viernes, 19 de octubre de 2018

Insignificante

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que Igor me mandó algo. Aquí os pego una de sus disquisiciones líricas sobre la autorreflexión sobre el ser y sobre los peligros del ombliguismo. Igor os desea que su texto os deprima y os hunda en la miseria, la autocompasión y la languidez contemplativa. También dice que nunca, nunca os cortéis las venas en diagonal, que es una mariconez.
«Voy por la calle, hacia el trabajo, por ahí donde se juntan Goya y Alcalá. Hay un árbol esmirriado y tristón en la acera, probablemente un plátano, y tres gorriones que picotean entre los hierbajos que crecen en una tierra negruzca y llena de desperdicios. Pienso en la futilidad de esas vidas: la del árbol, la de los hierbajos, la de los tres gorriones. Con esta sencilla reflexión me doy cuenta de que entre todos ellos, incluidos los desperdicios, forman un mínimo ecosistema que es, en gran medida, lo que los mantiene con vida. Una vida sucia, miserable, saturada de deficiencias e infecciones, pero vida al fin y al cabo. No tienen otra cosa sino un ecosistema guarro y execrable que jamás estudiaremos en los libros, aunque lo veamos todos los días al ir al trabajo, sin reparar en él. Vuelvo a mirar al gorrión y al tiempo me miro la mano izquierda. Pondero mi propia insignificancia, una insignificancia comparada: si por algún motivo yo hubiera tenido la mala suerte de caer en un campamento de refugiados, en un país en guerra, esa mano mía no tendría el aspecto y la movilidad que tiene ahora. Pienso en los años que tengo, años durante los cuales esa mano ha cumplido su cometido en un entorno benigno, cómodo. A pesar de todo ese trabajo tiene buen aspecto y está sana. Pero una situación de emergencia en mi país, en mi región, en mi ciudad puede cambiarlo todo, terminar con todo, igual que un golpe o un mal paso pueden dar al traste para siempre con el hierbajo, con el gorrión o con el árbol esmirriado. Si para mañana desapareciéramos todos (árbol, hierbajos, gorriones y mi mano, o todo yo), el mundo seguiría su curso sin más, sin reparar en la miseria, la tristeza, la insignificancia de esas existencias. Miro a mi alrededor: calles, edificios, farolas, túneles y trenes subterráneos, aviones que surcan el cielo, coches y autobuses, tiendas, luz artificial, teléfonos móviles. ¿Qué es todo esto? ¿Qué es el hierbajo, en este contexto? ¿Qué es, qué significa, qué finalidad tiene el gorrión en esta ciudad? ¿Por qué me empeño en buscar una razón, una respuesta a la pregunta de por qué brotó ese hierbajo, por qué nació ese gorrión? Quizá porque nos han acostumbrado a pensar que nuestra existencia sí está justificada, aunque a mí no me convence ninguna de las justificaciones que circulan por ahí. Quizá por esa tendencia, quizá por esa creencia quiero pensar que la labor del hierbajo y el gorrión es, precisamente, formar parte de un todo, porque si sus individualidades, igual que la mía, son triviales, nimias, al menos podrían tener sentido como elementos de un conjunto mayor. El gorrión sabe por instinto cuál es su papel, por más miserable que a mí me parezca cuando pienso en él como entidad aislada. Y del mismo modo yo sé por instinto que si me quedo un minuto más contemplando este árbol esmirriado, el jefe me va a considerar como entidad aislada, me va a llamar insignificante, miserable y cosas peores y me va a poner de patitas en la calle, así que, hala, pozdrav

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