Hace una semana, en una larga conversación, mi madre se desesperaba por la trágica situación que viven los países que más o menos conoce bien, que son el Uruguay, España y los Estados Unidos. Yo, que me intereso más bien por la salud de ella y por su nivel de actividad diaria, procuraba eludir el comentario político y plantear temas distintos, pero en un momento dado, y en vista de que aquello no remitía, intenté cortar aquel chorreo de lamentos por países que, en mi opinión, gozan de un grado más que razonable de bienestar. Le conté que estaba trabajando en un proyecto relacionado con la República Democrática del Congo, que iba a tener las primeras elecciones presidenciales mínimamente decentes de su historia. Le expliqué que el resultado de esas elecciones podía ser tan controvertido que se temía una nueva guerra civil, en un país que hace poco ya tuvo una, que duró casi veinte años y en la que murieron millones de personas sin que el resto del mundo se preocupara apenas.
Muda ante la inminente tragedia congolesa, mi pobre madre acertó a comentar, Ay, hijo, qué tremendo. Me tocaba a mí introducir algún tema tranquilo y relajante, así que le pregunté si conocía la música de Ludovico Einaudi. ¿No la conocía? Ah, pues tenía que conocerla porque le iba a encantar. ¿Y cómo dices que se llama el italiano? E-I-N-A-U-D-I. Es uno de esos compositores italianos que uno tiene la impresión de conocer de toda la vida, quizá porque continúa la tradición de los grandes músicos que todos conocemos por el cine clásico: Ennio Morricone, Giorgio Moroder, Nino Rota y demás. Ay, cómo me gusta Ennio Morricone, dijo mi madre, el del Doctor Zhivago. No, mamá, corregí yo, ese era Maurice Jarre, y era francés. Bueno, hijo, pero tú me entiendes. Por supuesto, mamá, asentí, la música de Maurice Jarre es una maravilla. ¿Te acuerdas de la película francesa del inválido rico y su asistente? ¿Los intocables?, le pregunté. Sí, claro que me acuerdo, me dijo. Bueno, pues varias de las canciones de la película son de Einaudi. Aaaah, dijo ella. Te voy a enviar por Internet uno de sus discos, A fuoco, a ver si te gusta, anuncié. Gracias, hijo, cuidate mucho, se despidió ella. Sí, mamá, tú también. Beso, abrazo. Clic.
Hoy, enviado ya el album digital de Einaudi al domicilio materno y perdida la conversación en las profundidades de la memoria, me afano de nuevo en el proyecto y repaso los datos que tengo sobre la República Democrática del Congo. En Jeune Afrique encuentro una biografía informal de Félix Tshisekedi, el candidato que técnicamente sería presidente si se confirmaran los resultados que anunció la Comisión Electoral hace un par de días. Claro que esos resultados los ha impugnado casi todo el mundo, empezando por Martin Fayulu, el otro candidato, que se ha quedado a tan solo unos cuantos miles de votos de distancia y dice con razón que, en un país de las dimensiones de la RDC, y dadas todas las irregularidades que se han registrado durante la votación, es muy poquita cosa.
En esa biografía, muy útil para hacerse una idea preliminar del perfil personal y profesional del personaje, y también de su capacidad para el puesto, se narra una anécdota de juventud. En sus años de exilio en Bruselas el joven Félix era habitual de la discoteca/club nocturno Mambo, que según el artículo se encuentra en la zona de Matonge (barrio de Ixelles), muy frecuentado por inmigrantes congoleses. La reyerta, con trasfondo político, acabó con unos cuantos heridos, pero no llegó a mayores.
Por esa manía/costumbre que tengo de pasarme la vida con las narices metidas en un mapa, abro Google Maps y voy haciendo zoom en Europa, luego en Bélgica, después en Bruselas y ahí me detengo (nunca he estado en Bélgica ni sé nada de esa ciudad), escrutando decenas de letreritos para ver si consigo localizar Ixelles sin necesidad de teclear nada en la cajita de búsqueda. No me cuesta mucho encontrar el barrio, al sudeste de la zona central. Hago zoom por esa parte y, cuando aparecen los cartelitos de menor jerarquía, veo Matonge en una esquina.
Cuando se entra así, a la antigua, en una zona, Google Maps no tiene ni la más remota idea de lo que uno anda buscando (en este caso, una discoteca frecuentada por congoleses). Las propuestas que aparecen en el mapa denuncian esa ignorancia: que si un gimnasio, que si hoteles, que si la estación de tren de Luxemburgo, que si un aparcamiento subterráneo, que si el Institut Saint-Boniface-Parnasse. Yo, que en este caso no soy turista sino investigador, renuncio a la solución fácil, que sería teclear "Mambo" en la cajita, y me dispongo a pasear por el barrio con la esperanza de encontrar lo que busco. Elijo al azar la calle de la Paz, entro en el modo "Street view" y me quedo observando la calzada, los edificios, el mobiliario urbano, los carteles escritos en flamenco más que en francés.
La calle de la Paz, es estrecha, de un solo sentido (noreste) y con escaso espacio para peatones y aparcamiento. La calzada es de asfalto, las aceras están adoquinadas. Los edificios son todos de dos y tres alturas, con techo a dos aguas en su mayoría, una mezcla de estilos antiguos y modernos. Los comercios son igualmente eclécticos: una tartería, una tienda de recuerdos de África (¡ajá!), un restaurante "oriental", un locutorio telefónico, un restaurante italiano, un salón de manicura. Avanzando por ese largo escaparate de ofertas aleatorias llego a una vía transversal más ancha, la calzada Wavre. A la derecha, una farmacia y una peluquería; a la izquierda, otra peluquería y un cartel que dice "Night Shop Balaka". Como esto último es lo que más recuerda a "Night club Mambo", que es lo que ando buscando por las calles de Bruselas, decido girar a la izquierda.
La calzada Wavre es apenas un poco más ancha que la calle de la Paz, pero como tiene carril de bicicletas en lugar de espacios de aparcamiento, la sensación es mucho más diáfana. En las fotos de Google se ve bastante gente paseando, lástima no poder preguntar, aunque al fijarme en el tipo de gente no me cabe ninguna duda de que estoy en el barrio congolés de Bruselas. Sigo avanzando. Un poco más adelante, a la derecha, hay una tienda de ropa barata, muy colorida. Con el siguiente pasito, a la izquierda, llego al Snack Delice, restaurante microscópico con multitud de platos combinados impresos en el escaparate. Junto a los platos combinados, en el muro, veo dos carteles publicitarios, y algo me llama la atención. Muevo un poco el cursor y veo que uno de ellos anuncia un concierto de Ludovico Einaudi.
Giro en redondo para mirar la fachada de enfrente. El cartel dice "Discothèque Mambo".
Giro otra vez: Ludovico Einaudi y platos combinados. Giro otra vez: Discothèque Mambo.
Así que aquí, pienso, convergemos Einaudi, Tshisekedi, mi madre y yo. Aquí bailaba, bebía y flirteaba el futuro presidente de la RDC, y justo aquí alguien ha tenido a bien pegar un cartel de don Ludovico. Por un momento me embarga cierta euforia austeriana.
Un minuto después se me desinfla la euforia. Esto de las coincidencias es tentador, muy tentador, pero en el fondo es una trampa. En primer lugar considero ese "aquí". Google Maps me hace creer que estoy donde no estoy: es "allá", no "aquí". Jamás he pisado Bélgica, y para mí la ciudad de Bruselas es tan ajena como la de Kinshasa. Pondero lo que veo en las fotos: la acera adoquinada, el carril bici, los restaurantes eclécticos (Tam Tam Gourmand, Resto-Pizza San Giacomo), la papelera cutre que cuelga de la puerta del Western Union, los dos tristes arbolitos que procuran crecer sin llamar la atención un poco más allá, en el cruce con la calle Francart. El hecho de mirar estas fotos no supone mayor cercanía. Todo eso me sigue siendo tan ajeno como siempre.
En segundo lugar, sería bonito pensar que la casualidad ha querido entremezclar en ese cruce a cuatro seres humanos tan dispares como cuatro estrellas desperdigadas por la galaxia. La realidad es más prosaica: soy yo el que cruza todo, soy yo el que vincula los elementos, que siguen estando tan desperdigados como estaban antes de que yo abriera Google Maps.
Supongamos que yo tuviera todo el tiempo libre del mundo. En un saco empiezo a meter papelitos con las cosas que se me vienen a la mente: lasaña, Eswatini, café Kona, Oasis, George Orwell, cortauñas, la piedra de Roseta, mi primo Alfonso (el de Canelones), la sonda Galileo, higos secos... Así hasta llenar el saco. Remuevo bien y elijo tres al azar, digamos Eswatini, cortauñas y la sonda Galileo. No me cuesta nada imaginar una situación en la que esté yo leyendo un artículo de prensa sobre esa sonda mientras me corto las uñas y de repente aparezca Igor preguntándome cómo es el nombre nuevo de Swazilandia. Más que una coincidencia, es un guisote intragable (aunque me consta que a Igor le encantaría, ya he explicado que le encanta la literatura con trampa).
Tercera y última cosa (pensamiento vagabundo): si las estrellas, desperdigadas como están por la galaxia, pudieran viajar como viajamos nosotros en lugar de estar ahí congeladas en el firmamento, ¿quién sería capaz de distinguir una estrella de otra?
En fin, que como suelo decir, si el mundo es un pañuelo, nosotros debemos de ser los mocos, porque así como los mocos secos hacen que el pañuelo se pegue y se arrugue de cualquier manera, así nosotros añadimos cierta cohesión a ese mundo, de natural disperso y caótico.
P.D. Justo antes de publicar esto, mientras escucho A fuoco, pasa por detrás de mí esa persona que me regaló Down and out in Paris and London y dice: "me encanta Einaudi".
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