jueves, 27 de enero de 2011

Dejen las bibliotecas en paz. Ustedes no entienden lo que valen.

Discurso pronunciado por Philip Pullman durante un encuentro de apoyo a las bibliotecas públicas de Oxfordshire. El gobierno de esa región tiene previsto reducir a la mitad el número de bibliotecas en funcionamiento. Traducción libre. Originales íntegros publicados en FalseEconomy y OpenDemocracy.

No hace falta que yo les dé datos. Todos ustedes están al corriente de la situación. El gobierno, en la dickensiana persona del Sr. Eric Pickles [actual ministro de administraciones locales del Reino Unido], ha reducido la cantidad de dinero que entrega los gobiernos regionales y ha delegado en esas autoridades la responsabilidad de hacer las economías correspondientes. Algunas de esas autoridades han reaccionado con entusiasmo y otras no tanto; algunas han decidido proteger el servicio de bibliotecas y otras lo han mutilado como aquel fanático obispo Teófilo que, en el año 391, destruyó la biblioteca de Alejandría y sus cientos de miles de libros de texto e investigación.

Aquí, en Oxfordshire, se nos amenaza con clausurar 20 de las 43 bibliotecas públicas que tenemos. El Sr. Keith Mitchell, líder del consejo regional, dijo la semana pasada en el Oxford Times que los cortes eran inevitables y nos pidió que propusiéramos alternativas. ¿Por dónde cortaríamos nosotros? ¿Sacrificaríamos los servicios a la tercera edad? ¿Daríamos el tijeretazo a los servicios para los jóvenes?

Yo creo que no debemos aceptar esa invitación. Recortar servicios no es nuestro trabajo. Pero su trabajo es proteger esos servicios.

También creo que no debemos reaccionar a la peregrina idea de que las bibliotecas pueden seguir funcionando si se les dota de personal voluntario. Vaya un despropósito paternalista. ¿Cree que el trabajo de bibliotecario es tan simple, tan vacío de contenido, que cualquiera puede entrar allí y hacerlo a cambio de una palmadita en la espalda y una taza de té? ¿Cree que un bibliotecario no hace otra cosa que ordenar los estantes? ¿Y quiénes son esos voluntarios? ¿Quiénes son esas personas con esas vidas tan ociosas, con una cantidad de tiempo libre tan vasta como las interminables estepas del Asia central, sin familias que atender, sin trabajos que hacer, sin responsabilidades de ningún tipo, y aun así tan ricos que todas las semanas pueden disponer de varias horas para trabajar a cambio de nada? ¿Quiénes son esos voluntarios? ¿Conocen a alguien que se presentaría voluntario para un puesto así? Si hay alguien con el tiempo y la energía necesarios para trabajar a cambio de nada por una buena causa, lo más probable es que ya esté ocupado en uno de los centros de día del sector voluntario, o administrando un equipo de fútbol de su pueblo, o ayudando a la liga de amigos de un hospital. ¿Cómo los van a persuadir de que dejen eso y se pongan a trabajar en una biblioteca?

Sobre todo porque el consejo tiene la esperanza de que el servicio de juventud, que también va a perder otros 20 centros, se dote de (¿adivinan qué?) voluntarios. ¿Son esos voluntarios los mismos, o un grupo distinto?

Esta es la gran sociedad. Tiene que ser grande para que haya tantos voluntarios.

Ante las narices de esos voluntarios imaginarios se agita un premio. Nos dicen que si alguien quiere salvar las bibliotecas, tendrá la oportunidad de presentar una oferta de servicios y optar a una cantidad de dinero del erario público. Tendremos que estar atentos y pedirlo, como perrillos, y menear la cola si conseguimos hincarle el diente.

La suma que se mencionó inicialmente era de 200.000 libras. Si la dividimos entre las 20 bibliotecas que está previsto cerrar, salen 10.000 libras para cada una, que no me parece gran cosa. Pero, por supuesto, no se va a dividir en partes iguales. Unas ofertas serán aceptadas y otras rechazadas. Después llega la trampa: se anuncia un “generoso” incremento del monto al que se opta con las ofertas. No son 200.000, sino 600.000 libras. Gran victoria para los voluntarios. ¡Hemos “ganado” un poco más de dinero!

Un momento, vamos a ver. Esas 600.000 libras no son para las bibliotecas. Resulta que esa suma es para todo aquel que esté haciendo algo. Si todos los voluntarios se ponen a presentar ofertas como locos, las 600.000 libras se acabarán muy pronto. Un centro de día por aquí, un transporte especial por allá, un curso de alfabetización de adultos por acullá, todos ellos repletos de astutos voluntarios presentando ofertas como locos, y en menos que canta un gallo el monto disponible para las bibliotecas quedará reducido de repente. ¿Por qué habrían de quedarse las bibliotecas con nada menos que un tercio del dinero social?

Para simplificar, supongamos que la cosa va solo de bibliotecas. Imaginemos dos comunidades a las que se ha anunciado que su biblioteca va a cerrar. Una está poblada por gente con holgadas pensiones, gran cantidad de tiempo disponible, extensa experiencia en el uso de programas de planificación y ese tipo de cosas, conexiones de banda ancha en cada hogar, dos coches en cada garaje, sistemas de vigilancia vecinal en cada esquina, todos organizados y listos para poner manos a la obra. A mí me gusta la gente de ese tipo: son la espina dorsal de muchas comunidades. Me parecen bien, tanto ellos como su deseo de hacer algo positivo por sus pueblos y sus barrios. No les quiero hacer de menos.

El caso es que esta gente tiene ciertas ventajas que la otra comunidad, la segunda de las dos que decía, no tiene. Allí, la gente no tiene trabajo, hay muchísimos hogares en los que solo hay un adulto, hay madres jóvenes que batallan diariamente para cuidar a sus bebés. En cuanto a la banda ancha y los dos coches, puede que tengan un ordenador viejo y lento y, con un poco de suerte, una furgoneta antigua y desvencijada. Le tienen terror a la inspección técnica. Para estas personas, organizar un viaje al centro de Oxford supone mucho tiempo y enormes esfuerzos de negociación familiar, conseguir que los niños se abriguen, preparar el cochecito del bebé y la pañalera y demás. El autobús tampoco sale gratis, claro, ya se lo pueden imaginar. ¿Cuál de esas dos comunidades logrará organizar una oferta de servicios para financiar la biblioteca de su barrio?

Una de las pocas cosas que, en el momento actual, hacen más soportable la vida de la madre joven de la segunda comunidad es la sesión semanal de lectura en la biblioteca del barrio, que queda cerca de casa. Puede ir andando con los dos bebés y pasar un rato sentada en un lugar cálido, limpio, seguro y agradable, un lugar en el que tanto ella como sus niños son bienvenidos. Pero, ¿tiene esa mujer, o alguna de las madres o de los ancianos que usan la biblioteca, todo ese caudal de bienestar y confianza social y conexiones políticas y experiencia administrativa y tiempo libre y energía que les permitirían presentarse voluntarios en las mismas condiciones que la gente de la primera comunidad? ¿Y cuánta gente podría presentarse voluntaria para ese trabajo, cuando tienen ya tantísimas cosas que hacer?

Lo que personalmente considero odioso de esta cultura de las ofertas públicas es que pone a un grupo, o a una escuela, en contra de otro. Si uno gana, el otro pierde. Siempre me ha parecido odioso. Esto empezó cuando abandoné la docencia, hace 25 años. Ya entonces pude ver el derrotero por el que iban las cosas. En cierto modo es una forma de eludir la responsabilidad. Elegimos con nuestro voto a ciertas personas para que tomen decisiones, pero resulta que esas personas no quieren tomar decisiones e instituyen este despropósito de las ofertas de servicios con las que, a la postre, no se les puede responsabilizar del resultado: “bueno, si la comunidad tenía verdadero interés en esto, debería haber presentado una oferta mejor; no puedo hacer nada al respecto, tengo las manos atadas”.

El proceso siempre acaba con la victoria de un lado y la derrota del otro. Está diseñado así. Es una importación de los peores excesos del fundamentalismo de mercado al territorio que siempre había estado a salvo de ellos, a esa parte de nuestra vida pública y social que no se había visto sometida nunca a la presión comercial del tener que ganar o perder, sobrevivir o morir, que es la esencia misma de la religión del mercado. Como todos los fundamentalistas cuyas manos frías y húmedas manejan los resortes del poder político, los fanáticos del mercado van a acabar con todos los sectores humanos, revitalizadores, generosos, imaginativos y dignos de nuestra vida pública. Yo creo que poco a poco nos vamos percatando de la verdad que subyace a esos fanáticos del mercado y a su credo. Vemos ahora que el viejo Carlos Marx ponía el dedo en la llaga cuando señalaba que el mercado acabaría por destruir todo lo que conocemos, todo lo que consideramos sólido y seguro. Es el disolvente más potente que se conozca. “Todo lo que es sólido se diluye en el aire”, dijo, “todo lo que es sagrado se profana”.

El fundamentalismo del mercado, esta locura que ha infectado a la raza humana, es como un fantasma avariento que acecha en las salas de reuniones, los consejos y los comités desde los que se dirigen hoy día los destinos de este mundo.

En el mundo que yo conozco, el mundo de los libros, las editoriales y las librerías, era frecuente que un editor leyera un libro, le gustara y lo publicara. Justificaba su decisión en la calidad del texto y en su previsión de si el autor sería capaz de escribir más libros. A veces el libro vendía montones de ejemplares y a veces no, pero no importaba mucho porque el editor sabía que los escritores necesitan publicar tres o cuatro libros para encontrar su voz narrativa y captar la atención del público. Ciertos editores de éxito sabían que determinados escritores jamás se venderían bien, pero los seguían publicando porque les gustaban. Era una labor humana administrada por seres humanos. El asunto eran los libros, y quienes trabajaban en editoriales y librerías consideraban que los libros eran reflejos del espíritu humano: cápsulas de deleite, de consolación o de conocimientos.

Eso se acabó cuando el fantasma avariento de la locura del mercado se hizo con el control del mundo editorial. Las editoriales las dirigen hombres de negocios, no hombres de letras. El fantasma avariento les susurra al oído: ¿por qué publicas a ese hombre? No se vende lo suficiente. No lo publiques más. Mira la lista de ventas del año pasado: más de la mitad no llegó a best seller. Este año tienes que publicar solo best sellers. ¿Por qué publicas a esa mujer? Solo le gusta a un grupo minoritario. Las minorías no nos van bien. Queremos duplicar los beneficios de cada uno de los libros que publiquemos.

Así, las decisiones se toman por motivos errados. La felicidad y el gozo no cuentan; los libros se publican no porque sean buenos, sino porque se parecen a los que están en las listas de best sellers, porque el único criterio es el beneficio.

El fantasma avariento está por todas partes. Ese edificio de oficinas no da suficiente dinero: derríbalo y construye pisos. Los pisos no dan suficiente dinero: échalos abajo y pon un hotel. El hotel no da suficiente dinero: desmantélalo y abre unos multicines. Los multicines no dan suficiente dinero: cárgatelo y construye un centro comercial.

El fantasma avariento entiende muy bien el concepto de beneficio, y eso es lo único que es capaz de entender. No comprende las iniciativas que no dan beneficio alguno porque no se han creado con esa finalidad, sino para otra. Es incapaz de entender, por ejemplo, las bibliotecas. A ver, esa sucursal: ¿cuánto dinero ganó el año pasado? ¿Por qué no suben las multas por retrasos? ¿Por qué no cobran las tarjetas de biblioteca? ¿Por qué no cobran las búsquedas por el catálogo? Las reservas, las reservas: tendrían que cobrarlas mucho más caras. Esos estantes de ahí, ¿qué tienen? ¿Filosofía? ¿Y cuánta gente los consultó la semana pasada? ¿Tres? Vacíen esos estantes y pongan biografías de famosos.

Para eso piensa el fantasma avariento que son las bibliotecas.

Por supuesto que no voy a culpar al consejo regional de Oxfordshire del colapso de la dignidad social que se está produciendo en todo el mundo occidental. El consejo tiene amplios poderes y gran autoridad, pero no tanta. El origen de la situación actual se remonta a un tiempo pasado y a una jerarquía superior, más allá de la flamante oficina que ocupa hoy el Sr. Keith Mitchell [Director del consejo regional de Oxfordshire]. Es todavía más antigua y poderosa que la eminente, por no decir monumental, figura de Eric Pickles. Para encontrar el verdadero origen habría que hacer un largo viaje al pasado, y no sería descabellado hacer una primera parada en Chicago, cuna de la famosa Chicago School of Economics, que fomentó la libertad a ultranza del mercado y la reducción extrema del tamaño del gobierno.

Se podría ir un poco más atrás, hasta fines del siglo XIX, y echar una mirada al concepto de “organización científica del trabajo”, término con que se hacía referencia a la idea de Frederick Taylor de que uno podía conseguir que un empleado trabajara más si dividía la labor en partes mínimas, calculaba cuánto se tardaba en hacer cada cosa, y así sucesivamente. En otras palabras, la transformación de la confección humana en producción mecánica en masa.

Uno podría continuar viajando hacia el pasado hasta bien entrada la prehistoria. La fuente primigenia es, probablemente, la tendencia que tenemos algunos de nosotros, y que es parte de la herencia psicológica de nuestros ancestros más distantes, la tendencia, digo, a buscar soluciones radicales, verdades absolutas y respuestas abstractas. Todos los fanáticos y fundamentalistas comparten esa tendencia, que a los demás nos resulta tan extraña y desagradable. La teoría dice que deben hacer tal y cual cosa, y ellos la hacen sin tener en cuenta las consecuencias humanas, y mucho menos el costo social o el terrible daño que sufre el tejido de todo lo digno y lo humano.

Me temo que esos fundamentalistas van a estar siempre entre nosotros, de una forma o de otra. Lo que hay que hacer es mantenerlos lo más lejos posible de los resortes del poder.

Quiero terminar volviendo a las bibliotecas. Me gustaría decir algo sobre mi relación personal con las bibliotecas. Al parecer el Sr. Mitchell piensa que los escritores solo defendemos las bibliotecas porque somos parte interesada, es decir, que nos metemos en el asunto por dinero. Yo esperaba que, con arreglo a las normas del debate público, se presentaran argumentos sustantivos antes de llegar a la descalificación personal. El hecho de que el Sr. Mitchell haya utilizado tan pronto este recurso es un claro indicio de que no tiene mucha fe en el resto de sus planteamientos.

No, Sr. Mitchell, no es por dinero. Lo hago por amor.

Aún recuerdo mi primer comprobante de biblioteca. Debió de ser allá por 1957. Mi madre me llevó a la biblioteca pública que quedaba al final de Battersea Park Road y me inscribió. Yo estaba emocionado. ¡Tantísimos libros, y me dejaban llevarme los que quisiera! Me acuerdo de algunos de los primeros libros que saqué y que me cautivaron: los libros de los Mumin, de Tove Jansson; una novela infantil francesa titulada Cien millones de francos. ¿Por qué me gustaban? ¿Por qué los leía una y otra vez y los sacaba cada dos por tres? No lo sé, pero menudo regalo para un niño, la oportunidad de descubrir que se puede amar un libro, que se pueden amar los personajes que hay en él, que se puede hacer amigo de ellos y vivir sus aventuras con la imaginación.

¡Y el secreto! ¡La bendita intimidad! Nadie puede interponerse, nadie puede invadirte, nadie sabe siquiera lo que está pasando en ese maravilloso espacio que se abre entre el lector y el libro. Ese espacio, abierto y democrático, lleno de vibraciones, lleno de euforia y de miedo, lleno de estupefacción, donde las propias emociones e ideas se te devuelven clarificadas, magnificadas, purificadas y con más valor. Eres ciudadano de ese gran espacio democrático que se abre entre el libro y tú. Y la institución que te dio el libro es la biblioteca pública. ¿Cómo podría yo transmitir la magnitud de ese regalo?

En algún lugar de Blackbird Leys, en algún lugar de Berinsfield, en algún lugar de Botley, en algún lugar de Benson o en Bampton, por mencionar solamente los nombres de las comunidades que empiezan por B y cuyas bibliotecas van a ser clausuradas, en algún lugar de cada una de esas comunidades hay ahora mismo un niño, muchos niños como yo, en mis años de Battersea, niños que solo necesitan hacer ese descubrimiento para darse cuenta de que ellos también son ciudadanos de la república de la lectura. Solo la biblioteca pública les puede hacer ese regalo.

Un tiempo después vivíamos en el norte de Gales, donde había una biblioteca móvil que circulaba por los pueblos y venía a nuestra zona cada quince días. Supongo que yo tendría unos dieciséis. Un día vi una novela cuya portada me intrigó, así que me la llevé, sin saber nada del autor. Se titulaba Balthazar y era de Lawrence Durrell. El Cuarteto de Alejandría (volvemos otra vez a Alejandría) era muy famoso por aquel entonces; muy valorado, muy inflado por la crítica. Ahora no está tan bien considerado, pero no tengo por costumbre despreciar lo que me ha gustado en el pasado, y me enganché a este libro y a los otros (Justine, Mountolive y Clea), que me apresuré a leer a continuación. Adoraba aquellas historias de gente bohemia, rica y cosmopolita que tenía sus aventuras amorosas y hablaba de la vida y del arte y otras cosas en aquella hermosa ciudad. Otro estupendo regalo de la biblioteca pública.

Después vine a Oxford para estudiar en la universidad y se abrieron ante mí, en teoría, todos los tesoros de la Biblioteca Bodleiana, una de las mejores del mundo. En la práctica, no me atreví a entrar. Me intimidaba aquella grandeza. No me acostumbré a moverme por la Bodleiana hasta mucho más tarde, cuando ya era adulto. La biblioteca que usé en mi época de estudiante fue la vieja biblioteca pública que está en la parte de atrás de este mismo edificio. Si hay alguien aquí que sea tan viejo como yo, supongo que la recordará. Un día vi un libro de un escritor al que no había oído mencionar nunca, Frances Yates. Se titulaba Giordano Bruno y la tradición hermética. Lo leí, cautivado y asombrado. Me cambió la vida, o por lo menos modificó el rumbo de mi desarrollo intelectual. Cambió sin duda la novela con que andaba trasteando, la primera, en lugar de prepararme para los exámenes finales. Una vez más, un descubrimiento trascendental en mi vida, que se produjo únicamente gracias a que existía una enorme sala llena de libros en la que yo tenía permiso para entrar cuando quisiera y sacar cualquiera de ellos.

Un último recuerdo, en este caso de hace apenas un par de años: estaba tratando de averiguar por dónde discurren todos los ríos y arroyos de Oxford para un libro que estoy escribiendo, El libro del polvo. Fui a la Biblioteca Central y allí, con la ayuda de un avispado miembro del personal, me las arreglé para dar con varios mapas antiguos que me mostraron justo lo que quería saber. Los fotocopié y ahora están clavados en la pared de mi cuarto, donde puedo ver exactamente lo que necesito.

Otra vez la biblioteca pública. Sí, estoy escribiendo un libro, Sr. Mitchell, y sí, espero hacer algún dinero con él. Pero no alabo el servicio de las bibliotecas públicas por dinero. Les tengo cariño a las bibliotecas públicas por lo que me hicieron cuando era niño y estudiante y adulto. Les tengo cariño porque su presencia en un pueblo o en una ciudad nos recuerda que ciertas cosas son ajenas al beneficio, cosas de las que el beneficio no entiende, cosas que tienen el poder de confundir al fantasma avariento del fundamentalismo de mercado, cosas que nutren la dignidad cívica y el respeto del público por la imaginación, el conocimiento y el valor de los placeres sencillos.

Por eso tengo cariño a las bibliotecas, y lo mismo les pasa a los habitantes de Summertown, Headington, Littlemore, Old Marston, Blackbird Leys, Neithrop, Adderbury, Bampton, Benson, Berinsfield, Botley, Charlbury, Chinnor, Deddington, Grove, Kennington, North Leigh, Sonning Common, Stonesfield, Woodcote.

Y de Battersea.

Y de Alejandría.

Dejen en paz las bibliotecas. Ustedes no entienden el valor de lo que tienen a su cargo. Es demasiado precioso para destruirlo.

Mire, yo fumo y fumo mucho

«La literatura se aposentó en mis entrañas como un virus contra el que no caben defensas ni se ha inventado aún la vacuna. Me poseyó y me posee con esa entereza de algunos amores y algunas mujeres, no me ha soltado jamás, no me ha dejado libre, pero me ha exigido serlo ante el resto de las cosas reales». Palabras de Torrente Ballester que saludan al visitante, palabras que enmarcan el retrato que le hiciera el pintor Damián Flores, que sirve de pórtico a la muestra y que también tiene su anécdota: acabado el cuadro, el escritor le recordó al pintor: «Mire, yo fumo y fumo mucho». Y a Flores no le quedó más remedio que añadir un cigarrillo en la mano de don Gonzalo.

(Publicado en el ABC de hoy; envidio de antemano a todos los que puedan visitar esa exposición)

martes, 25 de enero de 2011

Monstruos y pesadillas

Comparto con Sir Paul McCartney la admiración por un grupo musical muy joven llamado MGMT. Proceden de una zona del mundo que conozco bien y su música, que considero original y sorprendente, me atrae mucho.

Hace unos días busqué el vídeo de una de sus canciones más conocidas, Kids. Nada más empezar a verlo, me topo con una sorpresa: una cita atribuida a Mark Twain que, en realidad, es de Federico Nietzsche:

«Aquel que lucha con monstruos, cuídese de no llegar a ser monstruo a su vez. Y si miras por mucho tiempo un abismo, el abismo también mira dentro de ti.»

La segunda sorpresa es el vídeo en sí mismo. Creo que basta con verlo para entender por qué me sorprendí. MGMT tiene fama de hacer vídeos de gran impacto visual (véase otro, también famoso, de su canción Time to pretend) y en Kids han cubierto el cupo con creces. Hay que reconocer que el montaje le va muy bien a la letra de la canción. Entre los temas recurrentes del grupo están la nostalgia por la infancia perdida, la adolescencia mal asumida, la búsqueda constante de frustraciones infantiles que expliquen algo del comportamiento de los jóvenes actuales y cosas por el estilo.

Me puse a mirar los comentarios al vídeo en dos sitios muy populares, Vimeo y Youtube. En Vimeo, casi todos los participantes subrayaban los elementos creativos del montaje y el mensaje subyacente. Algunos mencionaban lo perturbador que resulta ver a un bebé rodeado de monstruos por todas partes, pero no lo criticaban per se, como sí sucedía, y con mucha fuerza, en los comentarios de Youtube. En este último sitio, los mensajes se centraban en el sufrimiento del bebé, criticaban el carácter absurdo del vídeo y, en general, evitaban entrar en mayores detalles.

Hubo uno que me llamó la atención. Decía algo así como: «buf, esto no es nada: si queréis ver algo fuerte, buscad el vídeo Born Free de M.I.A.».

Creo que ya he hablado de M.I.A. Es una cantante nacida en Sri Lanka que ahora mismo vive más o menos en el mismo sitio que MGMT y que yo. Su padre se dedicaba a la política y murió de forma violenta en su país de origen. La familia pertenece a la minoría tamil. Sus creaciones están repletas de respuestas a la violencia que se vive desde hace décadas en su país y, en general, de denuncias contra todas las actitudes represivas y agresivas que hay por el mundo. Su música tiene un componente de provocación política muy molesto para los estadounidenses, los británicos y algunos más. El vídeo que cito más arriba se puede ver en Vimeo, pero en Youtube está restringido con las mismas etiquetas que ciertas cosas como la pornografía, por ejemplo. Es muy violento, y con un mensaje tan diáfano que no hay que explicar nada. Basta con verlo.

En los comentarios a este vídeo sucede algo parecido a lo que vi en el de MGMT: mientras en Vimeo se abren diversos frentes de debate, casi todos constructivos, tanto sobre los valores estéticos del vídeo como sobre sus muchas dimensiones interpretativas, en Youtube casi todo el público se deja arrastrar por un solo hilo, el de la discriminación, y por supuesto el debate muere en el absurdo más lamentable.

Soprende saber que este vídeo está restringido (no prohibido, como se dice por ahí), mientras miles y miles de otros vídeos comerciales como éste de Faster no sólo se emiten para todos los públicos sino que van precedidos por un cartel de la institución de censura estadounidense en la que se dice que es válido "para el público apropiado", sin especificar cuál es ese público apropiado. Vale decir que en este último no se ve a una pareja en la intimidad de su dormitorio ni se ve cómo salta la sangre de las personas que son abatidas a tiros pero, ¿qué hay del mensaje subyacente? El mundo está saturado de películas como esta y, sin embargo, los vídeos que se censuran son los que presentan el tipo de violencia que queda al margen de la estética oficial. Los demás se divulgan con un moderno nihil obstat cinematográfico.

Al mismo tiempo, en una plataforma tan enrarecida por la autocensura como Youtube, me sigue resultando facilísimo ver vídeos de entrenamiento de terroristas en Somalia, Iraq, Afganistán, Daguestán, Chechenia y muchos otros sitios, con bellísimas canciones de estilo nashid. No es que me guste: es que espero que en algún momento los responsables de Youtube acaben por poner coto a quienes publican esos materiales. Si uno busca un rato más (digamos veinte minutos), puede ver operaciones de sabotaje completas, tiroteos, voladuras de infraestructuras, ataques contra soldados de ejércitos y milicias diversos y, por supuesto, ejecuciones, muchas ejecuciones reales, vejación de cadáveres y yo qué sé cuántas cosas más. En Youtube. Sin etiquetas ni banderitas, abierto a todo el personal.

Me pregunto, pues, a qué estamos jugando. Hay cientos de comentarios que critican a los monstruos imaginarios que asustan a un bebé en el mismo sitio web en el que se puede uno pasar horas viendo ejecuciones sumarias reales, y en estas últimas no hay más que comentarios de apoyo, alabanza y gracias a Dios. Nos obcecamos en analizar la ética de una serie de imágenes que son producto de la imaginación de alguien, denostándolas por violentas, mientras damos la espalda al hecho incontrovertible de que hay millones de personas que no hacen más que imaginar cómo será vivir un día sin violencia.

Decía en un post anterior que estaba leyendo Los cuatro jinetes del apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez. Hace unos días lo terminé, pero aún no he escrito nada al respecto. Ahora, con todas estas reflexiones, se me ocurre decir que las imágenes de la primera guerra mundial que describe el autor del libro se comparan bien con lo que he estado viendo esta noche en Youtube por cortesía de los combatientes islamistas. Blasco Ibáñez lamenta que a principios de siglo se hubiera perdido el concepto antiguo de "guerra entre caballeros" y se recurriera al salvajismo, sobre todo por parte de los alemanes. Yo creo, en primer lugar, que Blasco Ibáñez no había estado en ninguna guerra antes de estar en esa y, por lo tanto, no tenía elementos de juicio. En segundo lugar, pienso que las guerras antiguas no fueron más humanas ni más dignas que las del siglo XX, sino distintas. Los refinamientos de crueldad que describe, por ejemplo, el premio Nobel de literatura Ivo Andric en su impresionante novela Un puente sobre el Drina, no tienen parangón con lo visto en las trincheras del Marne. No puedo evitar, al recordar ese libro, la descripción pormenorizada del empalamiento de un mozo del pueblo a manos de los verdugos turcos.

Del mismo modo, todas estas guerras no declaradas que se libran ahora mismo en el mundo no me parecen ni más humanas, ni más crueles que lo leído en los jinetes y en muchos otros libros sobre la guerra. Es, para decirlo en pocas palabras, el mismo horror. Por eso es importante que todos, desde los novelistas españoles decimonónicos hasta las cantantes tamiles del siglo XXI, digamos con claridad que todas las guerras son la misma mierda, sobre todo ahora que los políticos que hace cinco o diez años echaban pestes de ciertos conflictos malditos los han justificado, amparado, potenciado y financiado sine die.

El niño del vídeo de MGMT llora, muerto de miedo, entre monstruos. Es natural. La gente que escribe en los comentarios afirma que eso es muy cruel. No les falta razón, pero eso es una imagen, y esa imagen afirma o denuncia, a mi modo de ver, que medio mundo vive así, rodeado de monstruos, y que a esas personas ni siquiera le es dado llorar y buscar los brazos de su mamá.

jueves, 13 de enero de 2011

Atentados de primera, segunda y tercera clase

En un rincón perdido de una zona poco recomendable de un país en decadencia, las actividades de un enfermo de esquizofrenia y un armero sin escrúpulos desembocaron en un incidente lamentable en el que perdieron la vida varias personas. Entre los heridos había una representante del congreso de ese país.

Por motivos que no se me escapan, pero de los que no me quiero ocupar ahora, el mundo entero se puso a debatir quiénes tenían la culpa de lo que había pasado. Mientras el debate arreciaba en la superficie y las más altas autoridades del país en decadencia expresaban su consternación y declaraban su inquebrantable voluntad de hacer esto y aquello y lo de más allá, yo pensaba que lo mejor para evitar que a uno le afecten esos casos es alejarse todo lo posible de aquella zona perdida del mundo en la que prácticamente todos tienen una pistola o más. Largarse del país en decadencia. Y así, sumido en meditaciones perogrullescas y poco realistas, iba llegando al fondo del andén de la estación de la calle 14 (dirección sur), donde creía entrever un bulto del tamaño aproximado de un humano tendido sobre el costado.

Pensé de inmediato en esas campañas que veo en el metro y que alientan al ciudadano a dar la alarma si ven algún objeto sospechoso en las vías, en los túneles o en cualquier parte de las estaciones. Son graciosas esas campañas, porque el sistema de metro de esta ciudad está tan decrépito y abandonado que hay grandes acumulaciones de basura y desperdicios por todas partes. Si alguien quisiera atentar, poner una bomba, como en Madrid y en Londres, no tendría más que apartar un poquito una de las inmensas bolsas de basura que hay tiradas por todas partes y colocar un paquete. O ponerlo en una bolsa de basura, que no llamaría la atención en lo más mínimo. O mejor aún, darle forma de vagabundo dormido.

No había movimiento en el bulto que digo. Pensé que era humano porque en la base había cartones, señal habitual de que hay alguien durmiendo encima. Los materiales que lo cubrían eran muy variados, pero en general eran plásticos y mantas. Sin acercarme demasiado, traté de detectar ese olor característico que despiden quienes llevan tiempo viviendo en la calle. Nada. Al acercarme un poco más, surgió de la parte izquierda del bulto, la más cercana a las vías, una rata.

Nada más salir se volvió hacia mí, me miró y se quedó quieta unos instantes. Después se metió en el bulto otra vez, para surgir otra vez casi de inmediato, acompañada ahora por una rata de tamaño mayor (y no es que la primera fuese precisamente pequeña). Me observaban las dos. Yo las observaba a ellas y me preguntaba si se puede tener de mascota, o de animal de compañía o de protección, a un par de roedores como esos, tan grises, tan sucios, tan plagados de infecciones. Un instante después me preguntaba si de verdad habría algo o alguien ahí metido.

Rugió el convoy por el túnel. La escena tocaba a su fin. Un segundo antes de que el primer vagón entrara en la estación, las dos ratas se volvieron y desaparecieron por debajo de una puerta, aplastando mágicamente sus cuerpos para adaptarlos al tamaño de una ínfima rendija. Me metí en el vagón. Se cerraron las puertas.

No era descabellado pensar que hubiera una persona debajo de aquel montón de plásticos y mantas frecuentado por ratas. Si no estaba en ese momento, igual había salido a buscar tabaco. Esa persona, si existía, podía ser un enfermo mental sin el debido tratamiento, como el que mencioné al principio. Claro que con toda probabilidad no tendría pistola. Pensé que, quizá, podía tener ideas políticas, sociales o religiosas de carácter extremista e incluso violento. Claro que con toda probabilidad no podría hacerse con materiales explosivos. Pensé, en fin, que hasta para cometer delitos y masacres necesita uno tener contactos, hablar con gente. O al menos, tener un poco de suerte en esta vida.