miércoles, 30 de marzo de 2011

¿El fin de una época?

No son las revoluciones de los países árabes ni la nueva intervención militroncha de las potencias impenitentes.

No es la fundición del reactor 2 de Fukushima ni el plutonio al aire libre.

No es la rampante crisis alimentaria que (solo) padece la parte pobre del mundo.

Es mucho peor.

Es tan grave que ni en mis más peregrinas ficciones subterráneas, esas que voy pariendo con dolor en el metro mientras disimulo poniendo cara de oficinista cansado, aburrido o disperso; ni siquiera en esas ficciones, digo, se me había ocurrido la posibilidad de que esto pudiera ocurrir.

Ocurrió el lunes pasado. Tenía que ser un lunes. Eso es lo que habría dicho Igor si hubiera estado presente. Igor es un supersticioso de marca mayor. Para muestra, un botón: siempre se tocaba los calcetines por detrás antes de salir a la calle. Decía que gracias a eso no se tropezaba nunca.

Me llamó Brian, como tantos otros días, para ir al piojoso restaurante chino de la esquina, el de las sopas memorables. Fuimos. Nos dieron asiento de ventana, todo un lujo. Había poca gente. Pedí sopa de col agria con cerdo deshebrado. Brian pidió tallarines en salsa pekinesa. Salsa picante, por favor. Gracias. Alguien pidió dumplings fritos y tuvimos que bucear en humo durante unos minutos. Tosí. Brian se rió. Le dije a Brian, no es la salsa, es el humo. Ya, ya, dijo Brian. Miramos a la chica rubia que cruzaba la calle. Nos reímos del camionero que se atascó al doblar y del policía que le gritaba para que se moviera. Tomamos la tacita de té. Nos dieron la cuenta sin pedirla, como siempre, con dos galletitas de la suerte. Aparté las galletas. Puse un billete de veinte dólares en la bandejita. Se llevaron los cuencos. Se llevaron el billete. Empujé una galletita hacia el lado de Brian y me metí la mía en el bolsillo del abrigo, que estaba colgado en el respaldo de la silla.

Horas después, camino del metro, abrí la galletita de la suerte, como es mi costumbre. Prefiero no comer nada dulce después de la sopa. Por eso la abro cuando me voy para casa. Como de merienda. Le quito el envoltorio en la segunda avenida. Rompo un trozo minúsculo y me lo como muy despacio, sin sacar el papelito. Al llegar a la tercera avenida, tiro el plástico a la papelera y me como otro trozo. Entonces queda la mitad de la galleta con el papelito asomando. Ahí es donde lo saco para leerlo. Y ahí fue, el lunes pasado, cuando sucedió lo que tenía que suceder.

Llegando a Lexington saqué el papelito y leí:

A man cannot be comfortable without his own approval.

Me quedé clavado en el sitio. Supe de inmediato que ese mensaje ya lo he leído antes. No solo eso: ese mensaje lo había guardado, lo tenía encima de la mesa de la oficina. La certeza era absoluta.

Y al mismo tiempo, era absolutamente imposible. En cinco años no había visto dos veces el mismo mensaje. Jamás. Y los chinos del restaurante me conocen por el nombre. Y me preguntan dónde he estado cuando pasan más de tres o cuatro días sin que yo aparezca por allí. Son muchas galletitas, muchísimas, pero nunca, jamás, había visto un duplicado. Hasta hoy. Y precisamente esta. La que estaba encima de la mesa. ¿O no estaba? ¿O no decía exactamente lo mismo?

Di media vuelta y regresé a la oficina. Tercera avenida, segunda avenida, cruzar, girar, entrar, saludar al poli, qué se te ha olvidado, bah, cosas, ya sabes, ay qué cabeza, pues sí, piso diecisiete, tin tan, oficina veintitrés, y ahí está, metida debajo de los cables del monitor. La saco, le quito el polvo, la leo: "A man cannot be comfortable without his own approval".

La madre que me parió, pienso, con un papelito en cada mano, mirando a uno y a otro sin acabar de creérmelo: hay dos. ¡Hay dos! ¡Y encima de éstas! La madre que me parió.

Intento recordar por qué guardé esa galletita, precisamente esa. Y de repente lo recuerdo. No voy a molestar a mis miríadas de fans y seguidores con los pormenores de mi productividad laboral, pero el caso es que tenía que ver con el trabajo, con el hecho de haber pasado los últimos años metido en una oficina, de haber abandonado la labor creativa, de haberme encerrado en mí mismo y en mis manías, etc.

Patrañas.

Me miento a mí mismo.

Tiene que ver con que no estoy cómodo sin mi propia aprobación.

Calculo, pues, que esto marca el fin de una época. No es que ahora vaya a emprender la clásica cruzada consumista en busca de mi propia aprobación, no. Todo lo contrario: me voy a dar el aprobado ipso facto para estar más cómodo.

Se lo dije a Brian el martes por la mañana y me dijo que eran imaginaciones mías, que las galletitas de la suerte nunca se repiten. Lo invité a subir a mi oficina para ver los dos papelitos, pero dijo que estaba muy ocupado (adicto a las redes sociales, quiere que nos comuniquemos por no sé qué sistema de microblogging open source).

Se lo expliqué ayer a Igor en un mensaje larguísimo al que contestó, muy dentro de su estilo: "Te pasa por no ver la tele. Que te zurzan, rilao".

Qué se puede añadir a esas dos frases tan cargadas de sabiduría. Sí, soy un "rilao" exótico y estoy cómodo. Por voluntad propia. La lucha ha terminado. Que le den a todo.

(Ya he presentado mi renuncia en el trabajo. El jefe, encantado.)

lunes, 21 de marzo de 2011

METAR y redemption

KJFK 211251Z 17016G27KT 3SM RA BKN012 OVC019 03/00 A3026

"METAR" es un informe meteorológico rutinario. Si tienes un avión, no salgas sin haberlo escuchado. Los METAR vienen codificados y tienen una pinta horrible. El que hay ahí arriba es el del aeropuerto Kennedy de Nueva York, esta misma mañana.

Esta mañana, el METAR no era el único que tenía una pinta horrible. Para quienes no saben leer esos informes, lo descodifico:

- KJFK es el nombre del aeropuerto, según la codificación de la Organización de Aviación Civil Internacional.

- 211251Z significa que este informe es del día 21 y que la observación se hizo a las 12.51 horas del tiempo universal coordinado (también llamado Zulu), o sea, a las 7.51 am de Nueva York o a la 1.51 pm de Madrid.

- 17016G27KT quiere decir que hay viento del sur (rumbo 170) a 16 nudos (30 km/h) con rachas de hasta 27 nudos (50 km/h).

- 3SM son 3 millas (5 km) de visibilidad máxima.

- RA es lluvia, lluvia, lluvia (rain).

- BKN012 significa que hay una capa de nubes con algunos claros (BKN, broken clouds) a 1.200 pies de altitud.

- OVC019 es otra capa de nubes a 1.900 pies de altitud, pero ahí ya no hay claros (OVC, overcast, cubierto).

- 03/00 significa que la temperatura es de 3 grados centígrados y que el punto de rocío es cero. En otras palabras, uno puede afirmar que hay una humedad del carajo.

- A3026 es la presión, normal tirando a un pelín alta, lo cual significa que la lluvia no puede durar mucho.

Esta lluvia marítima con viento de hasta 50 km/h me recuerda siempre a Fernando Pessoa y su poema Chuva Oblícua, epítome de la saudade portuguesa. Me gusta, como a él, mirar los techos negros de los "brownstones" de mi barrio para ver esas flechas, esas agujas diagonales que forman una especie de visillo o velo de novia y dejar que la imaginación navegue al compás. Parece que apenas llueve, pero de los codos de los árboles chorrea abundante una savia transparente que corre luego, aceitosa, hacia las bocas rayadas de las alcantarillas.

Superada la dimensión poética de esta lluvia oblícua tan atlántica, que me fascina y me trae memorias del otro lado, el METAR de esta mañana significaba que me iba a mojar, y mucho. Hace ya casi seis años que no tengo coche. Eso curte mucho ante los elementos, aunque no lo parezca. Uno se toma la mojadura con más filosofía, la acepta como parte del afán cotidiano. Y así salí, paraguas en ristre, sin saber si el viento me dejaría mantenerlo abierto y en alto, o si lo haría pedazos en la primera esquina, como ocurre con tanta frecuencia en esta ciudad.

Me respetó el viento, pero no la lluvia. En la recta final de mis quince minutos de trayecto a pie hacia el metro, la parte baja de los pantalones y la manga izquierda del abrigo se habían empapado por completo. Entonces, al girar una esquina, apareció ella.

Ella. Ni más, ni menos. Nacida en el sur de China, emigrada muy joven y llegada al Chinatown neoyorquino en los peores años de la recesión, probablemente en 1969. Nueva York era un infierno de violencia, droga y mafia. Aquella joven hizo lo que le dijeron para sobrevivir en aquel laberinto vaporoso de calles, túneles, cocinas y factorías clandestinas. Cocinó, sirvió, limpió, cosió, vendió falsificaciones, se acostó, se levantó, aprendió inglés, condujo camionetas, compró y vendió los artículos más peregrinos que las imaginativas mentes comerciales pudieran concebir. Trabajando, y nada más que trabajando, un día de repente se vio vieja. Y los demás también la vieron vieja, e inútil. Quizá también enferma. Así que el año pasado le dieron un carrito de la compra y la mandaron por las calles a buscar latas de aluminio, botellas de plástico y cartones de bric.

¿Botellas de plástico? ¿Latas de aluminio? Sí. En el estado de Nueva York, y en otros muchos, se aprobó hace tiempo la denominada "bottle bill", una ley por la que determinados establecimientos reembolsan a los consumidores cinco céntimos por cada contenedor de ese tipo que devuelvan para reciclar. Desde entonces, y gracias a ese incentivo, se han reciclado muchísimos más envases que antes.

Y así, después de este largo viaje de sesenta años y dos continentes, ella está aquí, justo delante de mí. La lluvia oblícua cae con fuerza sobre su impermeable amarillo. Esta mujer camina con parsimonia, quizá con resignación, quizá agotada, empujando un carrito lleno hasta los topes de botellas vacías, de cuyos costados cuelgan bolsas transparentes inmensas como enormes y horrorosos quistes multicolor. Va por la calzada, junto a los coches, metiéndose por los charcos con la mirada fija en el horizonte, en apariencia impasible. Con seguridad, el METAR de hoy le trae al pairo. Lo que le importa es esta lluvia oblícua que le golpetea la espalda y le enfría las canillas y las manos. Lo que le importa es llegar, a este paso quizá dentro de una hora, al "redemption center" de Atlantic Avenue, rimbombante nombre para estas dos tristes máquinas azules donde irá metiendo una por una todas las botellas y latas para recibir a cambio cinco céntimos por cada una. Puede ser que el carrito lleno, la labor de un día, le reporte $25 o $30. Suficiente para comer, sin duda. Estirando un poco, también para comprarse ropa a fin de mes.

Parado en el semáforo, la veo alejarse hacia el sur y me da por pensar en los vagabundos de Orwell (Sin blanca en París y Londres), esos que habían tomado la decisión consciente de no trabajar, de no ser productivos. Pero este no es el caso. Este caso es peor, porque es un trabajo, y muy duro, pero es indigno y reporta un ingreso insuficiente. Me pregunto si quienes escribieron la "bottle bill" evaluaron todas las consecuencias posibles de ese incentivo, más allá de la vertiente ecológica. Quizá sí pensaron en los efectos sociales e incluso consideraron que serían buenos porque mucha gente pobre tendría la oportunidad de obtener un ingreso extra sin necesidad de rebuscar en los vertederos (solo tienen que rebuscar en las bolsas y los contenedores de basura domésticos de toda la ciudad, lo cual, quieras que no, es una mejora). Quizá no lo pensaron en nada de esto. No hay forma de saberlo. Pero si no hubiera "bottle bill", esta increíble mujer del impermeable amarillo sobreviviría haciendo cualquier otro trabajo impensable para mí y para muchos como yo.

Esta vez no tengo moraleja. Pese a la mojadura, cada vez más persistente, me olvidé de la lluvia, de Pessoa y del METAR y me hundí, como una gota más, en el charco gordo que tengo enfrente.

viernes, 18 de marzo de 2011

La lucha continúa

Cuando yo hablaba de la lucha, la B-One me contestaba que

A mí se me ocurre otra posibilidad: flotar en lo que hay, sin etiquetarlo. «La grisura» es un concepto, una etiqueta que superponemos a la experiencia, que en sí misma no tiene color.
Y bueno, en aquel momento, me quedé con la copla y pensé que no estaba mal la propuesta. Hoy, las circunstancias me hacen ver que no, que esa alternativa no es distinta: es la c) con un traje nuevo que la hace parecer más aceptable.

En primer lugar, porque referirse a una situación como "grisura" no es poner una etiqueta. Es una descripción poética y, por lo tanto, depende tanto de mí como de mi entorno, ambos mutables de un día para otro, de una hora para otra. Una valoración no es una etiqueta: valoro cuando digo "este café me gusta o no me gusta"; etiqueto cuando digo "este café es bueno o es malo" o "menuda bazofia de café" o "el mejor café que he probado en mi vida".

En segundo lugar, porque la experiencia sí tiene color en sí misma, si uno quiere describirla con colores. El color (es decir, la calidad percibida) de la experiencia es una función, bastante compleja, de muchos factores, entre los que destacan las circunstancias personales de quien la vive y las circunstancias materiales que rodean a esa persona.

En tercer lugar, y este ya es personal, porque flotar sobre una situación que percibo como intrínsecamente negativa me resulta moralmente rechazable: siento la necesidad de hacer algo. Al mismo tiempo, estoy convencido de que yo solo no puedo hacer nada y no me siento con las fuerzas suficientes como para buscar gente y organizar algo. Tampoco logro reunir el valor suficiente para largarme y abandonar este entorno que tantos problemas me genera, como han hecho ya tres colegas en los últimos doce meses. (Aquí ya tengo que explicar que me estoy refiriendo al entorno laboral.) Por último, no veo alternativas menos grises, ni dentro, ni fuera.

En resumen, me sigo quedando con d), es decir, profundizo en el dilema. Es posible que también esté desarrollando cierta insensibilidad, cosa que me preocupa. Por eso sigo hablando de ello: porque no quiero acostumbrarme.

De colofón pongo una alegre cita de una novela de Abdulrahmán Munif titulada "Cuando dejamos el puente", que me recuerda mucho a Delibes y no tanto a "El viejo y el mar" de Hemingway, como afirman los críticos:

Me dije: [estos cazadores] no se privan de nada; disparan, disparan hasta al cuervo que grazna cuando ve aparecer una silueta. Hasta al cuervo, que hoy estaba más lento y le acertaron. Oí a uno de ellos que, mientras cobraba el cuervo y lo tiraba al estanque, decía: "Vete al infierno, cuervo del demonio". Y dije para mí: "¿Y para qué lo matas, entonces?" La vida es una fiesta de muerte sin fin, pensé. El grande mata al chico. El fuerte mata al débil. Y los puentes matan a los cobardes.