La oscuridad de los túneles del metro me fascina desde que era muy pequeño. Entonces, igual que ahora, me quedaba mirando aquella boca negra, insondable, totalmente plana y vacía o, más bien, llena de negrura, y me imaginaba todo lo que pasaba allí dentro. Me gustaba sobre todo ver aparecer aquellos dos puntos minúsculos que eran los faros del tren (los ojos del tren, nos mira el tren, nos busca con la mirada) al fondo del túnel, tan tenues, tan poca cosa que apenas lograban penetrar la densa oscuridad que los rodeaba. Los faros iban sujetos a dos hilitos brillantes, los raíles, y se iban haciendo cada vez más grandes, cada vez más reales, hasta que uno o dos segundos antes de entrar en la estación se distinguían por fin los colores, rojo y blanco, de los vagones que llegaban tronando y resoplando.
Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.
Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.
Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura
Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.
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