viernes, 11 de febrero de 2011

La triste historia de la televisión (I)

(Texto enviado el 31 de mayo del 2006 a una lista de literatura.)

En el bendito año de 1992 vivía yo en un pueblito de la costa mediterránea de España. Se enamoró de mí una muchacha llamada Laura, linda y cariñosa, alta y esbelta, pelo negro, grandes ojos, pocas palabras. En resumen, lo que uno anda buscando.

Una noche, cuando ya hacía un mes que nos conocíamos (en todos los sentidos), le dije que se quedara a desayunar. Se quedó, y al día siguiente llegó con su maleta. Fuimos muy felices, gozamos como era de esperar dadas la edad y las circunstancias, descuidamos nuestras respectivas labores (yo, mi trabajo; ella, sus estudios), dejamos que la casa se convirtiera en un majestuoso desorden y comimos y bebimos cualquier cosa durante un mes más.

Entonces, en un aciago día de julio, ella llegó a casa con un televisor de catorce pulgadas y una antena, los conectó y se dio a la labor de sintonizar los dos canales de la televisión nacional. Dos
horas después estábamos viendo lo que pasaba en la Ciutat Olímpica de Barcelona y en la isla de la Cartuja de Sevilla, una cosa en cada canal. Pasó una hora, no sucedió nada. Pasaron dos horas; me levanté, cansado y con la espalda dolorida. Ella seguía adherida al sofá. Era como si de repente Laura pesara ciento setenta kilos en lugar de cincuenta. Era como si no me oyera cuando le decía dale mi amor, toma un juguito, lávate la cara, levántate y vayamos a hacer esto o aquello. Poseída por la sucesión de imágenes y el cambio constante (un, dos, un, dos), me contestaba con un "sí, ahora, espera que acabe esto", o "déjame ver qué hay en la dos, mira, natación, me encanta".

Marché al bar, en solitario. Como de costumbre, Igor estaba allá, en nuestra mesa habitual, así que hablé y me desahogué. "Estás jodido, hermano", me dijo cuando terminé de explicarle. Contó que había pasado por una experiencia similar con un compañero de habitación en Italia y que se sentía capaz de predecir lo que iba a suceder. "Está infectada y no hay antídoto. Tienes que decidir cómo vas a deshacerte de ella", sentenció. Yo le pregunté si se refería al televisor o a Laura, y él me conestó lo que yo temía. "No quiero dejar a una mina como esa por un problema tan idiota", protesté. "Mira, mira", contestó él, señalando a la gente que poblaba el bar, todos ellos con el cuello torcido hacia atrás para mirar la pantalla que había en la esquina del fondo; "no subestimes a tu enemigo". Me ofreció su asistencia para eliminar el problema, pero insistí en que estaba exagerando. Nos despedimos temprano.

Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Laura no había llegado todavía de la universidad. Desconecté el artefacto maligno, con todo y antena, lo agarré y lo saqué a la puerta de la casa, convencido de que no pasarían ni diez minutos sin que alguien lo viera y se lo llevara sin preguntar. Asunto arreglado.

Ignorante de mí. No me di cuenta de que todo el mundo tiene ya un televisor, y que aquel aparatito de 14 pulgadas no lograría llamar la atención del más pobre de los rateros del barrio. A las ocho entró Laura con el televisor en brazos, dispuesta a colocarlo de nuevo en su sitio y protestando por mi osadía. Me puse delante de la mesita y le dije, como en las películas, que eligiera: "o el televisor, o yo". Me miró, se rió, me dijo que yo era lindo y divertido y que me quería tanto, me ablandó, se colocó de lado para darme un beso, pasó por un rincón abriéndose paso con la cadera, dejó el televisor en su lugar y, antes de conectarlo, me obligó a rendir mis armas ante su ternura.

Me dejó medio dormido en una esquina de la cama, entró un momento al baño y luego volvió corriendo a la sala para conectar de nuevo aquel pozo de imágenes y sonidos. Al rato me levanté. Hice la cena solo, la llamé una vez, dos veces para empezar a comer, pero había bailes folklóricos en el pabellón de Hungría y no me escuchó. Cuando terminé, pasé a su lado para irme a la cama y ahí sí, me detuvo. Me preguntó por qué no le había avisado de la cena. Le dije. Se extrañó. Sacudí la cabeza y me fui a acostar con una Rolling Stone del año pasado que encontré tirada en el pasillo. No pude leer. No pude dormir. Cuando oí que se servía la cena, me asomé por ver de acompañarla, pero se llevó el plato al sofá y siguió mirando la pantalla mientras comía.

Me puse un pantalón y unas playeras y salí a la calle por la ventana sin hacer ruido. Tenía que hablar con Igor.

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