jueves, 3 de diciembre de 2009

Abundancia

Son las siete. Hace bastante frío, casi cero grados. Ya está todo oscuro. Esta calle, que no nombraré, es oscura, estrecha y fea. De vez en cuando pasa una persona, pero a los efectos está desierta. Yo espero a una persona en esta esquina, parado, y desde aquí veo también la calle que cruza, un poco más ancha y fina, pero igualmente cochambrosa. Detrás de mí hay un bar muy ruidoso regentado por unos franceses que se llama Café Noir. Justo enfrente, al otro lado de la calle, hay otro bar, más elegante. Lo frecuenta gente mucho más selecta que el grupo de europeos que suele agolparse en el Café Noir.

Como todos los jueves, hoy hay barbacoa gratis para todos los clientes del bar elegante. A la puerta del local, dos cocineros mexicanos organizan una inmensa parrilla. El humo repta por la fachada del enorme edificio y se pierde de vista allá por el sexto piso. El olor impregna el aire. Casi diría que impregna la ropa y el pelo, incluso a esta distancia. Me pregunto, mientras miro, mientras huelo, qué pensarán de eso los vecinos.

Si uno sigue andando por esa acera de enfrente, al fondo se ven unos paneles de madera pintados de azul que bloquean el paso. Dos carteles:
  • Peatones: usen la acera de enfrente
  • Para reportar condiciones peligrosas en este lugar de trabajo, llame al número bla bla bla. No tiene que dar su nombre.
Al pie de los dos carteles asoma, bajo una luz mortecina que apenas alcanza al suelo, una rata de buen tamaño. La rata y yo estamos más o menos equidistantes de la barbacoa. Husmea el buen aroma que desprende la carne. Los cocineros la ven y hacen algún comentario que no alcanzo a oír. Parece que el primero le propone algo al segundo. "Chale", contesta el segundo con una sonrisa, "no manches". Pero el primero insiste. Se quedan quietos un instante con la mirada fija en el roedor.

En ese momento llega un Bentley a la puerta del bar. (Un Bentley, para quien no tenga el gusto, es un coche británico; en esta ciudad se venden modelos de segunda mano a partir de 130.000 dólares.) Sale él, con atuendo sport; le abre la puerta a ella y sale ella, con vestido formal, pero informal (ellas saben cómo hacer estas cosas) y muchos brillos en las muñecas y el cuello. Entran los dos juntos, rubios, altos y fascinantes, en el bar.

Mientras tanto, el primer cocinero ha cortado dos trocitos de grasa del costillar y se ha puesto en cuclillas. Alarga la mano hacia los paneles azules, muy quieto, y la rata se va acercando, con muchos rodeos, con timidez, alzando de vez en cuando las patas delanteras. El segundo cocinero lo trata de mamón y de cabrón y amaga con patearle el trasero. La rata se espanta, pero no se marcha: retrocede un poco y se queda mirando agazapada detrás de una inmensa bolsa de basura.

Las oscuras ventanas del bar se alumbran de repente con un destello; dos, y tres: alguien se está haciendo una foto con alguien. Para pasar el rato me imagino una conversación de los figurines que acaban de entrar. ¿Champán, quizá? Pero cariño, si hemos venido para la barbacoa, ¿no será mejor un Burdeos? Sí, claro, claro. Tú siempre tan atenta a estos detalles. Más fotos, más flashes. La gente importante de verdad sabe aguantar esos destellos sin pestañear, sin que se le marque ni una sola arruga en el ojo ni en la comisura.

La rata se vuelve a acercar, ahora más segura. El segundo cocinero ya se está quieto y observa. El otro no se mueve, esperando que su invitada recoja el premio. Entonces me doy cuenta de que por el panel azul pululan otras dos, tres, cuatro, cinco ratas. Mantienen la distancia, pero ahí están, acechando. El primer cocinero, impasible, aguanta con el brazo en su lugar mientras la rata original se da la vuelta, mira a sus congéneres y eriza el pelo del lomo en un movimiento espeluznante.

De repente, la rata da un salto hacia la mano del primer cocinero. Éste se incorpora, da un paso atrás y tropieza con su compañero, que a su vez topa con la barbacoa. Dos costillares caen al suelo y las cinco ratas no invitadas corren hacia ellos. Los dos cocineros se ponen a patearlas como locos hasta que consiguen espantarlas.

El segundo cocinero recupera los costillares, que han caído al pie de un árbol. Los miran. Se miran. Miran alrededor. No ven a nadie. Sí. Me ven a mí. Y me miran. Y yo los miro. No alcanzamos a vernos las caras porque está demasiado oscuro, pero por mi actitud ellos deducen que yo no voy a decir nada, que no voy a hacer nada. El segundo cocinero se da media vuelta y, con una punta del delantal, empieza a limpiar los costillares. Cuando termina, los coloca otra vez en la parrilla. El primer cocinero, que debe de tener una herida de la rata, se envuelve la mano con una servilleta y aprieta, aprieta la mano y aprieta los dientes. Se dobla. Se va para dentro.

En ese momento llega la persona que yo estaba esperando. Nos saludamos, empezamos a hablar, emprendemos la marcha y la escena se diluye, se queda atrás, atrás, como un azucarillo que se va sumergiendo en una taza de te, como un conjunto de ruidos absurdos que genera una extraña confusión. Es una confusión que aún me dura, y que me hace pensar en las múltiples, complejas e íntimas relaciones que vinculan a las ratas con los Bentleys.

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