Son las ocho y media de la mañana. Por una de esas casualidades de la vida, o quizá porque todavía no han empezado las clases en los colegios públicos, el vagón de la línea E no va muy lleno. De pie, frente a los asientos ocupados y al lado de la puerta, tengo sitio suficiente para abrir el libro sin contorsionarme ni molestar a nadie.
Un par de minutos después me saca de la lectura la voz alegre de la chica que tengo detrás:
-¿Has visto lo que tienes ahí, al lado del hombro?
Me vuelvo. No me lo dice a mí: se lo dice al hombre que está sentado enfrente de mí. Varios pares de ojos se concentran en él.
-Sí, sí. La he visto -dice el hombre-. Es grande, ¿eh?
-Ya te digo, ya te digo -contesta ella, y se queda mirando a las barras que nos separan, al hombre y a mí. Ahí, en el asidero del asiento, al que yo podría haber echado mano sin mirar mientras leía, va agarrada una mantis religiosa del tamaño de un trolebús. Totalmente inmóvil, como corresponde a la especie, parece ir mirando por la ventana del vagón, los ojos clavados en la espesa oscuridad del túnel que conecta las dos islas por debajo del East River.
Momentos después, la chica sigue jugando con el teléfono, el hombre rasca otro cupón de lotería (Mega Millions), yo intento volver al anodino cuento de estudiantes españoles en el extranjero que estaba leyendo, y la mantis religiosa sigue viajando de Queens a Manhattan sin que nadie la importune, más cómoda que una madre abadesa en un calesín.
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