viernes, 20 de mayo de 2016

Sin hogar



Hace más de un año que no veo a Richie, el vagabundo del carrito que vendía rosas en la esquina de la calle 42. En su momento, convertí a Richie en un personaje de cuento y lo involucré en una trama de intriga diplomática, aprovechando que entre su esquina y el edificio principal de la ONU no hay más que unos pasos.

También lo he usado como inspiración para otros episodios de ficción que he escrito en este blog. No es que lo eche de menos, porque nos siguen sobrando vagabundos en esta ciudad y ahora, con el buen tiempo, salen de los túneles y se los ve por todas partes. Cuanto más elegante o más turística sea la zona, más vagabundos hay, porque ahí es donde la gente tira más comida y da más limosnas. Si uno quiere ver a los mendigos más famosos de Nueva York, no tiene más que pasear un poco por Times Square, los alrededores del Empire State Building y la estación Grand Central. Los baños públicos son un excelente punto de observación, porque ahí es donde suelen hacer sus abluciones por la mañana. En verano, abandonan temporalmente esos lugares y prefieren lavarse de madrugada en las fuentes de los parques, antes de que llegue la oleada de teléfonos y cámaras digitales.

En fin, hoy me quedé mirando a uno que no conocía, uno bajito, rechoncho, con cara de resignación, que lleva un bastón y camina muy despacio. Viste una cazadora de los Nets y, en su lenta caminata, siempre hace una pausa para conversar con la misma cabina telefónica (la de la esquina de la tercera avenida y la calle 45) y con el mismo poste del andamio que hay frente al restaurante Tulsi, en la 46. Se detiene, mira con parsimonia a la cabina o al poste y, antes de empezar a hablar, se apoya bien en el bastón levantando al mismo tiempo el dedo índice de la mano que le queda libre. Habla bajito, sin prisa, razonando con la cabina (con el poste), como esperando que asienta o que le conteste. Mientras lo miraba, me he quedado pensando en él, en todos los que son como él, incluido Richie, y de repente he oído las voces que me susurraban al oído.

Son voces de muy lejos, de 1986, y de otro continente. Ese año, Paul Simon saltó (de nuevo) a la fama con un disco titulado Graceland en el que incluyó mucha y muy buena música africana. En una de las canciones participa un grupo clásico y mítico del género South African township music llamado Ladysmith Black Mambazo, y con las voces de ese grupo cantó Paul Simon esa canción que se me vino a la mente mientras miraba al hombre que razona con las cabinas de teléfono.

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