lunes, 24 de diciembre de 2018

El mundo se termina hoy, en el subsuelo de Tokyo

Me imagino que a Igor el título de esta novela le provoca sudores fríos: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. A mí no ha llegado a provocarme tanto como sudores, pero reconozco que es un desparrame absoluto, un desvarío, un perro verde literario.

Estamos ante una obra de ciencia ficción mezclada con una obra de fantasía con un único narrador en primera persona. La primera narración, la de ciencia ficción, tiene lugar en Tokyo, en los años ochenta, y nos conduce al fin del mundo partiendo de una guerra secreta entre empresas rivales que intentan hacerse con los últimos adelantos en neurociencia. La segunda, la de fantasía, se localiza en una ciudad misteriosa (el "despiadado país de las maravillas"), localizada fuera del tiempo y de los mapas. Los habitantes de esa ciudad no recuerdan cómo ni cuando llegaron, pero saben que no pueden salir. Tampoco envejecen, puesto que en esa ciudad el tiempo no pasa.

El narrador único nos regala capítulos alternos: uno de ciencia ficción en Tokyo, otro de fantasía en esa ciudad desconocida, otro en Tokyo, y así sucesivamente hasta el final del libro. Capítulo a capítulo, la lectura va revelando la improbable relación que vincula estos dos mundos. El ritmo de la narración es rápido en Tokyo y lento en la ciudad misteriosa. La alternancia es interesante, a veces, y también puede llegar a ser exasperante, en particular hacia el final del libro, cuando las dos historias están ya muy desarrolladas, el ritmo narrativo es mucho más intenso y las interrupciones cortan el hilo en momentos muy importantes de una y otra historia. Como es de suponer, al final esa tensión se multiplica porque los dos hilos argumentales acaban por unirse gracias a los unicornios (sí, hay unicornios, tanto en la ciudad misteriosa como en Tokyo). Ese final es tan imprevisible como todo lo anterior, y la conclusión general es que Murakami está como una soberana regadera.

Lo que menos me ha gustado de esta novela es la construcción de los personajes. Son superficiales, poco elaborados, y están al servicio de la historia. No es que esto sea malo en sí, claro está (siempre me han gustado las películas de acción, como El Depredador y Matrix), pero disfruto más las novelas en las que la historia fluye de los personajes, en lugar de ser la narración la que va dictando cómo se comportan sus protagonistas. Estos personajes funcionales son más propios para un comic que para una obra en la que se reflexiona, de forma indirecta, sobre la naturaleza de la consciencia humana, que es de lo que se trata esta rareza de libro.

Por cierto, hablando de consciencia, yo diría que esta novela de Murakami podría ser, más o menos, una bisagra o una frontera entre sus primeras narraciones y las más actuales. Las primeras resultan atractivas, como las de todos los escritores del realismo sucio (aunque su realismo es muy organizadito y bastante prolijo, pero es una cuestión de personalidad), por lo escueto y por el hilo argumental, que es íntimo y lineal. En las segundas, que exploran la frontera de lo real y lo irreal, hay mucha menos acción y muchísima más reflexión y observación. Y además, en estas obras más recientes los personajes tienen una solidez enorme: los construye con parsimonia, con esmero, y por eso la acción puede discutir con mucha más tranquilidad sin resultar lenta en absoluto.

Lo que más me ha gustado de El fin del mundo... es el doble registro, la capacidad que demuestra el autor (y, por cierto, el traductor al inglés, chapeau) para mantener dos narraciones paralelas sobre dos mundos distintos con dos estilos muy diferenciados. La parte de ciencia-ficción tiene mucho argot y sarcasmo, y es donde uno se ríe con las ocurrencias de los personajes, se rasca la cabeza con las explicaciones seudocientíficas y se muerde las uñas en persecuciones demenciales. La parte de fantasía es más tipo Tolkien, con un vocabulario arcaizante, personajes que más que hablar declaran y anuncian y descripciones propias de esos mundos atemporales en los que uno encuentra magos, brujas y dragones. A veces da la impresión de estar leyendo un ejercicio de escritura más que una obra comercial.

Junto con el Pájaro de cuerda, esta es la novela que más me ha costado leer, y no por ser lenta o insulsa, como me pasó con algunas secciones del Pájaro, sino porque no entendía las explicaciones seudocientíficas, algunas de ellas muy largas y detalladas, que intercambiaban el protagonista y el doctor con el que colabora en la narración de Tokyo. En un par de ocasiones me sorprendí a mí mismo yendo en diagonal, pero me forcé a leer, aún sin entender, para que no se me escapara ningún detalle. Si uno entiende la teoría seudocientífica subyacente, el final del libro resulta muy emocionante y, como digo, el desenlace es de lo más inesperado. Tan inesperado como la novela en sí.

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