"Me impresiona cada vez más lo diferentes que son el novelista y el poeta", dice [Martin Amis en esta entrevista publicada en el Guardian]. "Fíjese en el soneto de Auden titulado El Novelista. Los poetas pueden 'cargar de frente, como húsares', pero la labor del novelista consiste en estar con los aburridos, los feos, los sucios. En tu persona tienes que reunir, lo mejor que puedas, todas las faltas del hombre. Para ser novelista tienes que ser una especie de persona corriente, y los poetas jamás son personas corrientes". ¿Ha escrito Amis poesía alguna vez, como hizo su padre [el escritor Kingsley Amis]? "Escribí y publiqué un par de poemas. Cada vez que Kingsley consideraba que me estaba envaneciendo, me decía: 'no me parece haber visto tu primer libro de poesía. Lo busco, pero no lo encuentro; me resulta muy confuso'."
[Para quien no quiera leer la entrevista entera, el original es éste:] "I'm more and more struck by how different the novelist and the poet are," he says. "Look at Auden's sonnet, The Novelist. Poets can 'dash forward like hussars', but the work of the novelist is to be with the boring, the ugly, the filthy. In your person, as best you can, you comprehend all the wrongs of man. You have to be a sort of everyman to be a novelist, and poets are never everymen." Did Amis, like his father, ever write poetry? "I wrote and published a couple of poems. Whenever he considered I was too big for my boots, Kingsley would say, 'I don't seem to see your first book of poems. I look but it isn't there; it's very puzzling.' "
*-*-*-*
The Novelist
W. H. Auden
Encased in talent like a uniform,
The rank of every poet is well known;
They can amaze us like a thunderstorm,
Or die so young, or live for years alone.
They can dash forward like hussars: but he
Must struggle out of his boyish gift and learn
How to be plain and awkward, how to be
One after whom none think it worth to turn.
For, to achieve his lightest wish, he must
Become the whole of boredom, subject to
Vulgar complaints like love, among the Just
Be just, among the Filthy filthy too,
And in his own weak person, if he can,
Must suffer dully all the wrongs of Man.
domingo, 31 de enero de 2010
martes, 26 de enero de 2010
Nochebuena en el subsuelo
La Nochebuena me trae recuerdos agridulces de la infancia, de reuniones familiares obligatorias y multitudinarias, de primos que no se conocían, de cenas que empezaban como una parada militar, con discurso del Jefe del Estado incluidas, y terminaban en el caos más absoluto, con los adultos dormitando a medio gas en los sillones, rodeados de turrones mordisqueados y botellas medio vacías, y los niños fumando a escondidas en la despensa, o jugando a enseñarse la ropa interior, o haciendo espuma sin límite en el baño, o tirando restos de comida a los perros callejeros por el balcón.
Esta última Nochebuena fue muy agradable. Estuve en casa de unos amigos, junto con otras visitas muy interesantes: una periodista, un editor, un informático y tres niños bastante tranquilos que no hicieron ninguna de las barrabasadas que tanto nos gustaban a mis primos y a mí. Cenamos un guiso de mariscos que estaba buenísimo, regado con cava catalán y engalanado, al final, con turrones mediterráneos auténticos que nos trajo ese mismo día el editor.
A eso de la una y media, el ambiente se enfrió y aproveché la despedida de la periodista y sus dos hijos para marcharme. En la calle hacía bastante frío y no había nadie en absoluto. Fui trotando hasta la parada del metro. El andén también estaba desierto, lo cual quería decir que el tren acababa de pasar y que me tocaba esperar media hora o más a que llegara el siguiente. Con sueño y dolor de cabeza, me senté en uno de los dos bancos y me dispuse a matar el tiempo.
A los cinco minutos ya había localizado las cuatro ratas que se repartían las zonas jerárquicas de la estación, dos en mi andén y dos en el de enfrente. De cuando en cuando, una de ellas echaba una carrerita hacia el lado que no le correspondía y su oponente le hacía el quite con todo el lomo erizado y los dientes para fuera. Desde el primer momento había puesto los pies en alto y, aunque las batallitas eran divertidas, estaba bastante incómodo con aquella compañía tan infecciosa e impredecible.
Más tarde oí pasos que venían bajando por la escalera. Apareció a mi izquierda un hombre grande, alto, gordo y risueño que me saludó con un movimiento de cabeza y se sentó en el otro extremo del banco. Después de mirar un rato a las ratas del otro andén (las nuestras se habían metido detrás de sus respectivos cubos de basura), me miró los pies levantados y soltó una risita corta.
- No le tenga miedo a las ratas -dijo de repente-. Si la rata viene para acá corriendo es porque al otro lado hay peligro. Son un buen indicador.
Yo asentí, sin decir nada. Lo miré. Estaba claro que quería charla. Sonreía afable, como si quisiera explicarme que yo era su víctima propiciatoria de la noche. No tenía pinta de venir de una cena, como yo, sino de estar deambulando sin rumbo por la ciudad, sin nada mejor que hacer que perorar enfrente de un auditorio. Iba vestido con ropa suelta, como de diario, con zapatillas deportivas, pantalón de algodón muy ancho y una cazadora de color azul marino. Y daba la impresión de que, ante la indiferencia de las ratas, yo iba a ser el auditorio hasta que llegara el metro.
Así fue. Aquel hombre empezó a hacerme preguntas que yo contesté de mala gana: tenía sueño y poca intención de hacer vida social en la madrugada de Navidad. ¿Yo era del barrio? No. ¿De qué barrio, pues? De tal barrio. Ah, no lo conocía. ¿Qué parada es ese barrio? Tal parada. Ah, yo me bajo en la anterior, ¿sabe? Ahí cambio a la línea azul y voy a este otro barrio. Es un barrio para negros, claro. Oh, no quiero decir que usted no pueda ir. Los blancos pueden vivir donde quieran, pero para los negros la cosa no está tan clara. Para algunos sí, por supuesto. Pongamos por caso una mujer soltera, soltera y con un buen sueldo. Y negra. Esa puede vivir donde quiera, la respetarán y no tendrá problemas. Pero yo, fíjese. Yo tengo este cuerpo grande y los blancos se asustan. ¿Usted se asusta? No, no me asusto. Eso está bien. No hay motivo para asustarse, pero vea, muchos blancos, pero muchos, muchos, se asustan de los negros grandes. ¿Se ha dado cuenta? Me he dado cuenta. ¿En su barrio hay negros? Hay negros. ¿Muchos? No. ¿Lo ve? Porque es un barrio bueno, usted tiene un aspecto respetable y probablemente vive en un barrio respetable también, y ahí los negros, la mayoría de los negros, quiero decir, no son bien recibidos. Eso, en mi opinión, es un pecado, porque Dios dice que todos somos iguales. ¿Ha leído usted a San Marcos? No me acuerdo. El evangelio de San Marcos es muy interesante, pero no tanto como los Hechos. Los Hechos de los Apóstoles son mi lectura favorita porque son la historia del cristianismo, la creación y la constitución del cristianismo, y muchos de esos cristianos a los que hablan los apóstoles eran negros, ¿sabe? Muchos, muchísimos, y no había distinción.
Media hora más tarde mi indiferencia no había hecho mella en su discurso. De hecho, había sacado sus propias conclusiones sobre mí e insistía en ciertos aspectos en los que, él estaba seguro, yo tenía especial interés. Fue llegando más gente, pero él no tenía intención de cambiar de víctima: se mantuvo firme hasta el final. Por fin se oyó, aún lejano, el rumor del metro que se acercaba. Me levanté para despejarme con el airecillo que se levanta cuando llega a la estación y, como quien no quiere la cosa, hice un gesto de despedida con la cabeza por ver si me lo sacudía. Él siguió hablándome mientras el tren se detenía y abría las puertas. Al entrar en el vagón giré decidido hacia la derecha y caminé hasta el fondo antes de sentarme. No miré atrás.
Había una mujer refunfuñando en voz alta en aquel vagón. Por fortuna, el discurseador se había quedado de pie a su lado. Para cuando por fin me atreví a mirar hacia donde estaban, empezaron a discutir:
- Quién te dice nada, no estoy hablando contigo -le espetaba la mujer mirando al suelo. Vestía un traje amarillo brillante y unas botas rojas de tacón de aguja, no menos llamativas. No llevaba abrigo, lo cual era sorprendente en una noche tan gélida como aquella.
- Yo no he dicho más que...
- Que quién te dice nada, que te calles, que no estoy hablando contigo.
- Yo no he dicho más que...
- ¡Que quién te dice nada, que me dejes!
- Yo no he dicho más que...
- ¡Que te calles, que no estoy hablando contigo!
La mujer se estaba poniendo histérica. El chaval que estaba sentado delante de mí los miró e hizo un gesto de sarcasmo y desprecio. El hombretón levantó los brazos, como para demostrar su inocencia, y por fin se calló, para tranquilidad de todo el pasaje. Íbamos todos mirando al suelo, a las paredes, a las ventanas, salvo una chica joven que masticaba chicle maquinalmente, escuchaba música con unos auriculares y tenía la mirada fija en las botas de la mujer. Esta última seguía refunfuñando.
- Le digo que tiene que ocuparse del asunto y él me vuelve la espalda y se va al bar. Le digo que tiene que cuidar de la familia y se va a dar una vuelta. Le digo lo que sea y como quien oye llover. Y encima llamo a mi madre y ¿qué me dice mi madre? Pues mi madre me dice que tenga paciencia. Que tenga paciencia, ¿y qué cojones es lo que tengo, eh? ¿Qué es, si no es paciencia? Paciencia es lo único que tengo. No tengo dinero, no tengo ropa, no tengo casa, no tengo coche, no tengo amigos, no tengo ordenador ni internet. Lo único que tengo es esta puta paciencia, y ese hombre de mierda que no vale ni para decorar una habitación, que no hace nada, que no dice nada, que no mete ni saca, y mi madre que tenga paciencia. Claro, es fácil decirlo, ahora que ella está viuda, ya no se le jode la paciencia con aquel marido que tenía, vaya maridito, también, bien sabe lo que es ella tener paciencia...
El hombretón escuchaba y, a veces, levantaba un dedo como para intervenir, pero la mujer volvía a pegar un berrido ensordecedor, en este caso de carácter preventivo para evitar que él abriera la boca. Entonces el otro hacía otra vez el gesto de inocencia con las manos, pegaba la espalda a la puerta del vagón y miraba hacia arriba con cara de susto. Cuando estábamos llegando a la estación anterior a la mía, el hombretón y la mujer se levantaron y fueron hacia la puerta, ella delante, él detrás.
- Ni te me acerques -dijo ella sin mirarlo.
Él nos miró a todos, con un gesto entre extrañado e indignado. La chica de los auriculares, impertérrita, mascaba y miraba con desparpajo las curvas del vestido amarillo. El muchacho que iba frente a mí se levantó también y, como se nos cruzaran las miradas, me echó media sonrisa triste y, al abrirse las puertas me dijo:
- Nochebuena en Nueva York, ¿no?
Salieron los tres. Se cerraron las puertas. A mí me faltaba otra parada. La chica de los auriculares descansó sus ojos desenfocados en algún punto de mi cuerpo y, para mi sorpresa, dejó de masticar. Retiré la mirada, inquieto. Me dio por pensar en Papá Noel, que en ese momento estaría sobrevolando esta ciudad absurda y amarga, todas estas miserias humanas, todos estos lamentos y grisuras existenciales, partiéndose de risa con sus renos. Total, no tiene que venir aquí más que una vez al año.
Esta última Nochebuena fue muy agradable. Estuve en casa de unos amigos, junto con otras visitas muy interesantes: una periodista, un editor, un informático y tres niños bastante tranquilos que no hicieron ninguna de las barrabasadas que tanto nos gustaban a mis primos y a mí. Cenamos un guiso de mariscos que estaba buenísimo, regado con cava catalán y engalanado, al final, con turrones mediterráneos auténticos que nos trajo ese mismo día el editor.
A eso de la una y media, el ambiente se enfrió y aproveché la despedida de la periodista y sus dos hijos para marcharme. En la calle hacía bastante frío y no había nadie en absoluto. Fui trotando hasta la parada del metro. El andén también estaba desierto, lo cual quería decir que el tren acababa de pasar y que me tocaba esperar media hora o más a que llegara el siguiente. Con sueño y dolor de cabeza, me senté en uno de los dos bancos y me dispuse a matar el tiempo.
A los cinco minutos ya había localizado las cuatro ratas que se repartían las zonas jerárquicas de la estación, dos en mi andén y dos en el de enfrente. De cuando en cuando, una de ellas echaba una carrerita hacia el lado que no le correspondía y su oponente le hacía el quite con todo el lomo erizado y los dientes para fuera. Desde el primer momento había puesto los pies en alto y, aunque las batallitas eran divertidas, estaba bastante incómodo con aquella compañía tan infecciosa e impredecible.
Más tarde oí pasos que venían bajando por la escalera. Apareció a mi izquierda un hombre grande, alto, gordo y risueño que me saludó con un movimiento de cabeza y se sentó en el otro extremo del banco. Después de mirar un rato a las ratas del otro andén (las nuestras se habían metido detrás de sus respectivos cubos de basura), me miró los pies levantados y soltó una risita corta.
- No le tenga miedo a las ratas -dijo de repente-. Si la rata viene para acá corriendo es porque al otro lado hay peligro. Son un buen indicador.
Yo asentí, sin decir nada. Lo miré. Estaba claro que quería charla. Sonreía afable, como si quisiera explicarme que yo era su víctima propiciatoria de la noche. No tenía pinta de venir de una cena, como yo, sino de estar deambulando sin rumbo por la ciudad, sin nada mejor que hacer que perorar enfrente de un auditorio. Iba vestido con ropa suelta, como de diario, con zapatillas deportivas, pantalón de algodón muy ancho y una cazadora de color azul marino. Y daba la impresión de que, ante la indiferencia de las ratas, yo iba a ser el auditorio hasta que llegara el metro.
Así fue. Aquel hombre empezó a hacerme preguntas que yo contesté de mala gana: tenía sueño y poca intención de hacer vida social en la madrugada de Navidad. ¿Yo era del barrio? No. ¿De qué barrio, pues? De tal barrio. Ah, no lo conocía. ¿Qué parada es ese barrio? Tal parada. Ah, yo me bajo en la anterior, ¿sabe? Ahí cambio a la línea azul y voy a este otro barrio. Es un barrio para negros, claro. Oh, no quiero decir que usted no pueda ir. Los blancos pueden vivir donde quieran, pero para los negros la cosa no está tan clara. Para algunos sí, por supuesto. Pongamos por caso una mujer soltera, soltera y con un buen sueldo. Y negra. Esa puede vivir donde quiera, la respetarán y no tendrá problemas. Pero yo, fíjese. Yo tengo este cuerpo grande y los blancos se asustan. ¿Usted se asusta? No, no me asusto. Eso está bien. No hay motivo para asustarse, pero vea, muchos blancos, pero muchos, muchos, se asustan de los negros grandes. ¿Se ha dado cuenta? Me he dado cuenta. ¿En su barrio hay negros? Hay negros. ¿Muchos? No. ¿Lo ve? Porque es un barrio bueno, usted tiene un aspecto respetable y probablemente vive en un barrio respetable también, y ahí los negros, la mayoría de los negros, quiero decir, no son bien recibidos. Eso, en mi opinión, es un pecado, porque Dios dice que todos somos iguales. ¿Ha leído usted a San Marcos? No me acuerdo. El evangelio de San Marcos es muy interesante, pero no tanto como los Hechos. Los Hechos de los Apóstoles son mi lectura favorita porque son la historia del cristianismo, la creación y la constitución del cristianismo, y muchos de esos cristianos a los que hablan los apóstoles eran negros, ¿sabe? Muchos, muchísimos, y no había distinción.
Media hora más tarde mi indiferencia no había hecho mella en su discurso. De hecho, había sacado sus propias conclusiones sobre mí e insistía en ciertos aspectos en los que, él estaba seguro, yo tenía especial interés. Fue llegando más gente, pero él no tenía intención de cambiar de víctima: se mantuvo firme hasta el final. Por fin se oyó, aún lejano, el rumor del metro que se acercaba. Me levanté para despejarme con el airecillo que se levanta cuando llega a la estación y, como quien no quiere la cosa, hice un gesto de despedida con la cabeza por ver si me lo sacudía. Él siguió hablándome mientras el tren se detenía y abría las puertas. Al entrar en el vagón giré decidido hacia la derecha y caminé hasta el fondo antes de sentarme. No miré atrás.
Había una mujer refunfuñando en voz alta en aquel vagón. Por fortuna, el discurseador se había quedado de pie a su lado. Para cuando por fin me atreví a mirar hacia donde estaban, empezaron a discutir:
- Quién te dice nada, no estoy hablando contigo -le espetaba la mujer mirando al suelo. Vestía un traje amarillo brillante y unas botas rojas de tacón de aguja, no menos llamativas. No llevaba abrigo, lo cual era sorprendente en una noche tan gélida como aquella.
- Yo no he dicho más que...
- Que quién te dice nada, que te calles, que no estoy hablando contigo.
- Yo no he dicho más que...
- ¡Que quién te dice nada, que me dejes!
- Yo no he dicho más que...
- ¡Que te calles, que no estoy hablando contigo!
La mujer se estaba poniendo histérica. El chaval que estaba sentado delante de mí los miró e hizo un gesto de sarcasmo y desprecio. El hombretón levantó los brazos, como para demostrar su inocencia, y por fin se calló, para tranquilidad de todo el pasaje. Íbamos todos mirando al suelo, a las paredes, a las ventanas, salvo una chica joven que masticaba chicle maquinalmente, escuchaba música con unos auriculares y tenía la mirada fija en las botas de la mujer. Esta última seguía refunfuñando.
- Le digo que tiene que ocuparse del asunto y él me vuelve la espalda y se va al bar. Le digo que tiene que cuidar de la familia y se va a dar una vuelta. Le digo lo que sea y como quien oye llover. Y encima llamo a mi madre y ¿qué me dice mi madre? Pues mi madre me dice que tenga paciencia. Que tenga paciencia, ¿y qué cojones es lo que tengo, eh? ¿Qué es, si no es paciencia? Paciencia es lo único que tengo. No tengo dinero, no tengo ropa, no tengo casa, no tengo coche, no tengo amigos, no tengo ordenador ni internet. Lo único que tengo es esta puta paciencia, y ese hombre de mierda que no vale ni para decorar una habitación, que no hace nada, que no dice nada, que no mete ni saca, y mi madre que tenga paciencia. Claro, es fácil decirlo, ahora que ella está viuda, ya no se le jode la paciencia con aquel marido que tenía, vaya maridito, también, bien sabe lo que es ella tener paciencia...
El hombretón escuchaba y, a veces, levantaba un dedo como para intervenir, pero la mujer volvía a pegar un berrido ensordecedor, en este caso de carácter preventivo para evitar que él abriera la boca. Entonces el otro hacía otra vez el gesto de inocencia con las manos, pegaba la espalda a la puerta del vagón y miraba hacia arriba con cara de susto. Cuando estábamos llegando a la estación anterior a la mía, el hombretón y la mujer se levantaron y fueron hacia la puerta, ella delante, él detrás.
- Ni te me acerques -dijo ella sin mirarlo.
Él nos miró a todos, con un gesto entre extrañado e indignado. La chica de los auriculares, impertérrita, mascaba y miraba con desparpajo las curvas del vestido amarillo. El muchacho que iba frente a mí se levantó también y, como se nos cruzaran las miradas, me echó media sonrisa triste y, al abrirse las puertas me dijo:
- Nochebuena en Nueva York, ¿no?
Salieron los tres. Se cerraron las puertas. A mí me faltaba otra parada. La chica de los auriculares descansó sus ojos desenfocados en algún punto de mi cuerpo y, para mi sorpresa, dejó de masticar. Retiré la mirada, inquieto. Me dio por pensar en Papá Noel, que en ese momento estaría sobrevolando esta ciudad absurda y amarga, todas estas miserias humanas, todos estos lamentos y grisuras existenciales, partiéndose de risa con sus renos. Total, no tiene que venir aquí más que una vez al año.
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