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jueves, 15 de noviembre de 2018

Siempre hay pérdidas personales

"Vuelves a la sociedad que conoces y en la que has vivido y ves que es otra, paseando por Barcelona veo que me apropié de una ciudad que ahora no encuentro. Siempre hay una pérdida."
Entrevista a Eduardo Mendoza, El País, 15 de noviembre de 2018

martes, 21 de junio de 2016

La locura de la soledad multitudinaria... o algo así

Buscando en los archivos del Guardian, me topo hoy con una cita, al parecer muy conocida, de Henry Miller, que se aleja de las obviedades habituales que se dicen sobre esta ciudad y me hace sentir como si estuviera delante de un espejo.

New York has a trip-hammer vitality which drives you insane with restlessness, if you have no inner stabilizer…. In New York I h ave always felt lonely, the loneliness of the caged animal, which brings on crime, sex, alcohol and other madnesses.

(Nueva York tiene una vitalidad de martillo pilón que te vuelve loco de impaciencia, si no tienes un estabilizador interno... En Nueva York me he sentido siempre solo, con esa soledad del animal enjaulado que te empuja al crimen, al sexo, al alcohol y demás locuras.) (Traducción mía)



viernes, 20 de mayo de 2016

Sin hogar



Hace más de un año que no veo a Richie, el vagabundo del carrito que vendía rosas en la esquina de la calle 42. En su momento, convertí a Richie en un personaje de cuento y lo involucré en una trama de intriga diplomática, aprovechando que entre su esquina y el edificio principal de la ONU no hay más que unos pasos.

También lo he usado como inspiración para otros episodios de ficción que he escrito en este blog. No es que lo eche de menos, porque nos siguen sobrando vagabundos en esta ciudad y ahora, con el buen tiempo, salen de los túneles y se los ve por todas partes. Cuanto más elegante o más turística sea la zona, más vagabundos hay, porque ahí es donde la gente tira más comida y da más limosnas. Si uno quiere ver a los mendigos más famosos de Nueva York, no tiene más que pasear un poco por Times Square, los alrededores del Empire State Building y la estación Grand Central. Los baños públicos son un excelente punto de observación, porque ahí es donde suelen hacer sus abluciones por la mañana. En verano, abandonan temporalmente esos lugares y prefieren lavarse de madrugada en las fuentes de los parques, antes de que llegue la oleada de teléfonos y cámaras digitales.

En fin, hoy me quedé mirando a uno que no conocía, uno bajito, rechoncho, con cara de resignación, que lleva un bastón y camina muy despacio. Viste una cazadora de los Nets y, en su lenta caminata, siempre hace una pausa para conversar con la misma cabina telefónica (la de la esquina de la tercera avenida y la calle 45) y con el mismo poste del andamio que hay frente al restaurante Tulsi, en la 46. Se detiene, mira con parsimonia a la cabina o al poste y, antes de empezar a hablar, se apoya bien en el bastón levantando al mismo tiempo el dedo índice de la mano que le queda libre. Habla bajito, sin prisa, razonando con la cabina (con el poste), como esperando que asienta o que le conteste. Mientras lo miraba, me he quedado pensando en él, en todos los que son como él, incluido Richie, y de repente he oído las voces que me susurraban al oído.

Son voces de muy lejos, de 1986, y de otro continente. Ese año, Paul Simon saltó (de nuevo) a la fama con un disco titulado Graceland en el que incluyó mucha y muy buena música africana. En una de las canciones participa un grupo clásico y mítico del género South African township music llamado Ladysmith Black Mambazo, y con las voces de ese grupo cantó Paul Simon esa canción que se me vino a la mente mientras miraba al hombre que razona con las cabinas de teléfono.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Sin indicios de sufrimiento

Este vagabundo que pasea por la estación central y sus alrededores tiene un aspecto de lo más normal. No diría distinguido, pero sí digno y correcto. Hay que fijarse un poco para apreciar el desgaste excesivo de la ropa en algunos puntos, las cicatrices de las manos, los objetos extraños que porta en el maletín de ruedas, por lo demás de aspecto tan profesional. Y luego está, por supuesto, la forma en que se comunica con nosotros, con el resto del mundo.

Porque como tantos vagabundos de la ciudad, este señor necesita, entre otras muchas cosas, atención psiquiátrica.

Si uno tiene la mala suerte de cruzarte con su mirada, este vagabundo abrirá desmesuradamente los ojos y dará por iniciada la comunicación con el desventurado ser humano que lo miró. Es una mirada que te atraviesa de parte a parte, te da la vuelta como un calcetín y te incita a decir algo, quizá a saludar. Pero antes de que uno pueda reaccionar llega el improperio. Por ejemplo:

-Todo el puto día batallando para tener que cruzarme ahora con tu cara de imbécil -dice, tranquilo, con una voz de trueno.

En ese momento, uno puede cometer muchos errores. Por ejemplo, volverse y contestar. O seguir mirando. Entonces la tormenta arrecia.

-No, no te pares ahí -dirá el vagabundo agitando levemente una mano que intenta expulsar al advenedizo-, hueles a mierda que apestas. Lárgate y déjame en paz.

Si uno quiere sentir la violencia de toda la artillería pesada de este hombre, no tiene más que quedarse quieto. Poco a poco irá surgiendo una buena retahíla de perlas dedicadas al amor fraterno, la filantropía y la buena vecindad.

-¿Tú eres el cabrón que se caga en las papeleras? Sí, tienes toda la pinta de cagarte en las papeleras. Se te ve capaz, y hueles a mierda, y también a papelera. Bueno, lárgate de una vez y déjame en paz, que se me revuelve el estómago de verte y olerte. Ve al hospital a que te laven bien, hijo de perra. Y deja de cagarte donde comemos los demás, enfermo del demonio.

A continuación, el vagabundo reanuda su camino en espiral hacia ninguna parte, digno y correcto, con su maletín lleno de envases que otros no apuraron. Sin indicios de sufrimiento.


viernes, 11 de octubre de 2013

Broadway-Lafayette

-¿¡Es que nadie va a hacer nada!?

Los ojos desorbitados, el semblante contraído, lágrimas que le surcan las mejillas, camina sin rumbo, nos habla a todos pero no habla con nadie. Se marcha escaleras arriba.

En la estación de metro de Broadway-Lafayette hay muchísima gente, como de costumbre a estas horas de la tarde. Unos caminan tranquilos, otros se vuelven a mirar al fondo del andén. El fondo del andén. De allí venía la mujer llorosa. Algo, alguien al fondo del andén. Hay caras que saben, hay caras que intuyen, hay quien trata de averiguar. Hay quien se encoge de hombros.

Llega un tren. Se abren las puertas, entra gente, sale gente. Al fondo, al fondo del andén alguno se queda quieto, mirando al suelo, mirando entre las piernas de un corro de personas. Una mujer observa un momento, se vuelve de inmediato con una mueca de dolor en el rostro y camina ligera, casi corre, hacia las escaleras. Un hombre mayor se aleja con lentitud y sacude la cabeza.

Allá, al fondo del andén, alguien recula, paso a paso, muy despacio, y enjuga una lágrima. Apoya la pared en una viga de acero, se encoge, aprieta un puño contra la boca y cierra los ojos. Hay otro que saca el teléfono y hace una foto.

-No sé, supongo -le dice con tono exasperado un hombre a su pareja al pasar junto a mí.

Me acerco un poco.

Al pie de una escalera, entre azulejos ennegrecidos por el polvo y vigas mil veces repintadas, veo un bulto bastante voluminoso que reposa en el suelo, rodeado por dos docenas de pies y piernas.

-¿¡Han pedido ayuda o no!? -surge un grito, una queja, una súplica. Hay dos, tres personas inclinadas sobre el bulto, quizá de rodillas, apenas visibles, como sombras.

Llega otro tren. Se abren las puertas. De los que se bajan del tren y se topan con el corro hay quien blasfema, hay quien invoca a Dios. Otros se quedan mirando y el corro crece. Otros miran un momento, se vuelven y se marchan.

Me acerco más.

Veo a la mujer que está de rodillas, aplicando el masaje cardiorrespiratorio al hombre que yace inerte en el andén. Agotada, se aparta y le pide a una segunda que continúe. Hay tres mujeres arrodilladas atendiendo al hombre.

-¿Probamos ahora? -pregunta la tercera. La segunda asiente y entre las dos practican el boca a boca a aquel corpachón enorme que sigue sin dar señales de vida. Una, dos, tres. Las manos de la mujer parecen hundirse en el enorme pecho, que no ofrece resistencia alguna: parece de goma. Cuatro, cinco, seis. Alguien pide más espacio, den un paso atrás, por favor. Siete, ocho, nueve, diez. No hay pulso, dice la primera mujer sujetando la muñeca del hombre. Se incorpora con la cara congestionada y grita, grita con una voz que no es estridente, pero tiene un tono desesperado que proyecta sus palabras como un disparo por toda la estación.

-¿¡Pero han llamado ya a la ambulancia!?

Reacciono. Me doy la vuelta y corro escaleras arriba. Preparo el teléfono: en los túneles no hay cobertura, tengo que salir a la calle. No. No hace falta. Ahí vienen. Vienen por fin los camilleros con el equipo de reanimación. Pasan volando junto a mí. ¿Cuánto habrán tardado? Cuatro minutos, quizá cinco. En el andén, una eternidad. Una vida entera.

Espero un rato junto a la entrada. No vuelven. Espero un poco más.

Salgo a la calle. No es mi parada, solo estaba haciendo un transbordo.

Pero tengo que salir a la calle.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Típica estampa (religiosa) matutina

Son las ocho y media de la mañana. Por una de esas casualidades de la vida, o quizá porque todavía no han empezado las clases en los colegios públicos, el vagón de la línea E no va muy lleno. De pie, frente a los asientos ocupados y al lado de la puerta, tengo sitio suficiente para abrir el libro sin contorsionarme ni molestar a nadie.

Un par de minutos después me saca de la lectura la voz alegre de la chica que tengo detrás:

-¿Has visto lo que tienes ahí, al lado del hombro?

Me vuelvo. No me lo dice a mí: se lo dice al hombre que está sentado enfrente de mí. Varios pares de ojos se concentran en él.

-Sí, sí. La he visto -dice el hombre-. Es grande, ¿eh?

-Ya te digo, ya te digo -contesta ella, y se queda mirando a las barras que nos separan, al hombre y a mí. Ahí, en el asidero del asiento, al que yo podría haber echado mano sin mirar mientras leía, va agarrada una mantis religiosa del tamaño de un trolebús. Totalmente inmóvil, como corresponde a la especie, parece ir mirando por la ventana del vagón, los ojos clavados en la espesa oscuridad del túnel que conecta las dos islas por debajo del East River.

Momentos después, la chica sigue jugando con el teléfono, el hombre rasca otro cupón de lotería (Mega Millions), yo intento volver al anodino cuento de estudiantes españoles en el extranjero que estaba leyendo, y la mantis religiosa sigue viajando de Queens a Manhattan sin que nadie la importune, más cómoda que una madre abadesa en un calesín.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Alegorías para dos amigos

El día 23 de abril, para no perder las buenas costumbres, alguien que me quiere mucho me regaló un libro. Esta vez estaba en español. Creía yo que en español original, pero no: el autor, Kirmen Uribe, escribe en vasco, así que esta novela que he leído, titulada Bilbao-New York-Bilbao, es una traducción que, dicho sea de paso, me ha parecido excelente.

Aunque no queda claro desde el principio, el autor hace saber a sus lectores que este libro es, en efecto, una novela. Muy avanzada la narración, en la página 145 (de menos de doscientas), dice:

La idea del espejo [de Van Eyck y El matrimonio Arnolfini] inspiró años más tarde a Diego Velázquez en la ejecución de sus Meninas. En las Meninas aparece el propio Velázquez pintando un lienzo. La infanta y sus acompañantes están mirando la escena. Al igual que en el cuadro de Van Eyck, en el de Velázquez también aparece un espejo en el fondo del cuadro. En ese espejo está reflejada la escena que está pintando el pintor, es un retrato de los reyes.

Velázquez pinta así lo que hay detrás de un cuadro, nos muestra cómo se pintaba un lienzo en su época, nos revela el artefacto. Pues bien, pensé que yo debía mostrar lo que hay detrás de una novela, enseñar todos los pasos que se dan a la hora de escribirla. Las dudas, las incertidumbres. Pero la propia novela no aparecería en la novela. Tan solo el lector podría intuirla, como intuye el espectador el retrato de los reyes que pinta Velázquez en las Meninas.

No quería construir personajes de ficción. Quería hablar de gente real.
El planteamiento de Uribe es original y también atrevido. En efecto, si uno lee el libro de cabo a rabo no encuentra la novela por ninguna parte, y sí se aprecia el encomiable esfuerzo de investigación y documentación que queda reflejado en sus páginas. El autor trata de contestar a una pregunta, en apariencia sencilla: ¿por qué el barco de pesca de su abuelo se llamaba "Dos amigos"? ¿Tenía su abuelo un amigo y compañero de pesca del que la familia nunca supo nada? Investigando, Uribe transita por la historia de Ondarroa, su pueblo, y las zonas aledañas en busca de pistas. Colecciona historias. Descubre personajes. Todo real. Nada de ficción. Muy interesante.

El único problema, entonces, es llamar novela a lo que no lo es.

Pese a esta aparente decepción, uno no se aburre de leer Bilbao-Nueva York-Bilbao, sobre todo porque Uribe escribe muy bien: es un excelente narrador que no pone una palabra de más o de menos en sus párrafos. Ahí se ve que tiene oficio de poeta (he leído que es más conocido por su poesía que por su narrativa, pero no sé si es cierto). Las historias breves que nos comunica son nucleares, es decir, uno podría abrir el libro casi por cualquier parte, empezar a leer al inicio de la primera sección visible y disfrutar sin problemas del cuento o la anécdota que le haya tocado en suerte.

El conjunto de las historias compone un retrato fragmentario de la sociedad de los pueblos vascos de la costa, con un fuerte énfasis en la pesca y en el relevo generacional: vemos abuelos, padres e hijos, e incluso alcanzamos a atisbar una generación externa, la de los inmigrantes, que están ya presentes e instalados en los pueblos pesqueros del litoral vasco. También hay algunas que describen los viajes del propio Uribe, pero incluso estas guardan siempre una relación estrecha e intensa con su pueblo, su familia y su cultura, que acaban por ser los únicos referentes.

Uribe usa con frecuencia en este libro un método narrativo que a mí me resulta muy religioso: la alegoría. Nada más empezar afirma que los árboles y los peces se parecen; luego explica por qué: los anillos concéntricos de la carne de los peces marcan los años de crecimiento, igual que los anillos de los troncos de los árboles. Tanto en unos como en otros, cada anillo marca un invierno, una época de carestía o de frío. Termina estableciendo una analogía con las personas:

Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Las pérdidas delimitan nuestro tiempo; el final de una relación, la muerte de un ser querido.

Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior.
Este estilo alegórico y metafórico de corte religioso-trascendente está presente en mayor o menor medida en toda la novela, ya sea mediante estas parábolas, ya en frases o actitudes memorables de personas destacables en la vida de Uribe. Es un recurso narrativo que le va muy bien al tipo de historias que quiere contar. La alegoría de los peces y los anillos, por cierto, es también la que cierra el libro.

En contraste, la historia que Uribe decide usar para hilar toda su investigación y para titular su libro, a saber, un viaje de Bilbao a Nueva York con escala en Frankfurt, es la más floja de todas. En comparación con la contundencia y la citada "nuclearidad" de las que sí le tocan de cerca, resulta fría, poco convincente y, sobre todo, irrelevante. De hecho, en el mismo libro hay otra historia vehicular o transversal, que es la relación de amistad del pintor Aurelio Arteta y el arquitecto Ricardo Bastida (dos amigos), ambos vinculados indirectamente a la historia de la familia de Uribe, que sí suscita un interés inmediato e intenso. Sin embargo, diríase que queda en segundo plano.

Paradójicamente, la falta de fuerza del hilo conductor no va en detrimento del libro, sino que corrobora el cumplimiento del objetivo que el autor se había propuesto. Al terminar de leerlo me quedé con una sensación de cosa inacabada, de que aquello no podía dejarse así. Entonces pensé que era probable que los contemporáneos de Velázquez hubieran tenido la misma sensación al ver Las Meninas por primera vez. Como no hay novela, al llegar al final uno no tiene la sensación de haber llegado a ninguna parte o de haber cerrado ningún círculo. La reacción natural es volver a abrir el libro, quizá no por el principio, sino por el medio, y recorrerlo en diagonal en busca de las historias más interesantes, marcarlas y contárselas a los amigos. Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo y eso es, creo, lo que pretendía Uribe.

En ese sentido, Bilbao-New York-Bilbao es un libro eminentemente citable. Es mucho más un poemario que una novela. Es una colección de postales en movimiento, algunas muy antiguas, otras muy modernas, algunas alegres y otras muy tristes. Es un agradable ejercicio de introspección, reflexión y memoria con una bella ejecución.

lunes, 21 de marzo de 2011

METAR y redemption

KJFK 211251Z 17016G27KT 3SM RA BKN012 OVC019 03/00 A3026

"METAR" es un informe meteorológico rutinario. Si tienes un avión, no salgas sin haberlo escuchado. Los METAR vienen codificados y tienen una pinta horrible. El que hay ahí arriba es el del aeropuerto Kennedy de Nueva York, esta misma mañana.

Esta mañana, el METAR no era el único que tenía una pinta horrible. Para quienes no saben leer esos informes, lo descodifico:

- KJFK es el nombre del aeropuerto, según la codificación de la Organización de Aviación Civil Internacional.

- 211251Z significa que este informe es del día 21 y que la observación se hizo a las 12.51 horas del tiempo universal coordinado (también llamado Zulu), o sea, a las 7.51 am de Nueva York o a la 1.51 pm de Madrid.

- 17016G27KT quiere decir que hay viento del sur (rumbo 170) a 16 nudos (30 km/h) con rachas de hasta 27 nudos (50 km/h).

- 3SM son 3 millas (5 km) de visibilidad máxima.

- RA es lluvia, lluvia, lluvia (rain).

- BKN012 significa que hay una capa de nubes con algunos claros (BKN, broken clouds) a 1.200 pies de altitud.

- OVC019 es otra capa de nubes a 1.900 pies de altitud, pero ahí ya no hay claros (OVC, overcast, cubierto).

- 03/00 significa que la temperatura es de 3 grados centígrados y que el punto de rocío es cero. En otras palabras, uno puede afirmar que hay una humedad del carajo.

- A3026 es la presión, normal tirando a un pelín alta, lo cual significa que la lluvia no puede durar mucho.

Esta lluvia marítima con viento de hasta 50 km/h me recuerda siempre a Fernando Pessoa y su poema Chuva Oblícua, epítome de la saudade portuguesa. Me gusta, como a él, mirar los techos negros de los "brownstones" de mi barrio para ver esas flechas, esas agujas diagonales que forman una especie de visillo o velo de novia y dejar que la imaginación navegue al compás. Parece que apenas llueve, pero de los codos de los árboles chorrea abundante una savia transparente que corre luego, aceitosa, hacia las bocas rayadas de las alcantarillas.

Superada la dimensión poética de esta lluvia oblícua tan atlántica, que me fascina y me trae memorias del otro lado, el METAR de esta mañana significaba que me iba a mojar, y mucho. Hace ya casi seis años que no tengo coche. Eso curte mucho ante los elementos, aunque no lo parezca. Uno se toma la mojadura con más filosofía, la acepta como parte del afán cotidiano. Y así salí, paraguas en ristre, sin saber si el viento me dejaría mantenerlo abierto y en alto, o si lo haría pedazos en la primera esquina, como ocurre con tanta frecuencia en esta ciudad.

Me respetó el viento, pero no la lluvia. En la recta final de mis quince minutos de trayecto a pie hacia el metro, la parte baja de los pantalones y la manga izquierda del abrigo se habían empapado por completo. Entonces, al girar una esquina, apareció ella.

Ella. Ni más, ni menos. Nacida en el sur de China, emigrada muy joven y llegada al Chinatown neoyorquino en los peores años de la recesión, probablemente en 1969. Nueva York era un infierno de violencia, droga y mafia. Aquella joven hizo lo que le dijeron para sobrevivir en aquel laberinto vaporoso de calles, túneles, cocinas y factorías clandestinas. Cocinó, sirvió, limpió, cosió, vendió falsificaciones, se acostó, se levantó, aprendió inglés, condujo camionetas, compró y vendió los artículos más peregrinos que las imaginativas mentes comerciales pudieran concebir. Trabajando, y nada más que trabajando, un día de repente se vio vieja. Y los demás también la vieron vieja, e inútil. Quizá también enferma. Así que el año pasado le dieron un carrito de la compra y la mandaron por las calles a buscar latas de aluminio, botellas de plástico y cartones de bric.

¿Botellas de plástico? ¿Latas de aluminio? Sí. En el estado de Nueva York, y en otros muchos, se aprobó hace tiempo la denominada "bottle bill", una ley por la que determinados establecimientos reembolsan a los consumidores cinco céntimos por cada contenedor de ese tipo que devuelvan para reciclar. Desde entonces, y gracias a ese incentivo, se han reciclado muchísimos más envases que antes.

Y así, después de este largo viaje de sesenta años y dos continentes, ella está aquí, justo delante de mí. La lluvia oblícua cae con fuerza sobre su impermeable amarillo. Esta mujer camina con parsimonia, quizá con resignación, quizá agotada, empujando un carrito lleno hasta los topes de botellas vacías, de cuyos costados cuelgan bolsas transparentes inmensas como enormes y horrorosos quistes multicolor. Va por la calzada, junto a los coches, metiéndose por los charcos con la mirada fija en el horizonte, en apariencia impasible. Con seguridad, el METAR de hoy le trae al pairo. Lo que le importa es esta lluvia oblícua que le golpetea la espalda y le enfría las canillas y las manos. Lo que le importa es llegar, a este paso quizá dentro de una hora, al "redemption center" de Atlantic Avenue, rimbombante nombre para estas dos tristes máquinas azules donde irá metiendo una por una todas las botellas y latas para recibir a cambio cinco céntimos por cada una. Puede ser que el carrito lleno, la labor de un día, le reporte $25 o $30. Suficiente para comer, sin duda. Estirando un poco, también para comprarse ropa a fin de mes.

Parado en el semáforo, la veo alejarse hacia el sur y me da por pensar en los vagabundos de Orwell (Sin blanca en París y Londres), esos que habían tomado la decisión consciente de no trabajar, de no ser productivos. Pero este no es el caso. Este caso es peor, porque es un trabajo, y muy duro, pero es indigno y reporta un ingreso insuficiente. Me pregunto si quienes escribieron la "bottle bill" evaluaron todas las consecuencias posibles de ese incentivo, más allá de la vertiente ecológica. Quizá sí pensaron en los efectos sociales e incluso consideraron que serían buenos porque mucha gente pobre tendría la oportunidad de obtener un ingreso extra sin necesidad de rebuscar en los vertederos (solo tienen que rebuscar en las bolsas y los contenedores de basura domésticos de toda la ciudad, lo cual, quieras que no, es una mejora). Quizá no lo pensaron en nada de esto. No hay forma de saberlo. Pero si no hubiera "bottle bill", esta increíble mujer del impermeable amarillo sobreviviría haciendo cualquier otro trabajo impensable para mí y para muchos como yo.

Esta vez no tengo moraleja. Pese a la mojadura, cada vez más persistente, me olvidé de la lluvia, de Pessoa y del METAR y me hundí, como una gota más, en el charco gordo que tengo enfrente.

jueves, 13 de enero de 2011

Atentados de primera, segunda y tercera clase

En un rincón perdido de una zona poco recomendable de un país en decadencia, las actividades de un enfermo de esquizofrenia y un armero sin escrúpulos desembocaron en un incidente lamentable en el que perdieron la vida varias personas. Entre los heridos había una representante del congreso de ese país.

Por motivos que no se me escapan, pero de los que no me quiero ocupar ahora, el mundo entero se puso a debatir quiénes tenían la culpa de lo que había pasado. Mientras el debate arreciaba en la superficie y las más altas autoridades del país en decadencia expresaban su consternación y declaraban su inquebrantable voluntad de hacer esto y aquello y lo de más allá, yo pensaba que lo mejor para evitar que a uno le afecten esos casos es alejarse todo lo posible de aquella zona perdida del mundo en la que prácticamente todos tienen una pistola o más. Largarse del país en decadencia. Y así, sumido en meditaciones perogrullescas y poco realistas, iba llegando al fondo del andén de la estación de la calle 14 (dirección sur), donde creía entrever un bulto del tamaño aproximado de un humano tendido sobre el costado.

Pensé de inmediato en esas campañas que veo en el metro y que alientan al ciudadano a dar la alarma si ven algún objeto sospechoso en las vías, en los túneles o en cualquier parte de las estaciones. Son graciosas esas campañas, porque el sistema de metro de esta ciudad está tan decrépito y abandonado que hay grandes acumulaciones de basura y desperdicios por todas partes. Si alguien quisiera atentar, poner una bomba, como en Madrid y en Londres, no tendría más que apartar un poquito una de las inmensas bolsas de basura que hay tiradas por todas partes y colocar un paquete. O ponerlo en una bolsa de basura, que no llamaría la atención en lo más mínimo. O mejor aún, darle forma de vagabundo dormido.

No había movimiento en el bulto que digo. Pensé que era humano porque en la base había cartones, señal habitual de que hay alguien durmiendo encima. Los materiales que lo cubrían eran muy variados, pero en general eran plásticos y mantas. Sin acercarme demasiado, traté de detectar ese olor característico que despiden quienes llevan tiempo viviendo en la calle. Nada. Al acercarme un poco más, surgió de la parte izquierda del bulto, la más cercana a las vías, una rata.

Nada más salir se volvió hacia mí, me miró y se quedó quieta unos instantes. Después se metió en el bulto otra vez, para surgir otra vez casi de inmediato, acompañada ahora por una rata de tamaño mayor (y no es que la primera fuese precisamente pequeña). Me observaban las dos. Yo las observaba a ellas y me preguntaba si se puede tener de mascota, o de animal de compañía o de protección, a un par de roedores como esos, tan grises, tan sucios, tan plagados de infecciones. Un instante después me preguntaba si de verdad habría algo o alguien ahí metido.

Rugió el convoy por el túnel. La escena tocaba a su fin. Un segundo antes de que el primer vagón entrara en la estación, las dos ratas se volvieron y desaparecieron por debajo de una puerta, aplastando mágicamente sus cuerpos para adaptarlos al tamaño de una ínfima rendija. Me metí en el vagón. Se cerraron las puertas.

No era descabellado pensar que hubiera una persona debajo de aquel montón de plásticos y mantas frecuentado por ratas. Si no estaba en ese momento, igual había salido a buscar tabaco. Esa persona, si existía, podía ser un enfermo mental sin el debido tratamiento, como el que mencioné al principio. Claro que con toda probabilidad no tendría pistola. Pensé que, quizá, podía tener ideas políticas, sociales o religiosas de carácter extremista e incluso violento. Claro que con toda probabilidad no podría hacerse con materiales explosivos. Pensé, en fin, que hasta para cometer delitos y masacres necesita uno tener contactos, hablar con gente. O al menos, tener un poco de suerte en esta vida.

viernes, 22 de octubre de 2010

Vaso desechable

Uno de los hábitos de los neoyorquinos que menos aprecio es el de recorrer la ciudad por la mañana temprano con un vaso en una mano.

Esta costumbre está tan arraigada que su incidencia no disminuye ni siquiera en los días de lluvia, en los que la mano libre suele estar ocupada con un paraguas. Merece la pena contemplar el espectáculo de la típica moza esbelta y elegante que se balancea en lo alto de unos tacones excesivos, sorteando charcos, transeúntes y bolsas de basura con escasa habilidad, mientras sostiene un vaso de papel en una mano, un paraguas en la otra y un número indeterminado (siempre superior a uno) de bolsos y bolsas colgando de los brazos. Por supuesto, no va bebiendo lo que hay en el vaso: es imposible beber en esas condiciones. Lo que hace es llevarlo a la oficina, a la tienda o a donde sea que se dirija. Hay que tener en cuenta que por estos lares gusta mucho el café frío, y también el café que en realidad no es café, es decir, ese tipo de brebajes en los que el café es solo una excusa para tomar refrescos desde bien temprano, pero en fin, eso es harina de otro costal.

Lo curioso de este asunto del vaso en la mano es que transportar líquidos no es asunto baladí. Nunca lo ha sido. Uno de los objetos que más usan los antropólogos y arqueólogos para distinguir la antigüedad e identidad de un yacimiento es la vasija, el recipiente, el vaso, la jarra o cualquier otro artículo que se usara hace miles de años para guardar líquidos. Durante decenas de siglos, el ser humano ha desarrollado, mejorado, perfeccionado y afinado las artes relacionadas con la fabricación de recipientes, no solo por el interés práctico evidente, sino también como vehículo de expresión artística y cultural.

En esta ciudad, el exponente moderno de todo ese cúmulo de historia es el lamentable vaso de papel con tapa de plástico. Quiero decir que ese es el exponente más habitual, claro, no querría generalizar. Además del vaso susodicho hay todo un universo de recipientes portátiles que uno puede contemplar en el metro o en el autobús y que guardan relación con distintas escuelas estéticas: está la taza metálica, en teoría a prueba de derrames y golpes, propia de los conservadores y preferida por los bebedores de té; está también la botella plástica post-cantimplórica con tendencia aventurera y bananera; está la botella metálica de inspiración deportiva; en esa misma línea, están todos esos contenedores plásticos de formas ridículas que se adaptan a la mochila o incluso se integran en ella, con tubito succionador incluido para facilitar el trasiego. En fin, la lista es larga.

Lo que no he visto nunca es botijos. Ni uno. Y mira que he visto botijos colgados debajo de los ejes de los carros, aguantando tela por los caminos de cabra sin romperse y sin calentarse.

Hay quien dice, con mucha razón, que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura. Yo estoy de acuerdo: lo es, en varios aspectos. El primero y principal es que a mucha gente (esto no incluye a los neoyorquinos, pero sí me incluye a mí) le da asco tomar café con la boca pegada a un cacho de papel o de plástico. Por cierto, es mucho más asqueroso lo que hace cierta gente cuando se le acaba el café, a saber, pasarse el resto del trayecto en el metro mordisqueando los bordes de la tapa de plástico, para disgusto y molestia de la docena de personas que estamos a escasos centímetros de su cara y que pensábamos, pobres de nosotros, que ya teníamos suficiente desgracia con ir apretados y apestados por los vapores de un café requemado con olor artificial a vainilla, calabaza, avellana, cereza o cualquier otra repugnancia que esté de moda en esa temporada. Se dirá, con razón, que esta parte del asco no es atribuible directamente al vaso, pero por lo mismo es justo reconocer que si el susodicho vaso no existiera, o fuera de otra naturaleza, probablemente el tío cerdo mordisqueador de plasticuchos se vería obligado a ventilar sus malos hábitos en privado, y no en un vagón atestado de personal.

El segundo aspecto por el que cabe afirmar que el vaso de papel con tapa de plástico es una basura es el ya mencionado de la fiabilidad: hay que ver la cantidad de veces que se abren, se despegan, se rompen, se les sale la tapa o, en general, les pasa algo que provoca un derrame en los sitios más inesperados.

El tercer aspecto, por paradójico que parezca, es la inconveniencia. Se nos dice y se nos repite que estos vasos son útiles y convenientes porque es muy práctico poder traer y llevar cafés a la oficina, a casa, a un parque o a donde nos dé la gana. En otras palabras, el mensaje que se nos transmite es que el café es como el teléfono celular, las llaves de casa o la tarjeta de crédito, es decir, que hay que ir a todas partes con él. ¡Error! Como ya se ha dicho, transportar líquidos no es un asunto sencillo y, desde luego, no es algo que uno quiera hacer todos los días a todas horas. De hecho, la cultura del café, en sitios distintos de Nueva York, implica sedentarismo, tiempo libre, relax, conversación y, en general, ir a un lugar y no moverse de él mientras dure la relación del paladar con el café. Durante todo ese tiempo, el líquido se queda estabilizado encima de una mesa. Por contraste, esta noción de ir bebiéndose un café (sin derramarlo) mientras se recorren varios kilómetros, se cruzan ríos y canales, se transita por túneles atestados de transeúntes y se aborda todo tipo de medios de transporte resulta, si bien se piensa, opuesta a la conveniencia y la utilidad. Más bien recuerda al planteamiento de uno de esos concursos televisivos (para japoneses, quizá) en los que los participantes recorren un circuito absurdo vestidos de mosca o de oso panda con un cachirulo en la mano mientras se dan trastazos y se ponen perdidos de guarrerías para solaz de los espectadores.

Un cuarto aspecto es el de la ecología, pero he de reconocer que este terreno está ya demasiado trillado. Baste decir que el asunto de los vasos de papel (se calcula un consumo de 220.000 millones de vasos al año, ahí es nada) ha generado una cantidad asombrosa de corrientes de idiotización. La primera que quiero mencionar es la de generar estadísticas absurdas: a los estadounidenses les resultan extrañamente atractivos los cálculos comparativos que implican hacer algo absurdo o imposible, como por ejemplo cubrir la línea del ecuador con vasos de papel usados o llenar de basura el Empire State Building. Es como si con ese tipo de idioteces les entraran mejor ciertas cosas en la cabeza, lo cual da que pensar. Una de las barbaridades que les gusta leer es que con todos los vasos que tiran a la basura en un año podrían dar 300 vueltas al planeta. Y los muy cerdos, en lugar de hacer algo al respecto, van y lo publican en Internet para que todos lo sepamos.

Las otras líneas de idiotización que ha desencadenado el pensamiento ecológico van por caminos muy distintos: por ejemplo, hay gente que se ha puesto a comprar jarras, vasos y otros recipientes no desechables de forma compulsiva para no usar vasos de papel o de plástico de usar y tirar. Resulta que ahora uno va a comprar una de esas a la tienda y tiene que elegir entre cientos (literalmente) de modelos distintos. El resultado idiotizante es que dejamos de comprar millones de vasos de papel para comprar millones de estas tazas de plástico o metal, cuando todos teníamos ya suficientes tazas y vasos normales en casa. También hay quien ha iniciado campañas en las que dan panfletos en el metro en contra del consumo de vasos de papel (lo juro, panfletos de papel, me han dado uno). Hay quien ha fundado empresas que recogen vasos de papel y los vuelven a convertir en pasta de papel para hacer más vasos. Ya sé que está muy de moda esto de reciclar y que en estos días ni siquiera las botellas de vidrio se reutilizan como antes. Aun así, yo encuentro idiotizante que alguien te venda como "ecológico" el proceso siguiente:

  1. Te quieres tomar un café.
  2. Compras un vaso de papel lleno de café, lo usas y lo tiras a un contenedor especial de reciclaje.
  3. Viene el camión y se lo lleva a la fábrica, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  4. Una máquina pulveriza el vaso, lo lava con detergentes abrasivos y con desinfectantes y lo mezcla con agua para convertirlo en pasta de papel antiséptica.
  5. Otra máquina convierte la pasta en lámina de papel.
  6. Otra máquina modela la lámina y fabrica un vaso.
  7. Otra máquina apila y empaqueta el vaso.
  8. Viene el camión y se lo lleva a la cafetería, que está a varios centenares de kilómetros de distancia.
  9. Compras un vaso "nuevo" lleno de café...
Me cuesta creer que la cantidad de energía, agua y residuos que conlleva todo ese proceso es inferior, incluso en proporción, a la energía, el agua y el residuo que se genera por usar vasos o tazas normales y lavarlos en la cafetería. De los costos no diré nada, porque ahí no las tengo todas conmigo y sobre eso volveré después. Pero en resumidas cuentas, a lo que voy es a que me parece una parida, una auténtica parida, decirle a la gente que reciclar vasos de papel es ecológico. Reciclar vasos de papel es a todas luces un proceso industrial complejo, y el adjetivo "industrial", en general, no se compacede con el adjetivo "ecológico". Me parece además sangrante que, al decir yo esto, haya abogados del diablo que levanten la mano y digan que peor sería no hacer nada. De hecho en este caso no hacer nada (o sea, no usar vasos, ni de papel, ni de nada) sería mucho mejor en muchos aspectos.

Otra tendencia idiotizante muy extendida es organizar concursos para ver a quién se le ocurre hacer algo genial con todos esos vasos. No hay concurso, obviamente, para ver a quién se le ocurre cambiar de hábitos, es decir, dejar de transportar líquidos a lugares absurdos en horarios de trabajo. Pero como dije al principio, este terreno de la ecología está muy trillado. La revolución verde genera mucha más estupidez de la que necesitamos, lo cual demuestra que no es precisamente una revolución ecológica. A este respecto, el profesor Carlo M. Cipolla estaría orgulloso de nosotros.

Una de mis conclusiones sobre este asunto del vaso de café es que la famosa utilidad o conveniencia no puede explicar por sí sola el éxito masivo y arrollador de un producto tan poco atractivo como un vaso de papel. Es un hecho conocido que el vaso de papel se inventó como medida de higiene, sobre todo para colegios y hospitales. En su momento (primer decenio del siglo XX) y en su contexto fue, sin duda, un avance importante que contribuyó a salvar vidas. Luego fueron surgiendo las variantes de plástico y de espuma, que han ido teniendo diversos grados de éxito. Como ocurre con tantas otras cosas, el invento se salió de madre y se convirtió en un éxito comercial. Hoy en día es difícil, y no exagero, tomarse un café en Nueva York y conseguir que te lo pongan en una taza. ¿Cómo se consigue tal éxito? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Cómo se hace para que la gente se sienta feliz y satisfecha usando todos los días de su vida un implemento propio de hospitales y colegios? Supongo que no soy el único que infiere la poderosa influencia de alguna poderosa industria capaz no solo de talar bosques sin parar, sino también de impulsar leyes y reglamentos que obliguen a grandes empresas, instituciones y demás organizaciones a utilizar determinado tipo de recipientes para dar de comer y de beber a sus miembros o empleados. Supongo que de alguna manera se ha conseguido que el costo de un vaso desechable sea inferior al costo de mantener vasos y tazas normales en restaurantes y cafeterías. Si alguien lo sabe, que me lo diga, por favor.