El domingo pasado por la noche, Alfonso Cuarón pre-presentó su nueva película, que se titula Roma, en la sala del sindicato de directores de cine de Nueva York. Tuve la suerte de ir con un amigo y no solo ver la película, sino también de escucharlo a él hablando de su experiencia creativa y de las vicisitudes del rodaje de una película tan especial.
Explicó que era una obra autobiográfica, que reflejaba un período de su infancia, entre 1970 y 1971, en el que su familia vivió en la colonia Roma de la ciudad de México. Al ser algo tan personal, Cuarón hizo algo que no había hecho nunca antes, a saber, escribir el guion solo, sin compartirlo con nadie, sin pedir consejo o ayuda a nadie. Hizo lo mismo con las técnicas narrativas: en lugar de utilizar las fórmulas y las técnicas habituales, se dejó guiar por el instinto y procuró reproducir lo que su memoria le iba dictando. No quería hacer un documental ni una película histórica, sino sencillamente un mural, o un collage, de lo que su cabeza había conseguido rescatar de aquellos años.
Al explicar la experiencia de escribir esos retazos de infancia, el director puso como ejemplo un largo pasillo lleno de puertas: iba recorriendo ese pasillo, abriendo las puertas una a una y rescatando recuerdos, y a veces una de esas puertas daba paso a otras puertas, y así sucesivamente. Me quedé con esa imagen, la del pasillo y las puertas, porque coincide muy bien con la época que estoy viviendo en este momento.
En cuanto a la película, estoy muy agradecido a mi amigo por haberme llevado al preestreno, y también a Alfonso Cuarón, no solo por traerme esa imagen de la ciudad de México, tan diferente y a la vez tan parecida a la que yo viví casi treinta años después. En particular, me impresionó lo bien que reproducía los sonidos de la ciudad, incluido el carrito de los tamales. No llegaré al extremo de decir que disfruté de la película como si fuera un libro, pero estuvo cerca. Es una película que da tiempo para pensar.
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