sábado, 26 de enero de 2019

Queneau para la cena (y más allá)

Hoy, en el trabajo, recibo un mensaje de otro continente. Es mi padre, que ya se va a la cama y me pregunta si he tenido un buen día. Yo, que estoy todavía a mitad de jornada, le digo que sí, que todo bien, y le deseo buenas noches.

Al volver del trabajo, salgo del metro y me encuentro con mi vecino Chris. Nos saludamos y él me pregunta qué tal se me ha dado el día. Contesto que bien, me despido y sigo andando hacia casa.

A las diez de la noche me llama Igor, que sigue enfrascado en su proyecto misterioso. Me cuenta que ha tenido un día de lo más productivo y me pregunta qué tal me ha ido a mí. "Bien", contesto. "Me alegro", dice él, y de inmediato cambia de tema para hablarme de su proyecto.

Horas más tarde, leyendo en el sillón de casa, me pongo a pensar en ese "bien" con el que uno resume la inmensa mayoría de los días que pasa sobre la faz de la tierra. Pierdo la concentración, dejo el libro y me pongo a escribir una descripción del día. Al tercer párrafo me detengo: ¿para quién es esta descripción, para mí padre, para Chris o para Igor? Porque no es no mismo. De hecho, al tiempo que me planteo la pregunta veo con el rabillo del ojo una frase del segundo párrafo que jamás usaría si estuviera escribiendo esto para Chris. Sin embargo, a mí padre le encantaría esa misma frase. ¿Para quién, entonces?

Decido escribir tres descripciones, una para cada uno. Mucho tiempo más tarde, lejos ya del límite razonable para acostarme, empezó a releer las tres narraciones en paralelo, comparando. Las he escrito yo, las tres, en este rato. Aun así, al leerlas me llevo unas cuantas sorpresas. Por ejemplo, a Igor, y solo a Igor, le cuento las veces que he ido al baño a lo largo del día. A los otros, no. Por ejemplo, a mí padre, y solo a mi padre, le describo con exactitud matemática lo que como y bebo. Y por ejemplo, a Chris le adorno todas las descripciones con epítetos, exageraciones y comparaciones.

Así como Kapuszinski dice que la totalidad no existe más que como concepto abstracto, yo creo que la objetividad tampoco existe. O sí, claro que existe porque nos pasamos la vida hablando de ella, pero mi objetividad no se parece a la objetividad de mi padre, ni ninguna de esas dos se parece a lo que Igor o Chris entienden por objetividad. Nos escudamos en esa objetividad, necesariamente personal y subjetiva, cuando queremos tener razón y nos negamos a aceptar que la percepción del otro puedan ser distintas. Lo irónico del caso es que, objetivamente, no tienen más remedio que ser distintas.

Es probable que esa sea la razón por la cual es imposible que una narración cualquiera, incluida la narración periodística, sea objetiva. Quien narra es un ser subjetivo que, con toda probabilidad, está pensando en otro ser subjetivo que utiliza como potencial receptor. La subjetividad de esa segunda persona es doble, puesto que a su subjetividad inherente hay que sumar la percepción subjetiva que tiene de ella el narrador.

No sé si Raymond Queneau pensaba en estas cosas cuando escribió sus Ejercicios de estilo, pero para mí esta es una de las conclusiones más claras de ese libro: es imposible escribir con objetividad. Porque no me parece que la objetividad exista como concepto común o compartido.

jueves, 24 de enero de 2019

El guerrillero del relato

Como ya expliqué en este post, hace unos días saqué de la biblioteca por azar un libro de Sergio Ramírez titulado Flores oscuras. Admito mi absoluta ignorancia: hasta ese momento ni siquiera sabía de la existencia de este autor. Habrá quien lo reconozca mejor por sus dos apellidos, Ramírez Mercado, y por su pasado guerrillero y político en la época de los sandinistas que derrocaron al dictador Anastasio Somoza y dieron un giro radical a la historia de Nicaragua. Habrá quien lo conozca también por los numerosísimos premios y reconocimientos literarios que ha recibido a lo largo de su vida, entre los que yo destacaría la Medalla Pablo Neruda de Chile, la Orden de las Artes y las Letras de Francia, el Premio Carlos Fuentes de México y el Premio Cervantes de España. Casi nada. Suficiente como para que me avergüence de no conocerlo.

Flores oscuras es una colección de doce relatos breves ambientados en muy diversos lugares, siempre con algún tipo de vínculo con la Nicaragua natal del autor o con algún otro país próximo (Costa Rica, México). Los temas y los personajes son de lo más variado: un licenciado en hostelería que se casa con una gringa en Managua y emigra con ella a los Estados Unidos, donde le espera un destino triste y desolador (El mudo de Truro); un crimen pasional en un miserable circo de provincia (Ya no estás más a mi lado corazón); un emigrante nicaragüense muerto a dentelladas por dos perros guardianes en Costa Rica (Abbott y Costello); el encuentro fortuito de dos ex guerrilleros, uno de ellos convertido en un magnate, pero inválido, y el otro pobre de solemnidad, mendigo y ladrón (La colina 155), y así sucesivamente.

El estilo de Sergio Ramírez está muy vinculado al de la crónica periodística. Tan vinculado que algunos de estos cuentos parecen exactamente eso: una crónica periodística, y en algunos casos cabe la duda de si lo que se está leyendo es ficción o realidad. Hice la prueba, y si bien ciertos datos son verídicos, de otros muchos no hay ni rastro. Tengo la impresión de que Ramírez mezcla un poco de todo y juega y se divierte con esa frontera, como hace también John M. Coetzee en sus libros supuestamente autobiográficos.

En particular, uno de los relatos (No me vayan a haber dejado solo) comienza con el propio Sergio Ramírez observando con detalle una fotografía familiar de su infancia. A partir de esa observación objetiva y de los datos reales sobre su familia, el autor va reconstruyendo escenas de aquella época de su vida y nos lleva de la mano en un recorrido por un domingo cualquiera en la Managua de los años cuarenta. Aquí no hay estilo periodístico, como es natural, sino más bien un monólogo interior que termina, como ya indica el título del cuento, con la sensación desoladora de ser el único que sigue con vida de todos los que aparecen en esa foto.

No hay relato en este libro que no me haya dejado una impresión profunda. La maestría de Sergio Ramírez no requiere mucha explicación, y no seré yo quien intente describirla: lo mejor es leerlo y disfrutarlo. Con su estilo peculiar, Ramírez demuestra que no hay una forma canónica de abordar el relato breve y que la flexibilidad, la versatilidad y la adaptabilidad de este género es poco menos que infinita. Sus técnicas narrativas, que en algunos casos pueden resultar extrañas o impropias, resultan muy eficaces, y sus historias, con pocas palabras, tocan en lo más hondo. Cada vez que terminaba una, sentía la necesidad de detenerme y reflexionar sobre lo que acababa de leer. En la mayoría de los casos releí algún pasaje que me había impresionado; en otros, me sentía tentado de continuar con la historia, de llevar a los personajes un paso más allá y sacarlos de la situación en la que se habían quedado. En todo momento me ha parecido que esas narraciones tienen vida propia. Al estar escritas así, como crónicas o como conversaciones íntimas, se hacen un hueco en la memoria como si te las hubiera contado un amigo o un conocido. Como si fueran verdad.

He buscado más libros de Sergio Ramírez en la biblioteca, pero por desgracia no hay ninguno. Un compañero me pasó dos, pero son obritas menores de la época de la revolución sandinista en las que se plantean cuestiones ideológicas y políticas. Nada que ver con estas historias tan intensas y tan sólidamente construidas. Supongo que en alguno de mis viajes podré hacerme con otros títulos. Estoy deseando leer más cosas de él.

Causa de divorcio

¿Había puesto ya la ¨canción del tipo de la taza metálica¨? Creo que no, así que ahí va.

lunes, 14 de enero de 2019

LIteratura de precisión

Temiendo una inminente saturación, me he ordenado a mí mismo una pausa en la lectura de la obra murakamiana. Buscando al azar entre los volúmenes en español de la biblioteca pública, me topé con los dos libros de autores centroamericanos que he estado leyendo estos días.

El primero, Flores oscuras, del nicaragüense Sergio Ramírez, es una colección de narraciones breves que comentaré en post aparte. El segundo es Los sordos, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, una novela policiaca breve y contundente.

Un niño sordo desaparece en un accidente de carretera en una zona rural de Guatemala. Al mismo tiempo, Clara, una mujer de la clase alta de la capital, desaparece también en circunstancias extrañas. Su guardaespaldas, Cayetano, un muchacho humilde recién contratado, tiene sus sospechas sobre la desaparición de Clara y, ya desempleado, se propone resolver el misterio por su cuenta. Paso a paso, Rey Rosa nos conduce, de la mano del joven guardaespaldas, al interior de una sociedad sumida en la violencia, el oportunismo, la corrupción y los vacíos de poder. Es una sociedad en la que parece que nadie sabe nada, pero tampoco niega nada. Los hechos y las suposiciones se superponen y la confusión es constante. El afán de supervivencia hace que todo el mundo tome precauciones y es casi imposible sacar a relucir la verdad sin verse arrastrado sin remedio hacia la órbita de unas personas o de otras. Cayetano, muy a su pesar, conseguirá desvelar parte del misterio, pero su empeño lo dejará marcado de por vida y, además, lo empujará hacia misterios aún más profundos.

No sé si existe la literatura de precisión, pero si existe, Rey Rosa debe de estar entre sus máximos exponentes. Si los autores del realismo sucio usaban unas pocas pinceladas para crear una escena, Rey Rosa nos deja únicamente las líneas maestras del boceto. La concisión y la exactitud de su prosa hacen que la lectura sea rápida y creativa. Uno tiene que detenerse y pensar: qué acabo de leer, qué está pasando exactamente, qué significa ese gesto, qué ha querido decir con esa frase. Una vez y otra, las escenas terminan sin terminar, las situaciones no cierran ni abren, los planteamientos no están. Es el lector quién tiene que traer todos los elementos accesorios, porque el autor solo nos da la infraestructura estrictamente necesaria para componer la historia.

A esa fascinante forma de escribir se añade la no menos fascinante descripción de la Guatemala actual, un país sumido en una espiral de problemas tan complejos que ya no quedan muchos con la fuerza o con el valor de abordarlos. Rey Rosa hace lo contrario: nos lo presenta con toda su crudeza, con lujo de detalles, sin esquivar ni una sola de las dificultades que aquejan a su sufrida sociedad. Su prosa es de un realismo absoluto que invita a la reflexión y a la acción, y a saber más y entender más y mejor lo que está pasando en Guatemala y en toda Centroamérica.

En fin, que estoy entusiasmado de haberme topado con este gran escritor. Por algo lo consideraba Roberto Bolaño el mejor de su generación.

domingo, 13 de enero de 2019

Bailando en ascensores mágicos

La idea de leer todas las novelas de Haruki Murakami se me ocurrió hace hace dos años, cuando leí su libro "De qué hablo cuando hablo de correr". Quien no haya leído esa entrada haría bien en leerla antes de seguir con este post, porque ahí expliqué con detalle la impresión que me produjo y que, hasta cierto punto, es un retrato bastante preciso del autor. La motivación no era, como en el caso de John M. Coetzee, descubrir las claves de un gran escritor (leí todas las novelas de Coetzee cuando le dieron el Nobel), sino observar la evolución que lo llevó de escribir una novela "porque sí", como dice en sus memorias, hasta convertirse en uno de los autores más leídos y conocidos del mundo.

Ya he explicado que Murakami solo escribe en japonés, por lo que no tengo más remedio que leerlo traducido, bien al español, bien al inglés, y en general es el segundo el que encuentro por aquí. Su novela más famosa es Tokio blues (en inglés se llamó Norwegian wood, como la canción de los Beatles, que ya he comentado en este post), y por supuesto decidí no empezar por esa, sino por algo menos conocido. Eché una mirada a su bibliografía y, con la lista en la mano, me fui a la biblioteca.

Me sorprendió ver que no había casi nada de este autor en los estantes. Fui al ordenador para mirar el catálogo electrónico y ¡sorpresa! No es que no hubiera: había un montón de copias de casi todas sus novelas. Lo que pasaba es que estaban todas en préstamo, incluidas las de principios de los noventa. Está claro que Murakami no ha sido un escritor popular, sino que lo es ahora mismo, y mucho. También es cierto que esto se debe, en parte, a las fechas tardías en las que se fueron publicando las traducciones de sus obras. Las últimas han salido enseguida, pero las primeras tardaron entre diez y quince años en estar disponibles en inglés, español y otros idiomas. Volví a las estanterías para comprobar una vez más que no quedaba allí ni un solo ejemplar de sus novelas tempranas. Por suerte, sí había unas cuantas en libro electrónico y, aunque no me fascina leer en el teléfono, saqué una, traducida al inglés, que se titula Dance dance dance (en español, Baila, baila, baila) y empecé a leerlo en mis largos trayectos de metro.


En esta novela, un escritor por encargo, o lo que hoy se denominaría "creador de contenidos", sufre una crisis personal y decide hacer una pausa en el trabajo. Avisa a todos sus clientes de que no estará disponible en los próximos días y toma la resolución de viajar al norte del país, en busca de un recuerdo lejano. Ese recuerdo toma cuerpo en un lugar bastante patibulario y poco atractivo, el Hotel Delfín, en la ciudad de Sapporo. El protagonista llega allí en pleno invierno, solo para descubrir que el lugar que ocupaba aquel miserable hotel de sus recuerdos, poblado por vagabundos, buscavidas, prostitutas y demás sujetos marginales, lo ocupa ahora otro hotel distinto, recién construido, lujoso, moderno y radiante, con la máxima categoría posible, por el que pulula gente adinerada y elegante. Lo que más le choca es que ese impresionante hotelazo recién estrenado lleve el mismo nombre: Hotel Delfín. Como buen escritor, el protagonista decide investigar aquella misteriosa transformación. Después de dar muchas vueltas y seguir varias pistas falsas, consigue encontrar la clave del misterio, que no es otra que el ascensor del hotel.

Una de las características que más me llamó la atención de esta novela fue la capacidad de observación y el gusto por los detalles. Las descripciones son precisas, tanto que uno se siente sumergido de inmediato en las escenas y conecta sin dificultad con los personajes. Lejos de ser tediosas, esas descripciones nos llevan de la mano, sin esfuerzo, hacia el centro de la historia. Una vez ubicados en una situación por demás normal y corriente, sucede algo que interrumpe el relato previsible y fácil: el elemento sorpresa. La cuestión es que en Baila, baila, baila, las sorpresas se van acumulando, tanto para el protagonista como para el lector, hasta el punto de que uno termina con serias dudas respecto de la parte real y la parte ficticia de la narración. La confusión entre realidad e ilusión o imaginación se da en términos precisos, por lo que resulta verosímil, aunque a cada paso que dan los personajes para tratar de determinar dónde está la frontera entre ambos mundos la cosa va haciendo aguas, porque esa frontera no hace más que desdibujarse cada vez más, y la verosimilitud del relato empieza a resquebrajarse.

El juego de realidad e ilusión se entrelaza con unas historias humanas que el autor va delineando con maestría. Los escasos personajes de esta historia son sólidos, previsibles e interesantes, aun siendo también bastante unidimensionales. Me refiero con esto a que no se sabe mucho de la vida de esos personajes fuera de la historia que nos ocupa. No hay profundidad, no hay apenas interacciones que no tengan que ver con el hilo argumental principal. Por lo mismo, por la linealidad de la historia y el carácter plano de los personajes, la lectura es rápida, eficiente y entretenida.

Es difícil, muy difícil, escribir sobre este libro de Murakami sin correr el riesgo de echar a perder la experiencia de un potencial lector, sencillamente porque es muy previsible. Por eso voy a dejar aquí mi reseña. Solo diré que quien tenga paciencia y tiempo debería leer, antes que Baila, baila, baila, las tres novelas que constituyen lo que se conoce como La trilogía del Rata, a saber, Escucha la canción del viento, Pinball 1973 y La caza del carnero salvaje. No solo se entiende todo mejor, sino que además se aprecia muy bien la evolución del escritor en la forma de abordar descripciones, diálogos y transiciones. Esta cuarta novela está ya libre de muchos elementos cutres que afean las obras más tempranas de Murakami, esas de la época en las que escribía "porque sí".

Añadiré que me admira la labor metódica del autor, su voluntad férrea de describir a los personajes por sus actos y por los objetos que los rodean, desde la ropa hasta los muebles de su casa, lo que comen y beben, la música que escuchan y lo que sienten en cada situación del día. Su narración es cinematográfica desde la primera frase: no hay que hacer ningún esfuerzo para "ver" el script que uno podría usar para armar una película, porque está casi hecho. Mis millones de seguidores saben que esas técnicas narrativas cinematográficas no me gustan nada, pero una cosa es el gusto personal y otra cosa es la técnica profesional, y dentro de esa técnica particular, que no me gusta, reconozco que este libro está bien hecho.

Después de leer Baila, baila, baila decidí seguir leyendo libros de Murakami. Ya he leído casi todos, y aunque no quiero saturar el blog con reseñas del mismo autor, reconozco que me lo estoy pasando bien. Sobre todo, estoy descubriendo que soy capaz de leer literatura "por encargo", y no por mero placer. Yo me entiendo. Tampoco son tantas las novelas, y solo me voy a leer las novelas, porque un día abrí un libro de cuentos del mismo autor y no me pareció que mereciera la pena. Tuve la sensación de estar leyendo un capítulo de otra novela (y de hecho en alguna parte he leído que Murakami ha usado fragmentos de sus narraciones breves en novelas posteriores).

Como buen soldado literario, el hombre escribe al mismo ritmo que corre, o sea, lento pero seguro. Así como él dice no tener prisa en publicar, yo tampoco tengo prisa en leerlos todos. Lo que me interesa es terminar para poder escribir aquí todas las impresiones que tengo sobre esa evolución a la que aludí al principio: de la idea peregrina al estrellato literario internacional en doce cómodas novelas.

sábado, 12 de enero de 2019

Quedada en Bruselas con mi madre, un italiano que toca el piano y el futuro presidente de la RDC

Hace una semana, en una larga conversación, mi madre se desesperaba por la trágica situación que viven los países que más o menos conoce bien, que son el Uruguay, España y los Estados Unidos. Yo, que me intereso más bien por la salud de ella y por su nivel de actividad diaria, procuraba eludir el comentario político y plantear temas distintos, pero en un momento dado, y en vista de que aquello no remitía, intenté cortar aquel chorreo de lamentos por países que, en mi opinión, gozan de un grado más que razonable de bienestar. Le conté que estaba trabajando en un proyecto relacionado con la República Democrática del Congo, que iba a tener las primeras elecciones presidenciales mínimamente decentes de su historia. Le expliqué que el resultado de esas elecciones podía ser tan controvertido que se temía una nueva guerra civil, en un país que hace poco ya tuvo una, que duró casi veinte años y en la que murieron millones de personas sin que el resto del mundo se preocupara apenas.

Muda ante la inminente tragedia congolesa, mi pobre madre acertó a comentar, Ay, hijo, qué tremendo. Me tocaba a mí introducir algún tema tranquilo y relajante, así que le pregunté si conocía la música de Ludovico Einaudi. ¿No la conocía? Ah, pues tenía que conocerla porque le iba a encantar. ¿Y cómo dices que se llama el italiano? E-I-N-A-U-D-I. Es uno de esos compositores italianos que uno tiene la impresión de conocer de toda la vida, quizá porque continúa la tradición de los grandes músicos que todos conocemos por el cine clásico: Ennio Morricone, Giorgio Moroder, Nino Rota y demás. Ay, cómo me gusta Ennio Morricone, dijo mi madre, el del Doctor Zhivago. No, mamá, corregí yo, ese era Maurice Jarre, y era francés. Bueno, hijo, pero tú me entiendes. Por supuesto, mamá, asentí, la música de Maurice Jarre es una maravilla. ¿Te acuerdas de la película francesa del inválido rico y su asistente? ¿Los intocables?, le pregunté. Sí, claro que me acuerdo, me dijo. Bueno, pues varias de las canciones de la película son de Einaudi. Aaaah, dijo ella. Te voy a enviar por Internet uno de sus discos, A fuoco, a ver si te gusta, anuncié. Gracias, hijo, cuidate mucho, se despidió ella. Sí, mamá, tú también. Beso, abrazo. Clic.

Hoy, enviado ya el album digital de Einaudi al domicilio materno y perdida la conversación en las profundidades de la memoria, me afano de nuevo en el proyecto y repaso los datos que tengo sobre la República Democrática del Congo. En Jeune Afrique encuentro una biografía informal de Félix Tshisekedi, el candidato que técnicamente sería presidente si se confirmaran los resultados que anunció la Comisión Electoral hace un par de días. Claro que esos resultados los ha impugnado casi todo el mundo, empezando por Martin Fayulu, el otro candidato, que se ha quedado a tan solo unos cuantos miles de votos de distancia y dice con razón que, en un país de las dimensiones de la RDC, y dadas todas las irregularidades que se han registrado durante la votación, es muy poquita cosa.

En esa biografía, muy útil para hacerse una idea preliminar del perfil personal y profesional del personaje, y también de su capacidad para el puesto, se narra una anécdota de juventud. En sus años de exilio en Bruselas el joven Félix era habitual de la discoteca/club nocturno Mambo, que según el artículo se encuentra en la zona de Matonge (barrio de Ixelles), muy frecuentado por inmigrantes congoleses. La reyerta, con trasfondo político, acabó con unos cuantos heridos, pero no llegó a mayores.

Por esa manía/costumbre que tengo de pasarme la vida con las narices metidas en un mapa, abro Google Maps y voy haciendo zoom en Europa, luego en Bélgica, después en Bruselas y ahí me detengo (nunca he estado en Bélgica ni sé nada de esa ciudad), escrutando decenas de letreritos para ver si consigo localizar Ixelles sin necesidad de teclear nada en la cajita de búsqueda. No me cuesta mucho encontrar el barrio, al sudeste de la zona central. Hago zoom por esa parte y, cuando aparecen los cartelitos de menor jerarquía, veo Matonge en una esquina.

Cuando se entra así, a la antigua, en una zona, Google Maps no tiene ni la más remota idea de lo que uno anda buscando (en este caso, una discoteca frecuentada por congoleses). Las propuestas que aparecen en el mapa denuncian esa ignorancia: que si un gimnasio, que si hoteles, que si la estación de tren de Luxemburgo, que si un aparcamiento subterráneo, que si el Institut Saint-Boniface-Parnasse. Yo, que en este caso no soy turista sino investigador, renuncio a la solución fácil, que sería teclear "Mambo" en la cajita, y me dispongo a pasear por el barrio con la esperanza de encontrar lo que busco. Elijo al azar la calle de la Paz, entro en el modo "Street view" y me quedo observando la calzada, los edificios, el mobiliario urbano, los carteles escritos en flamenco más que en francés.

La calle de la Paz, es estrecha, de un solo sentido (noreste) y con escaso espacio para peatones y aparcamiento. La calzada es de asfalto, las aceras están adoquinadas. Los edificios son todos de dos y tres alturas, con techo a dos aguas en su mayoría, una mezcla de estilos antiguos y modernos. Los comercios son igualmente eclécticos: una tartería, una tienda de recuerdos de África (¡ajá!), un restaurante "oriental", un locutorio telefónico, un restaurante italiano, un salón de manicura. Avanzando por ese largo escaparate de ofertas aleatorias llego a una vía transversal más ancha, la calzada Wavre. A la derecha, una farmacia y una peluquería; a la izquierda, otra peluquería y un cartel que dice "Night Shop Balaka". Como esto último es lo que más recuerda a "Night club Mambo", que es lo que ando buscando por las calles de Bruselas, decido girar a la izquierda.

La calzada Wavre es apenas un poco más ancha que la calle de la Paz, pero como tiene carril de bicicletas en lugar de espacios de aparcamiento, la sensación es mucho más diáfana. En las fotos de Google se ve bastante gente paseando, lástima no poder preguntar, aunque al fijarme en el tipo de gente no me cabe ninguna duda de que estoy en el barrio congolés de Bruselas. Sigo avanzando. Un poco más adelante, a la derecha, hay una tienda de ropa barata, muy colorida. Con el siguiente pasito, a la izquierda, llego al Snack Delice, restaurante microscópico con multitud de platos combinados impresos en el escaparate. Junto a los platos combinados, en el muro, veo dos carteles publicitarios, y algo me llama la atención. Muevo un poco el cursor y veo que uno de ellos anuncia un concierto de Ludovico Einaudi.

Giro en redondo para mirar la fachada de enfrente. El cartel dice "Discothèque Mambo".

Giro otra vez: Ludovico Einaudi y platos combinados. Giro otra vez: Discothèque Mambo.

Así que aquí, pienso, convergemos Einaudi, Tshisekedi, mi madre y yo. Aquí bailaba, bebía y flirteaba el futuro presidente de la RDC, y justo aquí alguien ha tenido a bien pegar un cartel de don Ludovico. Por un momento me embarga cierta euforia austeriana.

Un minuto después se me desinfla la euforia. Esto de las coincidencias es tentador, muy tentador, pero en el fondo es una trampa. En primer lugar considero ese "aquí". Google Maps me hace creer que estoy donde no estoy: es "allá", no "aquí". Jamás he pisado Bélgica, y para mí la ciudad de Bruselas es tan ajena como la de Kinshasa. Pondero lo que veo en las fotos: la acera adoquinada, el carril bici, los restaurantes eclécticos (Tam Tam Gourmand, Resto-Pizza San Giacomo), la papelera cutre que cuelga de la puerta del Western Union, los dos tristes arbolitos que procuran crecer sin llamar la atención un poco más allá, en el cruce con la calle Francart. El hecho de mirar estas fotos no supone mayor cercanía. Todo eso me sigue siendo tan ajeno como siempre.

En segundo lugar, sería bonito pensar que la casualidad ha querido entremezclar en ese cruce a cuatro seres humanos tan dispares como cuatro estrellas desperdigadas por la galaxia. La realidad es más prosaica: soy yo el que cruza todo, soy yo el que vincula los elementos, que siguen estando tan desperdigados como estaban antes de que yo abriera Google Maps.

Supongamos que yo tuviera todo el tiempo libre del mundo. En un saco empiezo a meter papelitos con las cosas que se me vienen a la mente: lasaña, Eswatini, café Kona, Oasis, George Orwell, cortauñas, la piedra de Roseta, mi primo Alfonso (el de Canelones), la sonda Galileo, higos secos... Así hasta llenar el saco. Remuevo bien y elijo tres al azar, digamos Eswatini, cortauñas y la sonda Galileo. No me cuesta nada imaginar una situación en la que esté yo leyendo un artículo de prensa sobre esa sonda mientras me corto las uñas y de repente aparezca Igor preguntándome cómo es el nombre nuevo de Swazilandia. Más que una coincidencia, es un guisote intragable (aunque me consta que a Igor le encantaría, ya he explicado que le encanta la literatura con trampa).


Tercera y última cosa (pensamiento vagabundo): si las estrellas, desperdigadas como están por la galaxia, pudieran viajar como viajamos nosotros en lugar de estar ahí congeladas en el firmamento, ¿quién sería capaz de distinguir una estrella de otra?

En fin, que como suelo decir, si el mundo es un pañuelo, nosotros debemos de ser los mocos, porque así como los mocos secos hacen que el pañuelo se pegue y se arrugue de cualquier manera, así nosotros añadimos cierta cohesión a ese mundo, de natural disperso y caótico.

P.D. Justo antes de publicar esto, mientras escucho A fuoco, pasa por detrás de mí esa persona que me regaló Down and out in Paris and London y dice: "me encanta Einaudi".


martes, 1 de enero de 2019

La vida es una caja de galletas

—Acuérdate de que la vida es una caja de galletas [—dijo Midori].
Yo sacudí la cabeza unas cuantas veces y me quedé mirándola.
—Puede que sea porque no soy muy agudo, pero hay veces que no entiendo ni un pimiento de lo que me dices.
—¿Sabes esos surtidos que hay de galletas, que unas te gustan y otras no? ¿Y que siempre te comes las que te gustan y al final solo quedan de las que no te gustan? Pues eso es lo que se me viene a la mente cada vez que me toca hacer algo difícil. Me digo: "lo que tengo que hacer es cepillarme todas esas galletas y asunto arreglado". La vida es una caja de galletas.
—Con eso podrías crear toda una filosofía.
—Es que es verdad. Lo he aprendido por experiencia propia.
Norwegian Wood, Haruki Murakami

Tres adolescentes a punto de empezar la universidad forman un grupo inseparable. Son dos chicos, Toru y Kizuki, y una chica, Naoko. Esta última y Kizuki son novios. Cuando todo parece ir de maravilla, Kizuki se suicida. Los otros dos quedan trastornados, como es natural. Muchos años después, Toru narra la historia en primera persona, empezando en el momento del suicidio, y nos lleva por una montaña rusa de sentimientos que dura más o menos año y medio. Este es, poco más o menos, el planteamiento de Tokyo Blues, Norwegian Wood, la novela que catapultó a la fama a Haruki Murakami.


Durante la lectura he recordado mucho otra novela de Murakami, la de Tsukuru Tazaki, el chico sin color, que es posterior (ya expliqué que había empezado a leer sin respetar el orden cronológico, mal hecho, pero bueno, ya no tiene remedio). Creo que hay bastantes elementos comunes entre ambas. Sin embargo, en Norwegian Wood el tratamiento de las cuestiones interpersonales es mucho más crudo, y mucho más lento, que en Tsukuru. En la segunda novela, la más tardía, creo apreciar más experiencia literaria, reflejada en la capacidad para desarrollar temas complejos sin caer en monólogos fastidiosos o diálogos intrascendentes. En Norwegian Wood hay mucho de esas dos cosas.

Tengo la sospecha de que esta novela habría sido un pestiño intragable de no ser por dos personajes ajenos al nudo central: Midori y Reiko. La historia de fondo, centrada en el suicidio del adolescente y lsa secuelas psicológicas que sufren sus amigos, es como para salir corriendo y no parar, pero estas dos mujeres salvan la narración al añadir la necesaria dosis de realismo, sobriedad y diversión. Cada vez que Midori y Reiko aparecen en escena, la novela se transforma, despierta de su letargo depresivo-adolescente y pasa a ser una fantástica tragicomedia. Uno desea que no se acabe el capítulo, que no vuelvan los muermos de los otros personajes a matarnos de aburrimiento con sus disquisiciones circulares y su caída libre hacia el fondo más profundo de la depresión.

Es curioso que las reflexiones de los personajes de esta novela se parezcan tanto a las de Tsukuru y que, al mismo tiempo, la experiencia de lectura sea tan distinta. Es curioso también que sea esta, y no Tsukuru, la que catapultó a la fama a Haruki Murakami, hasta el punto de que después de publicarla decidió largarse de Japón porque sus fans no lo dejaban tranquilo. El segundo libro está mucho mejor escrito, y sin embargo no tiene fama ninguna, más allá de la que le da el nombre de su autor. Yo lo achaco a la carga nada despreciable de exploración sexual que tiene Norwegian Wood, y que con toda probabilidad debió de funcionar como un imán para muchos lectores japoneses adolescentes y jóvenes, que se identificaron con los personajes y convirtieron la historia en icono de su época y su identidad (finales de los ochenta) También hay que tener en cuenta que la edad media de los personajes en Tsukuru es unos quince años mayor.

No diré que Norwegian Wood me ha decepcionado, porque sería una exageración. Tiene momentos irrepetibles y escenas fabulosas que se me han quedado grabadas en la memoria. Lo que sí me ha pasado es que, a fuerza de oír que era el libro más famoso de Murakami, me había creado unas expectativas exageradas. Es una buena novela, pero tampoco pienso que se pueda considerar una obra maestra, como yo esperaba. Eso sí, para lectores de entre veinte y treinta años, es muy, muy recomendable.