No me convenció La silla del águila (Carlos Fuentes), a pesar de que la leí de un tirón. No es que esté mal escrita, al contrario: qué oficio tenía don Carlos, qué maestría. Qué manera de definir personajes, qué diálogos, qué vocabulario maravilloso.
La novela es una colección de cartas que envían y reciben varios personajes políticos en un México del futuro que, por decisión de su presidente, ha decidido no apoyar más la política exterior de los Estados Unidos. En represalia, el país del norte ha bloqueado las redes de telefonía y datos de su vecino del sur. De ahí la necesidad de escribir cartas, como se hacía antiguamente. Cartas de principio a fin. Una novela a base de cartas. Una cartografía. Una historia epistolar. Es cierto que a veces, presionado por las exigencias narrativas, la verosimilitud de esas cartas sufre un poco, o incluso un mucho, pero en líneas generales se puede decir que el efecto está muy logrado.
Los personajes políticos que protagonizan la historia pugnan por el poder, y en concreto por la silla del águila, o sea, el "trono" de la presidencia de México. La galería es variada, desde la mujer entrada en años que nunca gobernó ni lo pretende, pero que a base de intrigas y sexo ha conseguido ser influyente a todos los niveles, hasta el expresidente provecto y abyecto que quiere cambiar la constitución para acabar con el tabú de la reelección y volver a gobernar (mal).
Fuentes entrecruza la historia clásica del hombre de la máscara de hierro (Dumas) con las leyendas más prosaicas y mexicanas de los expresidentes exiliados, los jefes de policía incorruptibles porque no hay nadie más corrupto, los sempiternos intelectuales politizados y los asistentes, secretarios y personajillos segundones que, a la postre, resultan ser clave en el tejemaneje político.
Mucho sexo, bastante erudición fuentesina, mucha corrupción, alguna muertecita, un secuestro, tiranteces sexuales por aquí, estereotipos regionales y tribales por allá... Mucho México, México del bueno, del profundo, con los huaraches cubiertos de polvo y barro por más que todos estos personajes se muevan a centímetros de la silla presidencial. Y claro, poca, poquísima mención de la población mexicana, salvo cuando se habla del voto, del sacrosanto voto y de cómo comprarlo, prepararlo o tergiversarlo para que refleje lo que ya está decidido en la cúpula y no otra cosa. Así como José Revueltas podría aspirar a ser el escritor de los proletarios, así Carlos Fuentes puede también aspirar a ser el escritor de las élites.
Se lee bien la novela, y tiene su punto de intriga, aunque rondando los dos tercios la historia se torna tan rocambolesca que cuesta seguir adelante. Yo perdí bastante el interés en el desenlace, aunque aguanté bien gracias a la prosa fluida, que con Fuentes nunca falla. No quiere esto decir que no sea, toda ella, de principio a fin, una demostración de dominio narrativo, pero le pasa como a otros libros suyos anteriores: se le va la mano y no marca, o no quiere marcar, la frontera de lo verosímil con lo inverosímil. En La silla del águila hay parodia, exageración y humor, pero a la vez es un libro amargo, duro, con enormes dosis de drama personal y colectivo que refleja y denuncia las miserias de la lucha por el poder. Eso es, creo yo, lo que no funciona bien: la parodia y la denuncia no están bien equilibradas, y uno no sabe, al empezar una de esas cartas tremendas, si reír o llorar. ¿Qué mensaje quiere dejar el autor? A mí no me queda claro.
Quizá es precisamente eso. Quizá esa disyuntiva, la de si reír o llorar, es la que obsesionaba a Fuentes. Quizá es por eso que México está como está, que no sabe uno si.
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