jueves, 23 de agosto de 2012

Solo

Siete de la mañana. Voy a la cocina. Tras un momento de duda, dos trozos de pan en la plancha, al mínimo.

La cocina tiene un montón de armaritos, cada uno con una cosa. También tiene una ventana baja. Desde este segundo piso se ven los patios traseros y las casas de enfrente.

La cafetera, el filtro, el café, el fuego. Un arrendajo azul en el poste de teléfonos. El arrendajo es vecino del barrio, la primera cara conocida del día. Abre y cierra las alas, enseña sus plumas blancas, negras, azules.

El olor del pan me dice: dame la vuelta, y yo obedezco. El café va gorgoteando los buenos días. El desayuno empieza por la nariz. El sol me calienta las piernas. Hoy va a hacer buen tiempo.

Un plato: mantequilla y mermelada. Una taza: poca leche y un suspiro de azúcar. Un taburete junto a la ventana, la comida en el alféizar, los codos en las rodillas.

Desayuno mirando hacia fuera, hacia todo eso que, en realidad, no es nada: techos, cables, ventanas, arbustos, árboles, nubes.

Así, así, dormido, despierto, flotando. Así.

El último sorbo de café siempre tiene un toque amargo.

sábado, 18 de agosto de 2012

Novela con historia


La segunda novela de José Saramago tiene una historia que da para otra novela. Uno puede afirmar, sin temor a equivocarse, que se podría decir lo mismo de cualquier otra novela del mundo, pero en este caso la cosa tiene cierta enjundia adicional que paso a explicar a continuación.

En 1953, el autor presentó Claraboia a una editorial que, por supuesto, ni le contestó siquiera y tampoco le devolvió el original. En aquel momento, Saramago era un escritorcillo que no había publicado más que una novelita menor (Terra do pecado) y algún que otro cuento. En lugar de intentarlo por otros caminos, el escritor se deprimió, literariamente hablando, y se hundió en un silencio creativo de casi dos décadas. En los setenta, cuando decidió volver a empezar, todo fueron éxitos encadenados hasta alcanzar lo que para muchos es el éxito mayor, o sea, el Nobel de literatura.

El caso es que Claraboia se quedó en el cajón de aquella editorial innombrable y durmió el sueño de los justos durante cerca de sesenta años. En realidad, no tanto: a mediados de los ochenta, cuando Saramago estaba en la cresta de la ola, la editorial le propuso publicarla, a lo que él contestó con un sucinto y altivo “ahora no, gracias”. Ese “ahora” quería decir que el autor no quería ver el libro publicado en vida, pero sí dejó instrucciones para su publicación “después de ahora”, es decir, después de muerto.

Saramago murió en 2010 y Claraboia se publicó en 2011. Por las páginas de esa claraboya póstuma uno se asoma a la vida cotidiana de los vecinos de un edificio de seis viviendas de Lisboa durante la primavera de 1952. Cualquiera que haya leído el realismo social español de los años cincuenta se encontrará como en casa con esta novela. A mí, personalmente, me trae aires de La Colmena, de Cela y El Jarama, de Sánchez Ferlosio.

Los personajes son lo mejor de la historia: el autor usa las técnicas clásicas de la época para construirlos y lo hace con la maestría de un veterano, pese a que aún no lo era. Los bloques narrativos son buenos también, pero algunos derivan ya hacia lo que luego sería una característica fundamental de la prosa de Saramago: la disquisición o digresión filosófica. Digo “pero” con plena consciencia de que a algunos lectores les gustarán mucho las disquisiciones de este autor, pero a mí me da la impresión de que esos bloques, a veces demasiado largos, le quitan sabor a la novela y hacen que cojee el ritmo narrativo. En esta ocasión, los tramos más farragosos corresponden a las conversaciones de un zapatero (Silvestre) con un joven sin oficio permanente (Abel) que se aloja en la casa del primero. Su relación es el eje fundamental del libro. Conversan y discuten sobre muchos asuntos y, de hecho, son ellos dos quienes cierran el libro con un final que parece tener visos de colofón pero, de hecho, resulta más bien flojo y decepcionante.

En suma, Claraboia es una lectura excelente que me ha inspirado, como tantas obras de esa misma época, un montón de temas e historias para escribir. Se perciben, como he indicado, algunos cabos sueltos en la ilación de la historia, pero los personajes son tan sólidos que uno siente pena cuando llega a la última página y se da cuenta de que sus vidas terminan ahí mismo, donde dice “este libro se terminó de imprimir...”.