismo es esto —dijo sin asomo de emoción, y me alcanzó el libro. A continuación recuperó la posición y el gesto iniciales, con la mirada perdida en algún lugar remoto. Yo examiné el libro que tenía en la mano. Se titulaba La novela de mi vida y el autor era un tal Leonardo Padura.

—No conozco a este autor —dije.

El librero se giró despacio hacia mí, me miró con la ceja mucho más levantada y no dijo nada. Buen momento para haberme callado o para que me hubiera tragado la tierra. Tres o cuatro segundos después (que a mí se me hicieron eternos), el tipo volvió a apoyar las manos en las rodillas. Yo me quedé ahí, mirándolo un poco a él y un poco al libro.

—Esa novela tiene las dos cosas —dijo de repente, sin mirarme—: la Cuba de hoy y la Cuba de la colonia. Leonardo cuenta bien las cosas.

—¿Y cuál le gusta más a usted? —pregunté.

El librero se volvió hacia mí como con un resorte.

—¡Coño, no me trates de usted, que me haces sentir más decrépito de lo que ya estoy!

—Perdón...

—Cuál me gusta más a mí —repitió mi pregunta y aligeró un poco el gesto. Hubo también un leve cambio de postura. Daba la impresión de que ahora, de repente, sí tenía ganas de hablar—. ¿Tú crees que es cuestión de gusto? ¿Tú quieres saber si a mí me gusta más la Cuba colonial o la Cuba actual? —dijo, con un énfasis tremendo en la palabra "gusta".

Yo me quedé callado. Total, ya había metido la pata dos veces, así que pensé que era mejor morderse la lengua. Él apretó los labios, sacudió la cabeza, se dio dos palmetazos en los muslos y se puso de pie. Estaba claro que mi silencio había funcionado bien y que me había ganado un discurso.

—Pues yo no sé si es cuestión de gustos —afirmó—. Ni tampoco sé si es comparable. ¿De dónde tú eres? --preguntó.

—De ninguna parte —contesté—. Nací en Uruguay, pero he vivido en Irlanda, en España, en Estados Unidos... Soy de por ahí —agité una mano en el aire.

El librero ponderó mi respuesta. Quizá había deducido que yo era de algún país concreto y tenía preparado un discurso para esa nacionalidad concreta y yo se lo había echado a perder. O quizá no, quizá estaba recopilando los datos para preparar el discurso ahí mismo, en vivo y en directo. Lo que estaba claro era que aquel hombre estaba pensando mucho, muchísimo, porque tardó una eternidad en empezar a hablar, mientras yo lo miraba expectante, con el libro en la mano.

—Uruguay —empezó—, Irlanda, España... Yo no conozco más que Cuba, chico. Y mira, tampoco es que conozca mucho más que La Habana. Pero La Habana la conozco bien, que aquí nací y aquí crecí. Nací en 1942 —se quedó callado, miró al suelo, ponderó—. Sesenta he cumplido este año— otra pausa—. Y La Habana de ahora, la de hoy, no me gusta.

El librero miró alrededor, a los otros libreros, al antiguo palacio del gobernador. Yo seguía su mirada, que se detuvo un rato largo en una turista muy, muy extranjera que sujetaba un libro y trataba de pronunciar el título.

—La otra, la colonial, no tuve la suerte de conocerla —añadió, mirando al suelo.

Hubo otro momento de silencio. En la plaza reinaba un discreto bullicio, con los trinos de los pájaros, las conversaciones en voz baja, el rumor lejano del tráfico, que invitaba a la reflexión.

—Yo estoy cansado. Estamos cansados —dijo, mientras con un gesto de la mano trataba de abarcar a todos sus paisanos. Ahí es donde me di cuenta de que no estaba enfadado, sino triste, amargado—. Eso es lo que pasa: que estamos cansados. Ustedes, los turistas, no entienden lo que es esto. No lo pueden entender, claro. Hay demasiado ruido, demasiada desinformación.

Se detuvo y miró el libro de Padura. Lo señaló con el dedo y también con la barbilla.

—Con esa novela puede ser que tú entiendas un poco más, un poco mejor. Porque Leonardo cuenta bien las cosas. Y si sigues leyendo, más y mejor vas a entender. No lo pierdas de vista.

Y dicho eso, con toda la parsimonia tropical del mundo, volvió a la postura inicial. El discurso había terminado.

(Luego pagué el libro y demás cuestiones, pero me temo que el detalle de la transacción no aportará nada a la anécdota, así que ahí lo dejo.)

El caso es que no he perdido de vista a Leonardo desde entonces. Cuando le dieron el premio Princesa de Asturias de las letras, en 2015, pensé que era un premio muy merecido, y cuando leí su discurso de aceptación recordé mucho a ese librero y a aquellos cubanos que abarcaba con la mano, cansados como él y como Leonardo y sus personajes habaneros. Y hace unos días, cuando terminé de leer su última novela, que se titula La transparencia del tiempo, volví a recordar todo eso y me emocioné con la coincidencia de que su protagonista, el policía Mario Conde, ya jubilado, cumpliera en esta novela sesenta años y se dedicara al exiguo negocio de la compraventa de libros en La Habana.

Nostalgias y austerismos aparte, con tantas novelas y tantos premios (y hasta una serie en Netflix), no voy a ser yo quien descubra la incuestionable calidad literaria de Leonardo Padura. Me parece más práctico decir lo mucho que he disfrutado esa nueva lectura en todos los aspectos: la rotundidad de los personajes, la genial trama policiaca, la doble ambientación en la Cataluña medieval y en esa Habana ya casi apocalíptica y sin visos de mejorar, y el desenlace, que deja al lector con ganas de más, de mucho más.

Este post se está alargando mucho más allá de lo que es habitual, pero antes de concluir quiero aclarar un detalle que me parece importante: La transparencia del tiempo se parece en lo estructural a La novela de mi vida, pero a mi modo de ver es muy superior en casi todos los aspectos. Esto es particularmente notable en las secciones históricas. En La transparencia, la historia paralela a las pesquisas del investigador Mario Conde nos narra las peripecias de un payés catalán del medievo convertido por azar en escudero de un cruzado (y milagrosamente huido in extremis de la catástrofe de San Juan de Acre). En La novela de mi vida es José María Heredia, el poeta nacional cubano, quien protagoniza esos flashbacks del pasado remoto, que se cruzan con los problemas de un escritor frustrado en La Habana del año 2000. En esta última, la narración sobre Heredia se hace a veces un poco lenta y pesada (un poco a lo Carpentier, aunque quizá no tanto), y uno tiene ganas de volver al presente para ver qué pasaba con el protagonista de la Cuba contemporánea. En contraste, al narrar la historia del improvisado héroe catalán medieval en La transparencia, Padura ha conseguido mezclar con acierto la información histórica y la tensión narrativa, de forma que uno disfruta por igual las inmersiones en el siglo XIII-XIV y los regresos a la sordidez o la melancolía habanera del XXI.

Lo mejor, en conclusión, ha sido la lectura de La transparencia del tiempo, que recomiendo encarecidamente. Reconozco que me ha emocionado la coincidencia de aquel librero anónimo que me vendió la novela de Padura con el Mario Conde jubilado de la nueva novela. Se siente uno tentado de pensar que sean la misma persona, el mismo habanero viejo, desencantado y cansado que no sabe muy bien lo que va a pasar mañana en esa ciudad increíble que es La Habana. Ya, ya sé que las coincidencias no existen, pero las emociones sí, ¿no? ¿O era al revés?

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