Dos temas dominan en “Reading Lolita in Tehran”: la sumisión y la desobediencia ante una serie de normas que se consideran injustas o incluso absurdas, y el dilema moral del compromiso y la acción, es decir, de si, ante unas circunstancias impuestas con las que uno no está de acuerdo, se debe hacer algo o dejar las cosas como están.
En el caso de Teherán a principios de los ochenta, la desobediencia y la acción social habían llegado a límites insospechados: copiar un casete de los Beatles o llevar pantalones demasiado coloridos o ceñidos debajo del fustán (las mujeres) eran motivo de detención e interrogatorio. En nuestros países, el equivalente sería preparar un plan subversivo para subir a un avión con una botella de zumo y un cortaúñas, por ejemplo. La diferencia es que esas normas absurdas para subirse a un avión no nos afectan más que unos pocos días al año, pero cuando las normas alcanzan hasta los más mínimos detalles de la vida cotidiana y de la intimidad personal, es fácil que ese absurdo genere todo tipo de problemas.
El primer capítulo, titulado “Lolita”, es una introducción que presenta las circunstancias inmediatamente anteriores al exilio de la autora. Nafisi describe cómo la imaginación calenturienta de Humbert, protagonista del libro de Nabokov, va creando una imagen de su hijastra, Lolita, en la que proyecta sus ideas obsesivas y sus deseos sexuales. Al mismo tiempo, con su actitud autoritaria va obligando a la niña a convertirse en eso que él ha imaginado, es decir, a convertirse en su amante, con independencia absoluta de las ideas y deseos de la niña. El paralelismo con la vida en Teherán es bastante obvio. Las alumnas que visitan a la autora en su casa también llevan una vida que responde a la actitud autoritaria del estado. Están obligadas a cubrirse continuamente y no pueden ponerse nada que las haga atractivas; deben mirar siempre hacia el suelo; tienen prohibido salir con hombres que no sean de su familia, bailar, cantar, etc. El régimen les impone una imagen de sí mismas, una imagen creada por el gobierno teocrático que no tiene nada que ver con lo que ellas son o querrían ser, pero que están obligadas a reproducir. Es un teatro, pero un teatro forzoso: deben disfrazarse todos los días según los deseos de los gobernantes y, en el momento en el que ponen el pie en la calle, actuar conforme a un ideal de persona que se impone por la fuerza desde un poder absoluto y represivo. Esta situación genera, tanto en Lolita como en las jóvenes iraníes, una especie de esquizofrenia existencial entre la vida íntima y la vida pública que acaba por tener graves consecuencias. Lo privado se hace clandestino e inconfesable y lo público se hace artificial y obligatorio. La vida, despojada de espontaneidad y de imaginación, se convierte en un castigo.
El segundo capítulo, titulado “Gatsby”, cuenta cómo el personaje neoyorquino de Fitzgerald persigue su sueño con pasión, sin límites y, cuando lo alcanza, cuando por fin consigue lo que quiere, su propio éxito acaba con él. Con el glamuroso y desventurado Gatsby ilustra Nafisi la inesperada evolución de las revueltas contra el Sha de Irán, que comenzaron como una rebelión popular generalizada contra el régimen totalitario y arbitrario de aquel gobernante y pronto se transformaron en una guerra abierta entre facciones revolucionarias. Al final, los islamistas se llevaron el gato al agua y lograron, mediante la amenaza, la violencia y la represión, imponerse a las demás facciones, sobre todo a las que querían un gobierno laico al estilo europeo. Esas facciones, nos cuenta Nafisi, eran como Gatsby: estaban tan ensimismadas con su sueño revolucionario que, cuando llegó el momento de poner los pies en la tierra y actuar con racionalidad, no fueron capaces de adaptarse y llegaron otros factores que los barrieron del mapa. Sus ideales no lograron salvarlos de una realidad despiadada.
Henry James y su visión de la guerra dominan un tercer capítulo triste y angustioso, dedicado a la guerra Irán-Iraq. Quienes leyeran las noticias de aquella época recordarán el término “la guerra de los misiles”, “la guerra de las ciudades” y el nombre imborrable de los misiles Scud. Los dos países disparaban continuamente misiles balísticos de largo alcance hacia las principales ciudades del enemigo. Vemos cómo Azar tiene que recoger a sus hijos y llevárselos al refugio subterráneo, con frecuencia en plena noche, mientras las brutales explosiones sacuden Teherán. En una ocasión, cuando los vecinos emergen del sótano ven que el edificio de enfrente ha sido reducido a escombros. Lo más triste es que se trata de una guerra olvidada incluso por el propio régimen iraní, que no toma medida alguna para proteger a su población de la incesante lluvia de misiles e incluso celebra las bajas como martirios agradables a Dios y divulga eslóganes en los que anuncia las muertes de los muchachos en el frente como grandes victorias para Irán. El paralelismo con la obra de Henry James reside en una característica de este autor que ha servido tanto para criticarlo como para alabarlo: la “ausencia de vida” de sus novelas. Se dice que los personajes de James tienden a soportar la injusticia y la guerra sin opiniones claras, sin grandes pasiones y sin reacciones decididas. En las muchas guerras que le tocó vivir, James nunca quiso tomar partido y nunca dijo estar de ninguno de los dos lados, pero sí criticó de forma acerba la sinrazón de todo aquello. De la misma manera, los habitantes de Teherán se vieron obligados a vivir una guerra que no entendían y en la que apenas participaron. Incapaces de sentir solidaridad alguna por un gobierno que los ignoraba, esperaron con paciencia que aquel sinsentido terminara, como de hecho ocurrió en cierto momento, y siguieron con su vida cotidiana sin pensar mucho en el significado de aquella etapa de absurda destrucción.
En “Austen”, el cuarto y último capítulo, Nafisi pregunta a sus alumnas sobre su vida personal y sentimental y descubre que no solo tienen grandes dificultades, sino que una buena parte de su tensión procede de esas relaciones personales que, por necesidad, son artificiosas e insatisfactorias. Lo mismo se puede decir, claro está, de muchas de las relaciones que describe Jane Austen en la Inglaterra victoriana. De ahí que esta sea la autora elegida para ilustrar la dificultad que tienen los iraníes (y sobre todo las iraníes) para relacionarse entre ellos. Muy en particular, las parejas, los matrimonios y los amigos de distinto sexo se encuentran con la necesidad de expresar sus sentimientos en un entorno delimitado por los tabús y los dogmas del gobierno teocrático. El deseo de marcharse del país para liberar esas relaciones y el hecho de que el exilio suele destruir esas relaciones (porque no todo el mundo quiere ir al extranjero) está siempre presente como una espada de Damocles. En Austen también hay unas tensión constante entre los sentimientos personales y las obligaciones formales que imponen los códigos de conducta británicos, y el deseo constante, y constantemente reprimido, de romper con la etiqueta y vivir con naturalidad.
Como he dicho antes, el libro se puede leer sin haber repasado la literatura de los cuatro autores principales, y de muchos otros que van menudeando por las páginas. Si uno los conoce, la lectura se hace mucho más rica e interesante, pero no es imprescindible porque también hay situaciones, escenas y, sobre todo, personajes, que dan también un tono novelesco al libro. De uno de esos personajes, uno que no tiene nombre y que la autora solo llama my magician, escribiré en el post siguiente.
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