-Te lo dije.
Igor suelta la frase y se me queda mirando para ver si contesto, pero no tengo ganas de contestar. Se recuesta en el diminuto respaldo de formica de la silla, una silla de las que ya no quedan: armazón de hierro pintado de negro, asiento y respaldo curvados de formica con acabado imitación madera, remaches metálicos redondos con un agujero en el centro. Aquí, en el Maxi, todavía hay algunas y no desentonan en absoluto. El Maxi es uno de los pocos bares cutres que quedan en este nuevo Madrid de gastrobares, cañas biodegradables y tapas desconstruidas al Pedro Ximénez (quién será ese señor Ximénez, que ahora está por todas partes, quizá reemplazando a la señora Vizcaína o al señor Ajoarriero). En el Maxi todavía hay calendarios de la Cruz Roja y de Desguaces La Torre colgados de las paredes, fotos descoloridas de la bahía de San Sebastián o de los cañones de Aigües Tortes en marcos horteras y cubiertos de grasuza. También hay un santo, que creo que es San Pancracio, y también un cartel de la gestoría Bermúdez, que está en la puerta de al lado. No importa mucho que la gestoría ya no exista y que en el local donde estaba hayan abierto un negocio de todo a un euro. No importa, porque San Pancracio tampoco existe, y las fotos de la bahía de San Sebastián y de Aigües Tortes están tan retocadas que resultan irreales. El Maxi, todo el Maxi, es un entorno irreal, porque cuando estás aquí tienes la sensación de que todavía gobierna Felipe González, de que la mayoría vivimos todavía de alquiler y no sabemos qué coño es una hipoteca, y de que la selección española jamás ha pasado de octavos de final en un mundial de fútbol.
Igor y yo estamos sentados al fondo, a la izquierda, en la esquina, debajo de la tele, formidable ejemplar de rayos catódicos con un manojo de cables y conexiones que le cuelgan por detrás. El Maxi, el dueño, que se llama igual que el bar, se niega a comprar una pantalla plana. Dice que mientras la tele funcione, él no compra una nueva. Su hija Julia, que estudia teleco, le instaló un convertidor digital-analógico para que pudiera seguir usándola cuando llegó el apagón de la señal convencional. La tele sigue ahí, tan campante, aunque Maxi se queja, con razón, de que ahora todo lo ponen con una franja negra arriba y otra abajo, como si fuera una película de versión original de las que dan en los Alphaville.
Aquí, debajo de la tele, hay menos barullo, aunque también un poco más de mugre. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa de formica, del mismo material que el respaldo de la silla. Procuramos no tocar mucho la mesa, por miedo a quedarnos pegados. Hay que levantar la voz para superar el estruendo de la tele, que suele estar sintonizada en algún canal de deportes, pero estamos lejos de las conversaciones y cuesta un poco menos entenderse. Yo he pedido una caña. Igor, que es más chulo que un ocho, se ha pedido un vermú, aunque hace rato que pasó la hora de la cena.
-Te lo dije -repite Igor- porque es que era evidente. Por eso te lo dije.
Tiene razón, pienso. Levanto la caña, miro el círculo que dibuja la humedad en la formica pringosa y la coloco otra vez, en la tangente de ese círculo. La levanto y la poso otra vez, y otra vez, y así voy dibujando unos aros olímpicos mientras pienso que Igor tiene toda la razón. Me lo dijo: "tú empieza otra vez con el blog y vas a ver cómo no pasa nada en absoluto". En realidad, lo que me está diciendo que me dijo era que no empezara otra vez con el blog porque no iba a conseguir nada, pero en fin, él y yo nos entendemos.
No es que me moleste que haya acertado, claro. Igor casi siempre acierta porque sabe leer a la gente. Nos ve, nos observa y nos entiende a todos como si fuéramos novelas, o personajes de novela. No le cuesta nada, y además no pierde ripio. Es preciso en sus análisis hasta límites insospechados. Y con la gente de su círculo, no digamos. Y conmigo, qué barbaridad, si a veces parece mi madre. No, lo que me molesta es que no entienda mis razones.
Por eso no sale adelante la conversación: porque yo no quiero. No quiero decirle que no esperaba conseguir nada abriendo otra vez el blog y que, por lo tanto, la cosa marcha como estaba previsto. No, para qué. Yo sigo haciendo aros olímpicos mientras Igor se descoyunta para intentar ver lo que ponen en la tele. "Pentatlón moderno, qué coñazo", dice. Una prueba de hípica mortalmente aburrida, de lo que deduzco que debe de ser la televisión pública.
Desanimado, quizá, por mi silencio, Igor vuelve a la posición normal y decide cambiar de tema.
-Lo que daría por echarme un ciri aquí sentado, tío. Te juro que pagaría por que me dejaran fumar dentro del bar como antes -dice de repente.
Sonrío sin mirarle. Yo hace tiempo que no fumo, pero él no lo ha dejado, y en su momento Igor y yo compartimos cajetilla y mechero, y entiendo muy bien lo que me dice. De hecho, esa es una de las cosas que le faltan al Maxi y que echo muchísimo de menos: el humo del tabaco. Ya son años los que llevo sin darle al cigarrillo, pero cada vez que cruzo unas hilachas de humo de tabaco, en lugar de hacer aspavientos como la mayoría de la gente, yo respiro hondo. Intento adivinar si es rubio o negro. Intento que me llegue un poco de alquitrán a los pulmones. Me gustaba fumar, qué carajo. Me gustaba mucho.
Y cómo me va a molestar que haya acertado con su previsión sobre el blog. No, lo que me molesta no es la profecía cumplida, sino que no entienda. Ya hemos hablado, aquí mismo, en el Maxi. Ya hemos quedado en que iba a dejar de dar vueltas en círculo, de esconderme de mí mismo y de sorprenderme cada vez que me vuelvo a encontrar: "¡uy, mira, si resulta que tengo cosas interesantes que contar!". A mis años, ya me conozco, y ya he tirado la toalla. El blog me sirve de archivo, eso es lo que es: un archivo. He descubierto que la memoria humana es un bendito desastre y me da muchísima rabia no acordarme de lo que voy leyendo, de cuándo he leído cada cosa y de las impresiones que me he llevado de cada libro. De repente, en casa, miro una estantería, saco una novela y sé que la he leído, pero no me acuerdo de nada, o de casi nada. En los dos años en los que dejé de publicar reseñas, he perdido en ese pozo de la memoria una cantidad considerable de novelas, algunas muy buenas, como Patria, de Fernando Aramburu, y The Sportswriter, de Richard Ford. Esta última la saqué de la biblioteca de Oviedo cuando le dieron el Princesa de Asturias de las letras.
-¿Sabes que el Princesa de Asturias de las letras se lo dieron a Richard Ford? -le pregunto de repente a Igor. Él se me queda mirando con una expresión rara.
-Hace dos años- dice con parsimonia y un dejo de sarcasmo.
-Sí, sí, hace dos años, perdona. Nada, pensaba en voz alta.
-Y por supuesto has leído algo de él pero no está en el blog, ¿verdad? -me pregunta inclinándose hacia delante y abriendo mucho los brazos, como si la pregunta la pudiera contestar cualquiera que pasara por allí en ese momento.
-Por supuesto -contesto, y tomo un sorbo de cerveza antes de volver a sumirme en mis aros olímpicos. En realidad, por eso he vuelto: para que no se me vuelva a perder Richard Ford, para entrar en el blog y ver ese chorizo inmenso de tags a la derecha y darme la satisfacción de tener una verdadera lista de lectura: ahí está lo que llevo leído. Que no se me pase, que no se me olvide. Esto es un trabajo como cualquier otro y merece la pena conservarlo y reconocerlo. No son medallas, no son logros, es un mero archivo personal.
Pero Igor no lo entiende.
-No entiendo por qué tanta resistencia, tío. Los tiempos cambian, pues uno cambia con los tiempos y ya está. Las pajas mentales no llevan a ninguna parte. Escribe de Trump, escribe de Sánchez, escribe de la corrupción, de Cataluña, de Bolsonaro y de la madre que los parió. Mete caña, por qué no metes caña. Inténtalo por lo menos: en Facebook, Instagram y demás, con temitas trending como esos podrías ser un grande, publicar con gente grande. Con el rollo intimista este de las notitas, las canciones, las citas de gente rara, pues eso: 20 lectores despistados, como mucho.
No lo entiende. Y ya digo que, a mi edad, no me apetece explicar ciertas cosas. Lo que me apetece es terminar de dibujar estos aros olímpicos en la mesa con la humedad del vaso, pero ya queda muy poco.
-Maxi, ponme otra caña cuando puedas.
-Marchando, chaval.
Me encanta que Maxi me siga llamando chaval.
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