Atenas, seis de la mañana. En un lateral de la plaza Sintagma, donde apenas hay un alma a estas horas, hay un japonés más bien feo y bajito que solo viste calzado deportivo y un pantalón corto. Discute con otros dos japoneses, estos vestidos de forma más convencional, que a juzgar por la camioneta de la que han salido deben de ser el equipo de una unidad móvil de la NHK, televisión nacional japonesa. Si entendiéramos japonés sabríamos que el hombre del pantalón corto increpa al cámara y le repite: «yo he venido aquí a correr la carrera y no a engañar a la gente». El cámara se disculpa sin cesar y promete filmar la carrera completa. Poco después, el hombrecillo echa a correr por las calles de la capital griega, rumbo al noroeste, hacia la localidad histórica de Maratón, que supuestamente se encuentra a 42 km de distancia. Protegido del intenso tráfico de las autopistas tan sólo por la camioneta de la NHK, que lo sigue de cerca, el corredor va contando cadáveres de perros y gatos por el arcén. En unos minutos el sol se levanta y empieza a sentirse el implacable calor mediterráneo de primeros de agosto. El hombre del pantalón corto se pregunta si ha sido buena idea correr de Atenas a Maratón en esa época del año...
Esta es una de las muchas y muy jugosas anécdotas que cuenta Haruki Murakami en un libro que tituló, parafraseando a Raymond Carver, «De qué hablo cuando hablo de correr». El corredor es él mismo y la historia es real, tan real como la vida misma, y el final de la historia es estupendo también.
(Nota para quienes hayan corrido alguna vez un maratón, un ultra o un triatlón: recomiendo leer este libro, aunque solo sea por la descripción, a mi modo de ver magistral, que hace de las sensaciones por las que atraviesa en su primer maratón, en su primer y único ultra [100 km] y en varios triatlones.)
Murakami dice en la introducción que ese libro no son sus memorias y lo repite muchas veces a lo largo del libro. Afirma que no es más que una reflexión sobre el hábito de correr y que lo escribió a base de notas sueltas e ideas que se le fueron ocurriendo durante los meses en los que estuvo entrenando para correr el maratón de Nueva York (2006). Aun así, lo cierto es que al terminar la lectura uno cree tener una idea bastante cabal de lo que ha sido la vida de este autor desde su época universitaria hasta el momento actual. Ese hábito, el de correr casi todos los días de la semana, es el hilo conductor que utiliza para contarnos muchas más cosas sobre su vida y su personalidad.
Por motivos culturales, es previsible que un japonés sea disciplinado y estricto consigo mismo, lo cual va bien con el deporte. Es previsible, pero a mí me pilló desprevenido el grado de disciplina y exigencia que describe este hombre en todas las facetas de su vida, incluida la escritura. Como si fuera demasiado.
Explica Murakami que de joven se dedicaba a regentar locales nocturnos de jazz en Tokio, pero que un día le dio la ventolera, lo dejó todo y se puso a escribir. Así, tal cual. Sin preparativos, sin drama, sin dudas, sin nada. En seco. En otras palabras, su descripción me dio a entender que escribió esa novela igual que se corre un maratón, pero sin entrenar.
Se cansó, claro que se cansó. Como bien explica en muchas ocasiones, tanto al escribir una novela como al correr un maratón, uno casi siempre se agota antes de terminar y tiene que sacar fuerzas de flaqueza durante el último tramo. Pero la terminó, y supuestamente sin preparativos.
Dice también que en ese momento, con la novela terminada y enviada a una editorial, no le importaba que se la publicaran, que ni siquiera le importaba que a la gente le gustara o no. Lo fundamental para él era haber terminado lo que se había propuesto y hacerlo lo mejor posible. También en esto su experiencia literaria coincide con los maratones porque, como sabrá quien haya participado en uno, al llegar a la meta la sensación de alivio es infinitamente superior a la sensación de satisfacción y lo primero que se pregunta es “qué tiempo he hecho”.
A mí esto me fascinó: me impresionó mucho que solo con disciplina y fuerza de voluntad pudiera empezar y terminar una novela partiendo de cero.
Desde la perspectiva hispana o latinoamericana, esto de usar la disciplina y la constancia como instrumentos fundamentales en lugar de la inspiración, el talento o la imaginación resulta bastante raro. Aclara Murakami que él no tiene ninguna de las dos cosas: ni inspiración, ni talento, y que tiene que hacer un esfuerzo extra para compensar esas carencias. Los bares nocturnos que regentaban me hicieron pensar que provenía de un estrato social popular, quizá barriobajero, y que carecía de vínculos culturales. Sin embargo, he sabido después que tanto su padre como su madre eran profesores de literatura japonesa. En el libro menciona el jazz y su gusto por escritores como Carver (obvio), Fitzgerald y otros, pero no dice que en su juventud leyó cantidades industriales de literatura europea y estadounidense y que consumía, y aún consume, música, cine y demás expresiones creativas occidentales a un ritmo impresionante (sí menciona su inabarcable colección de vinilos y su tendencia compulsiva a comprar todos los que encuentra, pero como hecho contemporáneo). Todo ese bagaje cultural está sin duda en sus novelas, pero al contar la historia de cómo empezó a escribir, uno se queda con la idea de que la primera novela salió de la nada, como si hubiera sido un conjuro. Por toda explicación nos dice que ese empleo le obligaba a tratar con muchísima gente y que por eso entendía la psicología humana lo suficiente como para crear personajes sólidos.
Trabajo diario, constante y duro para alcanzar objetivos concretos y muy precisos, sí, con calendarios, horarios y demás métodos que no solemos asociar a la creación literaria, sí. Pero no es verdad que partiera de cero, no es verdad que tuviera las manos vacías: el sustrato cultural de Murakami era denso y consistente mucho antes de que le diera por ponerse a escribir.
Sorprende también que el propio Murakami nos cuente que todos los años pasa unos meses en Boston en calidad de profesor invitado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las universidades más prestigiosas del mundo. Si damos por buena la descripción de su vida sencilla y espartana, ¿de qué podría hablar en el MIT este expropietario de bares de jazz venido a más gracias a un golpe de suerte con su primera novela? ¿De las ideas que se le ocurren cuando va corriendo? ¿De lo disciplinado que es? Pues no. Como atestiguan sus libros de ensayo, sus traducciones y el resto de su producción escrita, el tipo es brillante y tiene unos conocimientos excepcionales de literatura, música y arte contemporáneos, aunque se empeñe en demostrarnos su humildad y su sencillez, aunque insista en que todo lo que hace y todo lo que logra se debe solo al esfuerzo y la constancia.
No pretendo quitarle al autor su ilusión de pensar que es solo la disciplina lo que le ha permitido llegar hasta donde está. Tampoco se me ocurriría tratar de emborronar esa vida sencilla, sacrificada y metódica que nos presenta en el libro, tan sencilla, sacrificada y metódica como es correr un maratón. No, no quiero cambiar nada porque el libro es excelente, lo disfruté como un niño, me lo leí de un tirón y me inyectó una enorme dosis de moral e inspiración para la vida en general. Ahora bien, sí quiero advertir a los lectores que, si después de haber leído el libro se les ocurre consultar más datos sobre el autor (datos que no haya escrito él mismo), es posible que se les desdibuje la frontera entre el escritor Murakami, de carne y hueso, y el soldado Murakami, protagonista indiscutible de la historia que se cuenta en ese libro.
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