miércoles, 23 de diciembre de 2009

Un poco de lírica popular contemporánea

Who controls the past now controls the future. Who controls the present now controls the past. Who controls the past now controls the future. Who controls the present now?

Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
Quien controla hoy el presente, controla el pasado.
Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
¿Quién controla hoy el presente?

Testify, Rage against the machine

martes, 22 de diciembre de 2009

Privado

Santiago lleva en el carrito dos escobas. No son para barrer, sino para su privado. Ahora que bajan las temperaturas, en cuanto junta suficiente comida, agua y los dos dólares que cuesta entrar en el metro, se mete en la primera estación. Si es hora punta, espera que la muchedumbre vaya aclarando. Cuando llega un tren casi vacío, se mete a buscar una esquina. Busca ese lugar en el que se juntan cinco asientos sin ventana, al fondo de los vagones, junto a la puerta inútil que debería comunicar un coche con otro, pero que está bloqueada por la empresa de transportes. Cuando encuentra una de esas esquinas libres, se sienta, coloca el carrito en diagonal, como mirando al mundo, y levanta las dos escobas en forma de aspa, una a cada lado. Las asegura bien a los flejes del carrito con unas tiras de alambre para colocar encima el abrigo extendido como un biombo. Así queda parapetado: quienes entran en el vagón apenas le ven las piernas, quizá uno de los zapatos. Ése es su privado.

Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.

La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.

viernes, 18 de diciembre de 2009

No sé, no sé

A veces me han llamado lunático. A veces me han dicho que estoy en las nubes. A veces me acusan de echar a volar la imaginación. Acepto todos los cargos y me declaro culpable. Lo que no me pueden pedir es que un sábado por la mañana, con un sol radiante, todavía en pijama y a medio desayunar, suene el timbre de la calle y yo me ponga a pensar en el cosmódromo de Baikonur.

Pensé varias cosas: el dueño del edificio, una amiga de mis hijas, el vecino de abajo (otra vez), el cartero, pero no pensé en el cosmódromo de Baikonur ni en los satélites de órbita baja.

Cuando bajé y vi al tipo con el mono (buzo, overol) azul pensé, eso sí, en los contadores del gas, del agua y de la electricidad, que están en el sótano, y desde que cerraron el negocio que había ahí, hace dos meses, me ha dado más de un dolor de cabeza porque los empleados de las empresas distribuidoras no pueden leerlos y me mandan lecturas ponderadas (o sea, facturas altísimas que no tienen nada que ver con mis consumos habituales). Así que vi al tipo con mono azul y no me dio por pensar en un cohete Soyuz apto para el lanzamiento de seres humanos elevándose sobre el cielo de Kazajstán.

El tipo me preguntó, como esperaba, si yo tenía llave del sótano. Cuando le dije que no, él explicó que no había ningún problema, que venía de la compañía del gas, como yo había constatado hacía un rato por el logotipo del uniforme, y que quería instalar un dispositivo nuevo para automatizar la lectura del contador. Y yo no caía todavía: no se me pasaban por la imaginación las transmisiones pasivas de datos por vía estratosférica.

—Le explico —me dijo—: acérquese más a la puerta. ¿Ve ese edificio de enfrente? ¿Ve la cajita gris que hay encima de la trampilla del sótano?

Miro y, en efecto, veo una cajita gris de unos diez centímetros de lado, con aspecto de recién instalada, en el edificio de enfrente. Digo que sí con la cabeza.

—Bueno, pues una vez al mes, esa cajita le manda la lectura del contador a un satélite que hay por aquí encima en alguna parte, y el satélite rebota la información a nuestra oficina y emitimos automáticamente la factura. Así no tenemos que andar yendo, viniendo, llamando y demás. ¿Comprende?

Y yo, que ya iba comprendiendo, visualizaba las plataformas de lanzamiento en el lejano Baikonur, los cuerpos desechables del lanzador Soyuz, las ojivas con varias etapas de satélites, el centro de control, las radiocomunicaciones, las antenas parabólicas para el seguimiento, las filas de camiones que traen toneladas y toneladas de combustible sólido a temperaturas muy por debajo de cero...

—Pero no se preocupe: dígale al dueño del edificio que nos llame, concertamos una cita y en unos días lo tenemos todo listo, ¿vale?

—Vale —contesto maquinalmente.

—Pues venga, ahí le dejo el papelito. Hasta luego y gracias.

—Gracias.

Me da la espalda y echa a andar hacia la calle. Me fijo en sus botas, en su camioneta, que también lleva el logotipo, en el aparato medidor que lleva en la mano y que no ha podido usar, en tantas y tantas cosas que van a caer en desuso en cuanto este tipo instale la cajita gris. Pienso en la maravillosa simplificación: ahora, para leer el contador, no hay que hacer nada porque un satélite lo lee y un ordenador se encarga de emitir la factura. Y me digo: ¿que no hay que hacer nada? ¿Cómo que no hay que hacer nada? ¡Hay que lanzar cohetes desde Kazajstán, hay que poner satélites en órbita baja, hay que transmitir datos por la estratosfera y hacer que un ordenador los entienda y emita facturas a mi nombre! ¡Y que las envíe a mi casa! ¿Que no hay que hacer nada? Y pienso: ¿maravillosa simplificación?

jueves, 3 de diciembre de 2009

Abundancia

Son las siete. Hace bastante frío, casi cero grados. Ya está todo oscuro. Esta calle, que no nombraré, es oscura, estrecha y fea. De vez en cuando pasa una persona, pero a los efectos está desierta. Yo espero a una persona en esta esquina, parado, y desde aquí veo también la calle que cruza, un poco más ancha y fina, pero igualmente cochambrosa. Detrás de mí hay un bar muy ruidoso regentado por unos franceses que se llama Café Noir. Justo enfrente, al otro lado de la calle, hay otro bar, más elegante. Lo frecuenta gente mucho más selecta que el grupo de europeos que suele agolparse en el Café Noir.

Como todos los jueves, hoy hay barbacoa gratis para todos los clientes del bar elegante. A la puerta del local, dos cocineros mexicanos organizan una inmensa parrilla. El humo repta por la fachada del enorme edificio y se pierde de vista allá por el sexto piso. El olor impregna el aire. Casi diría que impregna la ropa y el pelo, incluso a esta distancia. Me pregunto, mientras miro, mientras huelo, qué pensarán de eso los vecinos.

Si uno sigue andando por esa acera de enfrente, al fondo se ven unos paneles de madera pintados de azul que bloquean el paso. Dos carteles:
  • Peatones: usen la acera de enfrente
  • Para reportar condiciones peligrosas en este lugar de trabajo, llame al número bla bla bla. No tiene que dar su nombre.
Al pie de los dos carteles asoma, bajo una luz mortecina que apenas alcanza al suelo, una rata de buen tamaño. La rata y yo estamos más o menos equidistantes de la barbacoa. Husmea el buen aroma que desprende la carne. Los cocineros la ven y hacen algún comentario que no alcanzo a oír. Parece que el primero le propone algo al segundo. "Chale", contesta el segundo con una sonrisa, "no manches". Pero el primero insiste. Se quedan quietos un instante con la mirada fija en el roedor.

En ese momento llega un Bentley a la puerta del bar. (Un Bentley, para quien no tenga el gusto, es un coche británico; en esta ciudad se venden modelos de segunda mano a partir de 130.000 dólares.) Sale él, con atuendo sport; le abre la puerta a ella y sale ella, con vestido formal, pero informal (ellas saben cómo hacer estas cosas) y muchos brillos en las muñecas y el cuello. Entran los dos juntos, rubios, altos y fascinantes, en el bar.

Mientras tanto, el primer cocinero ha cortado dos trocitos de grasa del costillar y se ha puesto en cuclillas. Alarga la mano hacia los paneles azules, muy quieto, y la rata se va acercando, con muchos rodeos, con timidez, alzando de vez en cuando las patas delanteras. El segundo cocinero lo trata de mamón y de cabrón y amaga con patearle el trasero. La rata se espanta, pero no se marcha: retrocede un poco y se queda mirando agazapada detrás de una inmensa bolsa de basura.

Las oscuras ventanas del bar se alumbran de repente con un destello; dos, y tres: alguien se está haciendo una foto con alguien. Para pasar el rato me imagino una conversación de los figurines que acaban de entrar. ¿Champán, quizá? Pero cariño, si hemos venido para la barbacoa, ¿no será mejor un Burdeos? Sí, claro, claro. Tú siempre tan atenta a estos detalles. Más fotos, más flashes. La gente importante de verdad sabe aguantar esos destellos sin pestañear, sin que se le marque ni una sola arruga en el ojo ni en la comisura.

La rata se vuelve a acercar, ahora más segura. El segundo cocinero ya se está quieto y observa. El otro no se mueve, esperando que su invitada recoja el premio. Entonces me doy cuenta de que por el panel azul pululan otras dos, tres, cuatro, cinco ratas. Mantienen la distancia, pero ahí están, acechando. El primer cocinero, impasible, aguanta con el brazo en su lugar mientras la rata original se da la vuelta, mira a sus congéneres y eriza el pelo del lomo en un movimiento espeluznante.

De repente, la rata da un salto hacia la mano del primer cocinero. Éste se incorpora, da un paso atrás y tropieza con su compañero, que a su vez topa con la barbacoa. Dos costillares caen al suelo y las cinco ratas no invitadas corren hacia ellos. Los dos cocineros se ponen a patearlas como locos hasta que consiguen espantarlas.

El segundo cocinero recupera los costillares, que han caído al pie de un árbol. Los miran. Se miran. Miran alrededor. No ven a nadie. Sí. Me ven a mí. Y me miran. Y yo los miro. No alcanzamos a vernos las caras porque está demasiado oscuro, pero por mi actitud ellos deducen que yo no voy a decir nada, que no voy a hacer nada. El segundo cocinero se da media vuelta y, con una punta del delantal, empieza a limpiar los costillares. Cuando termina, los coloca otra vez en la parrilla. El primer cocinero, que debe de tener una herida de la rata, se envuelve la mano con una servilleta y aprieta, aprieta la mano y aprieta los dientes. Se dobla. Se va para dentro.

En ese momento llega la persona que yo estaba esperando. Nos saludamos, empezamos a hablar, emprendemos la marcha y la escena se diluye, se queda atrás, atrás, como un azucarillo que se va sumergiendo en una taza de te, como un conjunto de ruidos absurdos que genera una extraña confusión. Es una confusión que aún me dura, y que me hace pensar en las múltiples, complejas e íntimas relaciones que vinculan a las ratas con los Bentleys.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Las tres ranas de Beckett

...Watt recordaba una distante noche de verano, en un lugar no menos distante, y Watt, joven y sano y tumbado, en absoluta soledad y completamente sobrio en la cuneta, preguntándose si sería ya el momento y el lugar y la persona amada, y las tres ranas que croaban ¡Cra! ¡Cre! y ¡Cri!, a uno, nueve, diecisiete, veinticinco, etc., y a uno, seis, once, dieciséis, etc., y a uno, cuatro, siete, diez, etc., respectivamente, y cómo las oía

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra!
¡Cre!
¡Cri!

Watt (Samuel Beckett)
------------------------

Yo, desde mi ignorancia batracia, me resisto a creer que esto sea una mera parida del autor, un exabrupto irracional y absurdo, sin pies ni cabeza. Eso es lo que parece a primera vista, y estoy seguro de que la mayoría de los lectores, a la vista de esta página y media repleta de cantos de rana, se limitará a pasar la vista por encima de las rayitas y los ruiditos y seguirá adelante para enterarse de lo que pasaba con la señora Gorman, la pescadera, que se sentaba en las rodillas de Watt los jueves por la tarde.

Así que insisto, echo una segunda mirada, detecto algunas tendencias repetitivas y entonces me pregunto si esto no será un mensaje oculto. Veo grupos de ocho elementos que pueden estar encendidos o apagados... ¿De qué me suena? ¡Anda, pero si son bytes! ¡Bytes preinformáticos, bytes anfibios de 1953 y publicados en París, con grave peligro de sucumbir en forma de platillo de ancas de rana!

Procedo a hacer una interpretación binaria, decimal, hexadecimal y en caracteres del croar de las ranas:

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
00100100 -- 36 -- 24 -- $

1
1
1

Pese a que la cosa de los caracteres y los valores decimales y hexadecimales resulta ser un estrepitoso fracaso, al copiar y estudiar cada una de las secuencias me doy cuenta de que aquí hay ritmo.

En otras palabras, y para entendernos, es obvio que en cada grupo hay un elemento constante (el ¡Cra! en la primera posición, inmutable), que es como el tono de fondo de la gaita irlandesa, y las otras dos ranas llevan una cadencia diferente cada una, diferente pero complementaria, como se puede observar con toda claridad a continuación (cre a la izquierda, cri a la derecha):

10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100

Por si alguien no lo ha pillado todavía, lo que hay que mirar son las escaleritas que van trazando los unos (1) en cada tabla. ¿Alguien ha hecho trenzas de ocho hilos alguna vez? Lo repito otra vez, con ayuda:

10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100

Espero que ahora queden bien claras las cadencias, la de ¡Cre! más acelerada y saltarina, la de ¡Cri! más abigarrada, pero más pausada y sistemática. Sin olvidar el bajo de ¡Cra!, constante, inmutable.

Me doy cuenta de que hago mal al insistir en usar símiles musicales porque es obvio que esto no se escribió para ser interpretado como música, puesto que usa una notación de ocho elementos (un byte, claro), y no de siete, que podrían ser las notas musicales.

¿Qué nos quiere decir
Samuel Beckett con estas cadencias? Queda claro, por los resultados obtenidos, que una de dos, o usaba un mapa de caracteres diferente, o no tenía intención alguna de enviar un mensaje cifrado, pero al mismo tiempo queda claro también que existe una intención. (Morse tampoco es, como puede comprobar cualquiera que tenga un conocimiento elemental de ese código.)

Lo que quiere decirnos Beckett es que por más absurdo que pueda parecer un texto, como éste de las ranas, siempre habrá un lector imbécil dispuesto a invertir una hora de su vida en transcribirlo, analizarlo, comentarlo y, de paso, disfrutarlo.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La vieja

La vieja le acaba de pedir algo al hombre que va unos veinte metros delante de mí. Lo ha increpado en voz alta, con descaro, poniéndose en su camino, pero él ha seguido caminando y apenas si se ha desviado unos centímetros, sin inmutarse. Ella ha soltado la presa con rapidez y se ha vuelto hacia mí. Ahora la tengo enfrente: si sigo andando, me chocaré con ella. Me empieza a hablar en la distancia, y aunque el ruido de la ciudad no me deja oír, entiendo que me pide algo para comer, dame algo, dame unos dólares, dice. Yo, como el otro hombre, sigo andando, pero sí me inmuto.

Tendrá setenta y muchos años. Está encorvada, sucia y enfadada. Mira a los ojos y habla a gritos. Me recuerda a mi abuela. Dame algo, dame diez dólares, dice, y a mí me da la risa. ¿Diez dólares? Me detengo y la miro de frente también. Ella, sin asomo de malicia, pero con cara de muy mala leche, me sostiene la mirada y asiente: sí, diez dólares, ¿no tienes diez dólares? Me pone una mano en el brazo izquierdo. Estoy a punto de decirle que no los tengo, pero me retracto y contesto que sí, que tengo diez dólares, pero que no son para ella. Entonces sube todavía más la voz y me pregunta por qué, por qué no le puedo dar diez dólares, y sigue lanzándome frases, diciendo dame diez dólares, algo tendré que comer, ¿no? Yo no salgo de mi asombro, pero de repente me doy cuenta de que me está sujetando el brazo con mucha fuerza. Me sobresalto, miro alrededor por si acaso tiene algún ayudante y no me he dado cuenta. No veo a nadie sospechoso. Ella me pregunta qué me pasa, es que ella me da asco o me da miedo o qué me pasa, por qué no le doy los diez dólares. Un poco aturdido ya por la insistencia (el portero del edificio de al lado nos está mirando), meto la mano al bolsillo. Ella se calla de inmediato mientras yo hablo por hablar, diciendo vamos a ver qué tenemos por aquí. Está claro que en la billetera hay más de diez dólares, pero no le voy a dar tanto, desde luego. Ella mira y dice sí tienes diez dólares, ¿ves?, dámelos. Yo la miro a los ojos y le repito que no le voy a dar diez dólares, a lo cual ella pone cara de genuina angustia y vuelve a preguntarme por qué no quiero darle diez dólares, qué va a hacer, qué va a comer si no se los doy. Saco dos billetes de a dólar y se los tiendo. Aquí hay dos dólares, ¿los quieres? Ella me suelta el brazo pero se queda inmóvil, con los ojos clavados en mi cara, como ponderando. No ha mirado los billetes.

Dame diez dólares, dice por última vez. Ahí van sus últimas tropas, avanzando en un campo de batalla que ya está decidido, abandonada ya toda esperanza de vencer si no es gracias a un milagro o a un error del enemigo. Yo reafirmo mis defensas, aguanto el envite y digo sencillamente que no. Entonces una mano muy lenta recoge los dos dólares mientras los ojos se quedan donde están. Los noto ahí, en plena cara, y los noto cuando me doy la vuelta y echo a andar calle abajo. Los noto cuando entro en el metro, ya muy lejos de ella. Los noto al llegar a casa. Los noto ahora, tres días después de no haberle dado lo que me pedía.

lunes, 26 de octubre de 2009

Piloto no más (y 3)

Cierta mañana de junio, en pleno invierno, Carlos No Más estaba en los corrales de una estancia cerca de Ushuaia. Revisaba el Piper antes de regresar al norte y esperaba a que los gauchos de la estancia terminaran de asar un cordero. De pronto apareció un Land Rover del que bajaron cuatro desconocidos.

--¿Quién es el piloto del Piper? --preguntó uno.

--Yo. ¿Qué pasa?

--Tiene que hacernos un servicio. Se le pagará lo que pida --dijo el hombre.

--Lo que pida. El dinero no es problema --indicó otro.

--Cálmense. ¿De qué se trata?

--Ha muerto don Nicanor Estrada, el dueño de la estancia San Benito. Yo soy el capataz --informó el que llevaba la voz cantante.

--Mi sentido pésame. ¿Y qué tiene que ver conmigo?

--Que tiene que llevarlo hasta Comodoro Rivadavia. Allá lo está esperando la familia con el velorio listo. Don Nicanor debe ser sepultado en el panteón familiar.

Aquellos tipos no sabían de qué hablaban. La estancia San Benito está en Río Grande, y Comodoro Rivadavia a unos ochocientos kilómetros de distancia, siempre que se volara en línea recta.

--Lo siento. Mi aparato no tiene suficiente autonomía. Tengo combustible justo para volar hasta Punta Arenas --se disculpó Carlos No Más.

--Lo va a llevar. ¿No oyó de quién se trata? --precisó el capataz.

--No. No pienso llevarlo. Y para que nos entendamos, yo decido cuándo y adónde vuelo, y también quiénes serán mis pasajeros.

--No lo entiende. Si usted se niega a llevar a don Nicanor Estrada, no vuelve a volar ni en la Patagonia, ni en la Tierra del Fuego ni en ninguna maldita parte del mundo.

El capataz aún no había terminado de hablar cuando ya sus acompañantes se levantaban los ponchos para enseñar sus escopetas de cañones recortados.

A veces conviene hacer excepciones. Eso pensó Carlos No Más volando rumbo a la estancia San Benito con un matón por copiloto.

Don Nicanor Estrada le esperaba azul, congelado, en la capilla ardiente que habían montado en el frigorífico de la estancia. Cientos de corderos desollados acompañaban al amo. Algunos gauchos y peones tomaban mate y fumaban mirando con temor al cadáver.

--Es enorme --comentó al verlo.

--Como todos los Estrada. Un metro noventa y ocho --dijo el capataz.

--No entra. Semejante paquete no entra en el Piper --alegó Carlos No Más.

--Más respeto con don Nicanor. Entra --insistió el capataz.

--Escuchen: comprendo que deben hacer todo lo posible por mandar el fiambre a Comodoro Rivadavia. Pero deben comprender que es imposible. Ese avión es un Piper, un cuatriplaza. La cabina, desde el panel de instrumentos hasta el ángulo trasero, mide un metro setenta. No entra ni en diagonal.

--La idea es que lo lleve recostado, o sentado. Así, entra.

--Tampoco. El asiento posterior mide noventa centímetros de ancho. No entra recostad, y en cuanto a sentarlo, ¿cuánto hace que lleva muerto?

--Cuatro días. ¿Por qué?

--¡Cuatro días! Está más tieso que un tronco, por la congelación y por algo que se llama rigor mortis. Van a tener que partirle el espinazo y no creo que eso le agrade a la familia.

--Mierda, es cierto --asintió el capataz.

El muerto, además de enorme, era muy robusto. Debía de pesar sus buenos ciento veinte kilos sin ropa, y allí, tendido con todos sus atuendos, espuelas de plata, botas de acordeón, chiripa, cinturón de suela y plata, facón y poncho, debía de superar los ciento cincuenta kilos.

--Oiga, ¿puede desmontar una parte del techo? --consultó el capataz.

--Todo el techo. Pero entonces me congelo.

--Sólo una parte. Suficiente para que entre el cuerpo. Puede volar a baja altura.

--Está loco. ¿Pretende que lo lleve parado?

--¡De cualquier manera lo vas a llevar, hijo de puta! --chilló el capataz aplastándole la nariz con el cañón de un treinta y ocho.

Lo llevó. Luego de quitar la portezuela del copiloto y atar al muerto a un tablón, lo metieron en el Piper. Lo metieron por los pies, que sujetaron firmemente a la base del asiento posterior. El muerto descansaba la cintura en el respaldo del asiento del copiloto y parte del tronco, los hombros y la cabeza, quedaron al aire. Como lo pusieron boca arriba, parecía ir mirando el ala derecha. Para culminar la faena le cubrieron la cabeza con una bolsa de plástico en la que se leía "San Benito. Las mejores carnes".

Antes de despegar, Carlos No Más pensó que no era mal negocio eso de la funeraria aérea. El capataz le entregó un cheque por cincuenta mil pesos chilenos, y en Comodoro Rivadavia le esperaba la otra mitad.

Miró la aguja del combustible: Full. Los peones de la estancia habían conseguido el combustible necesario para la primera etapa del vuelo hasta Río Gallegos. Trescientos cincuenta kilómetros volando a baja altura, arropado como un esquimal y con un pasajero con medio cuerpo fuera.

Despegó a las dos de la tarde. Por fortuna el tiempo se mostraba bueno, aunque los fuertes vientos del Atlántico movían el Piper como una coctelera. A los tres cuartos de hora de vuelo divisó el cabo Espíritu Santo y atravesó el estrecho de Magallanes. Cantaba a todo pulmón. Agotó el repertorio de tangos, cumbias, boleros, siguió con la canción nacional y los casi olvidados himnos escolares. Tenía que cantar a todo pulmón para mantener el cuerpo caliente.

A las cinco de la tarde ya era de noche y apenas distinguía la espuma de la costa atlántica. Al pedir autorización para aterrizar en la pista de Río Gallegos le preguntaron si llevaba carga que declarar.

--No llevo carga. Llevo un muerto. Over.

--¿Trae el certificado médico que indique la causa del deceso? Over.

--No. Nadie me habló de eso. Over.

--Entonces, vuelva a buscarlo. Over.

--El fiambre se llama Nicanor Estrada. Over.

Poderoso caballero don Nicanor, influyente hasta después de muerto. En la pista le esperaba un cura, que casi sufre un infarto al ver la incomodidad en la que viajaba el pasajero.

--Hay que bajarlo. ¡Por Dios! Hay que bajarlo y llevarlo enseguida a la catedral --clamó el cura.

--Ni lo piense. Se queda aquí. Al aire libre --indicó Carlos No Más.

--¿Qué clase de alimaña es usted? ¡Se trata de don Nicanor Estrada! --bramó el cura.

--Si lo lleva a la iglesia se va a descongelar y empezará a pudrirse. Supongo que la familia quiere recibir incorrupto a don Nicanor.

Tras ser excomulgado, Carlos No Más convenció al cura para que negociara: misa, sí, pero allí, con el muerto en el avión. De tal manera que a don Nicanor Estrada le ofrecieron un servicio religioso en la pista, a diez grados bajo cero.

Aquella noche Carlos No Más durmió a pierna suelta y cubierto con las mantas de tres camas en una pensión cercana a la pista. Al día siguiente, a las seis de la mañana, se metió un litro de café en el cuerpo, cargó dos termos del ardiente brebaje y, con las primeras luces, despegó, iniciando así la segunda etapa del vuelo hasta Río Chico, que volaría sobre el Atlántico y la bahía Grande hasta ver el faro del cabo San Francisco de Paula, que le señalaría la entrada al continente. Fueron unos doscientos kilómetros de vuelo apacible, porque la necesidad de calentarse llevó hasta su memoria varias canciones de Moustaki que aulló a todo pulmón entre bolero y bolero.

A las diez de la mañana, y tras repostar en Río Chico, inició la tercera etapa del tour funerario hasta Las Martinetas, un pueblo a otros doscientos kilómetros, bastante alejado de la costa. Voló siguiendo la línea de la carretera que conduce a Comodoro Rivadavia. Abajo pasaban rauda la pampa, los rebaños de ovejas, los grupos de ñandúes que desde la altura se veían como pollos grotescos con el culo al aire. Los ñandúes huían espantados por el ruido del Piper.

A las dos de la tarde, Carlos No Más y don Nicanor Estrada empezaron la última etapa del viaje. Doscientos kilómetros más y ya llegarían a Comodoro Rivadavia. No había una nube en el cielo, el sol se reflejaba en la congelada capucha del muerto y Carlos No Más seguía cantando, ya medio afónico, jurándose que lo primero que haría al regresar a Chile sería tomar clases de canto.

Al solicitar permiso de pista en Comodoro Rivadavia le preguntaron por qué volaba a tan baja altura. El radar de la Fuerza Aérea argentina apenas lo había detectado.

--Es que llevo a un muerto. Un muerto ilustre. Over.

--¿Quién diablos es usted? Over.

--Aerofunerarias Australes. Over --respondió Carlos No Más con el patético resto de voz que le quedaba.

En la pista, los familiares y las autoridades del lugar lo recibieron con desmayos, insultos, amenazas, que luego de sus explicaciones se transformaron en huecas frases de disculpas. A la espera del segundo cheque, Carlos No Más se vio obligado a sumarse al cortejo fúnebre.

En el cementerio le esperaba una sorpresa. Tras una misa solemne, el cortejo se dirigió al panteón familiar, una suerte de palacete de mármol blanco. Después de sacar al muerto del cajón con la ayuda de una grúa, lo alzaron sosteniéndolo por los sobacos, le cubrieron la cabeza con un sombrero gaucho y finalmente lo bajaron hasta una fosa enorme. Carlos No Más se asomó al borde. Abajo había un caballo embalsamado. A don Nicanor Estrada lo enterraron montado en su caballo.

--Y luego, ¿qué? --le pregunto mientras el temporal arrecia.

--Cobré, me despedí de los deudos y volví. Atiza el fuego. Voy a buscar un pedazo de carne para tirar a las brasas --dice Carlos No Más alejándose con pereza.

Es mi mejor y el más antiguo de mis amigos. Muchas veces, alejado del sur del mundo, pienso en él y tiemblo ante la idea de que algo terrible le haya ocurrido. Y ahora también tiemblo ante las abolladuras del fuselaje del Piper.

Carlos No Más regresa con un costillar de cordero.

--¿Qué vas a hacer, Carlitos?

--Un asado.

--No. Me refiero a más tarde. Mañana. Qué sé yo.

--Volar. Apenas mejore el tiempo te llevaré a dar una vuelta por el golfo Elefantes. Viniste a ver ballenas. Pues verás ballenas --dice Carlos No Más, mientras tira palitos de romero sobre la carne, observando con ojos infantiles, a ratos el fuego, a ratos a mí y a ratos el avión, que, como un compañero más, también disfruta del calorcillo del hangar, a salvo de la lluvia que cae y cae sobre la Patagonia.

Patagonia Express, Luis Sepúlveda

domingo, 25 de octubre de 2009

Piloto no más (2)

En mayo de 1975, Esquella tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en una pequeña playa de la península de Tres Montes, frente al golfo de Penas. El DC-3, El loro con hipo, iba cargado con ovejas productoras de la más fina lana, y el vuelo empezado en Puerto Montt transcurrió con normalidad hasta que uno de los motores falló y el avión empezó a perder altura. El tripulante le aconsejó botar la carga, es decir, arrojar las ovejas al mar para aligerar el aparato, mantener altura e intentar llegar hasta alguna pista de aterrizaje en el continente. Esquella se negó. Indicó que la carga no se tocaba, y buscó una playa.

El contacto con la tierra no fue de los más elegantes. Perdió parte del tren de aterrizaje izquierdo, y el avión se detuvo finalmente con el morro metido en el mar. Pero ninguna oveja sufrió daños y por fortuna tampoco la radio. Luego de recibir la señal de SOS, Carlos No Más salió en barco para rescatar las ovejas y ver qué se podía hacer con el avión.

Una vez embarcadas las ovejas, revisaron el aparato. El desperfecto del motor era de fácil arreglo y, fuera del tren de aterrizaje dañado, no encontraron otros estropicios en El loro con hipo. Era posible reparar el avión, pero el gran problema era cómo diablos sacarlo de allí.

--Listo. Se acabó El loro con hipo --comentó alguien que iba en el barco.

--Cállate, huevón. ¿Lo sacamos, Carlitos? --consultó Esquella.

--Claro que lo sacamos --respondió Carlos No Más.

El tipo que había diagnosticado el fin de El loro con hipo era un comerciante de pieles famoso por su pasión por las apuestas, y no resistió la ocasión.

--Esquella, te apuesto cinco mil pesos a que no lo sacas --desafió el tipo.

--Diez mil a que sí lo saco --replicó el aviador.

--Veinte mil a que no lo sacas --insistió el comerciante.

--¡Cincuenta mil a que sí lo saco, y volando! --bramó Esquella.

--De acuerdo. Cincuenta lucas. Vengan esos cinco dedos.

Sellaron la apuesta con un apretón de manos. Cincuenta mil pesos nuevos. Para Carlos No Más era una fortuna. Esquella lo invitó a subir al aparato.

--Carlitos, hay cincuenta lucas en juego. Lo sacamos y vamos a medias. ¿Se te ocurre algo?

--Sí, pero antes quiero saber cómo se presenta el tiempo.

Por radio pidieron el informe meteorológico: en las próximas setenta y dos horas soplarían vientos moderados.

--Dígale al patrón del barco que apenas deje las ovejas en Puerto Chacabuco alquile dos parejas de bueyes y compre o robe uno de los catamaranes del puerto deportivo. Tiene que regresar con todo eso antes de cuarenta y ocho horas.

El barco zarpó. Esquella, el tripulante y Carlos No Más empezaron a trabajar.

Primero talaron varios árboles de troncos flexibles y los usaron para apuntalar el avión. Después cortaron otros troncos con los que construyeron una especie de sendero sobre el que descansó el vientre del aparato. Finalmente quitaron las ruedas del tren de aterrizaje intacto y procedieron a aligerar el aparato quitándole todo peso superfluo. Cuando terminaron, tras dieciocho horas de trabajo, en el interior de El loro con hipo quedaban solo los instrumentos y la butaca del piloto.

El barco regresó a tiempo y con todo lo que habían pedido. También el comerciante apostador, que no cesaba de repetirles que parte de esos cincuenta mil pesos, que daba por ganados, los invertiría en invitarlos un fin de semana entero al mejor burdel de Coyhaique. Los tres hombres empecinados en hacer volar al El loro con hipo lo dejaban fanfarronear.

Los bueyes jalaron el avión hasta que sacó el morro del agua. Trabajaron duro los bueyes. Un DC-3 pesa bastante más que una carreta, pero eran animales robustos y lo dejaron muy horizontal sobre el sendero de troncos. Enseguida, los hombres desmontaron los cascos del catamarán y los montaron en lugar de las ruedas del tren de aterrizaje. Finalmente ataron una balsa salvavidas al tren fijo de cola y convirtieron a El loro con hipo en un hidroavión.

Mientras los hombres del barco se encargaban de hacer otros dos senderos de troncos, uno para cada casco del catamarán, Esquella y Carlos No Más treparon al aparato y echaron a andar los motores. Las hélices del DC-3 giraron de maravilla.

--Ahora falta lo más fácil: despegar --dijo Esquella.

--Dispone de unos trescientos metros de agua calma. Luego empieza la línea de arrecifes --comentó Carlos No Más.

--El problema será bajar. Nunca he pilotado un hidroavión --confesó Esquella.

--Las aguas del fiordo estarán quietas. Por lo menos las próximas veinticuatro horas. Ahora, si me tiene confianza, déjeme volar el cacharro. En la escuela de aviación piloté Grummans, Catalinas, bichos que no son tan pesados como un DC-3, pero creo que puedo hacerlo.

--¡Todo tuyo, Carlitos! Para aligerarlo aún más botaremos parte del combustible. Volarás con lo apenas necesario. Desde el barco te indicaré cuándo levantar el vuelo.

--Entonces deje libre la butaca. Yo estoy al mando ahora.

--Las cincuenta lucas te pertenecen, Carlitos.

Los nobles bueyes jalaron de El loro con hilo hasta dejarlo en el agua. Los cascos de los catamaranes soportaron el peso y la balsa de cola mantuvo la parte trasera fuera del agua. Carlos No Más esperó a que el barco se acercara a la línea de arrecifes antes de aumentar la potencia de los motores y poner el avión en movimiento. Ver oscilar las agujas de los tacómetros fue una delicia. Cuando vio que Esquella levantaba los dos pulgares, tiró del bastón de mandos y El loro con hipo se elevó ganando rápidamente la altura deseada.

Fue un buen vuelo, tranquilo pero movido porque el avión iba tan ligero que las brisas lo sacudían como a una hoja de papel. Voló sin contratiempos las noventa millas rumbo norte por sobre la península de Taitao, el ventisquero de San Rafael, hasta la entrada del gran fiordo de Aysén. Allí torció al este y, guiándose por el destello del agua, se internó continente adentro. Le faltaban ocho millas para alcanzar la bahía de Puerto Chacabuco cuando las agujas del combustible marcaron cero, pero estaba a salvo y, protegido por las brisas del Pacífico, planeó sin contratiempos. Acuatizó como un cisne, entre el jolgorio de los lugareños congregados en el muelle.

El comerciante de pieles pagó la apuesta. Carlos No Más recibió los cincuenta mil peso y decidió independizarse. Al poco tiempo conoció a Pet Manheimm, otro aviador en busca de cielos libres, y juntos inauguraron el primer mercado de frutas y verduras, Flor de Negocio.

Empezaron con una avioneta Piper y un helicóptero Sikorsky, desecho de la guerra de Corea. En Puerto Montt cargaban la avioneta con cebollas, lechugas, tomates, manzanas, naranjas y otros vegetales, los llevaban hasta Puerto Aysén, donde tenían la base, y desde allí salían en el helicóptero para surtir de verduras y frutas los caseríos y las estancias patagónicos.

Flor de Negocio duró hasta el mal día en que Pet y el helicóptero desaparecieron tragados por una tormenta imprevista. Nunca los encontraron, ni a Pet ni a los restos del aparato. Descansa en cualquiera de los ventisqueros, bosques o lagos de la Patagonia, que atraen y a veces engullen a los aventureros.

Perdidos el socio y el helicóptero, Carlos No Más cambió de actividad y se dedicó al servicio postal entre la Patagonia y la Tierra del Fuego. Por esas cosas que ocurren en el sur del mundo, un día se encontró pilotando la primera funeraria aérea de los cielos australes.

(Continuará)

Patagonia Express, Luis Sepúlveda

miércoles, 21 de octubre de 2009

Piloto no más (1)

El tipo que tengo frente a mí, que me ofrece la calabaza del mate y que enseguida remueve las brasas del fogón, se llama Carlos y es, al mismo tiempo, el mejor y el más antiguo de mis amigos. También tiene un apellido, pero me exige que, si escribo algo de lo que me contará en este día de lluvia, no mencione su nombre completo.

-Carlos no más -insiste, mientras corta unas lonjas de charqui de caballo, una carne oreada al viento y que va de maravilla con el mate.

-Conforme. Carlos no más -respondo, y escucho cómo la lluvia arrecia sobre el techo del hangar que nos protege.

Desde muy pequeño, Carlos No Más manifestó un solo interés en la vida: volar. Leía cómics de aviadores, sus héroes eran Malraux, Saint Exupéry, Von Richtoffen, el Barón Rojo. Iba al cine a ver únicamente películas de aviadores, coleccionaba modelos de aeroplanos y a los quince años conocía todas las piezas de un avión.

A los diecisiete, cierta tarde de playa, en Valparaíso, abrió su intimidad a la familia.

-Voy a ser piloto. Me matriculé en la Escuela de Aviación.

-Vas a ser militar, cretino. La Escuela de Aviación es de la Fuerza Aérea, imbécil -le respondieron con el tono más fraterno.

-No. Tengo un plan para evitarlo.

-¿De veras? ¿Podemos saber en qué lío te piensas meter?

-Es muy simple: en cuanto aprenda a pilotar un avión, deserto.

Aprendió a pilotar pequeños aparatos y helicópteros, pero no tuvo que desertar. Cuando, en 1973, la dictadura trepó al poder, Carlos No Más fue expulsado de la Fuerza Aérea por sus ideas socialistas.

Cuando los chilenos quieren expresar un gran bienestar dicen: «Estoy más feliz que un perro con pulgas». Carlos No Más dijo: «Estoy más felix que un cóndor con pulgas».

¿Y adónde se va a tentar fortuna un piloto sin empleo? Pues al sur del mundo. Carlos No Más emprendió el camino rumbo a la Patagonia. Sabía de la existencia de varios pilotos que hacían servicios de correo en aquella región olvidada por la burocracia central. Llegó a Aysén y, a las pocas semanas, conoció a un legendario aviador de aquellas latitudes: el capitán Esquella, quien con su DC-3 aprovisionaba las estancias ganaderas de la Patagonia y la Tierra del Fuego.

Su primer empleo fue de mecánico de mantenimiento de El loro con hipo, el aparato que Esquella, y nadie más que Esquella, pilotaba, hasta que ocurrió algo más que puso el avión en manos de Carlos No Más.

-Esquella. ¡Ése sí que fue un piloto! -exclama Carlos No Más ofreciéndome un nuevo mate.

[Continuará...]

Patagonia express, Luis Sepúlveda

miércoles, 14 de octubre de 2009

Mujeres muertas

Acabo de terminar dos novelas famosas de Javier Marías: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Separan a estas dos novelas dos escuetos años: la primera es de 1992 y la segunda de 1994. De mis últimos años en España recuerdo que esos dos títulos le dieron mucho renombre y que, en aquel tiempo, era autor más que polémico, lo que allí es sinónimo absoluto de famoso.

Fiel a mi costumbre, leí estas dos novelas por orden cronológico. La primera, Corazón tan blanco, suscitó el texto que vino justo antes que éste, y que está aquí. Cualquiera que lo haya leído se habrá dado cuenta de lo mucho que me llamó la atención ese estilo narrativo de amplios círculos y soliloquios ambiguos en los que la voz del narrador en primera persona se mezcla con los pensamientos del escritor que a su vez se mezclan con la voz de otro narrador omnisciente que a su vez se mezcla con un tercer narrador recursivo que trae textos ya leídos en el mismo libro. Creo que Corazón tan blanco es una novela original, con buen ritmo y muy bien resuelta en sus aspectos principales. Me gustó mucho y me abrió los ojos a una estética diferente.

Quizá por eso me sorprendió tanto, al digerir las primeras páginas de Mañana en la batalla piensa en mí, la sensación tan intensa de dejà vu. Me parecía haber leído eso antes, pese a que identificaba sin duda ninguna la misma estética literaria que había descubierto (como cosa nueva) en la otra novela. Seguí leyendo y leyendo, pues esta novela es casi el doble de larga que la primera, y allá por la página 200 había encontrado tantas analogías entre una y otra que perdí, hasta cierto punto, el interés por el desarrollo de la historia. Me obligué a seguir y, ahora que la he terminado, tengo muy claro por dónde metería la tijera si fuera el editor. A Mañana en la batalla le sobran entre 100 y 150 páginas de divagación innecesaria que la debilitan, la trivializan y la convierten en un producto inferior a su antecesora. No digo que sea una mala novela, porque no lo es. No digo que esté mal escrita, porque me da la impresión de que eso es imposible, vista la calidad y la capacidad del autor. Solo digo que, como continuación o remedo de Corazón tan blanco, no funciona: tiene varias secciones (la entrevista con el Uno, la visita al hipódromo, la noche con las prostitutas) que no están conseguidas. Le restan contundencia y reducen el efecto general, que podría haber sido tan redondo como el de la primera.

Cabe decir también que las dos novelas son, en el fondo, efectistas, porque están construidas alrededor de un secreto que no se desvela, ni a los personajes ni al lector, hasta que se llega a las últimas páginas, y además no se dan los datos necesarios para que el lector pueda inferir ese secreto, ese elemento final efectista (dramatismo de cierre). Considero que ese rasgo, propio de la literatura actual más exitosa, es poco recomendable desde el punto de vista del autor porque hace que su labor sea menos exigente. Si uno se guarda el triunfo, si sabe que va a ganar pase lo que pase, la emoción del juego merma. Si uno siempre hace lo mismo, si siempre saca el triunfo y jamás arrastra durante la partida, la emoción del juego acaba por desvanecerse.

jueves, 1 de octubre de 2009

Los números primos de cada escena

Javier Marías es como un mecánico de coches de competición. Nunca va a pisar el acelerador. Su mayor pasión, después de cada carrera, es ir desmontando el complejo engranaje pieza a pieza, cuando todavía está caliente, estudiar el desgaste, el roce, la pérdida de lubricante que ha sufrido cada elemento, comparar esas observaciones con lo que estaba previsto que sucediera y con lo que se temía que pudiera suceder, calcular qué habría pasado si se hubiera utilizado otra calidad, otro calibre u otra marca, limpiar y clasificar cada elemento en su cajetín, en su apartado, revisar con cuidado y reponer todo aquello que no merezca o no pueda seguir rindiendo como debe.

En sus novelas, una escena, incluso una escena estática, digamos pictórica, en la que apenas pasa nada ni se mueve nada, se puede prolongar durante páginas y páginas. Al describir la escena puede, por ejemplo, presentarnos personajes enteramente nuevos para la narración, o llevarnos a lugares o épocas que aún no habían aparecido. Lo que hace, en realidad, es descomponer la escena hasta llegar a sus componentes fundamentales, sus números primos e indivisibles, ya sean objetos, ideas o sentimientos. Las palabras engranan a la perfección y no se percibe esfuerzo ni artificialidad en esa travesía fluida desde lo inmediato, desde la descripción de objetos y posiciones, hasta lo trascendente, pasando por hechos históricos, sentimientos o cualquier otra dimensión de lo humano que vaya surgiendo. Para conseguirlo, Marías, con una delicadeza sorprendente, usa como vehículo el hilo de los pensamientos de sus personajes. Se podría decir, simplificando, que utiliza la técnica del monólogo interior, pero no es solo eso: la plasticidad de esas transiciones, y la agilidad con la que nos trae y nos lleva del pensamiento puro a la observación más prosaica y viceversa es algo que supera con creces esa técnica, ya clásica, y la dota de una versatilidad muy original.

Es fácil caer en la tentación de pensar que ese estilo narrativo está demasiado próximo a la divagación: creer que el escritor está llenando páginas, vagando sin rumbo en un territorio que desconoce y que, por lo tanto, no nos está presentando, sino que va construyendo o explorando a medida que escribe. Quien caiga en esa tentación se sorprenderá al comprobar cómo los capítulos de cada novela van organizándose en unidades de significado más o menos completo y, después, se articulan, reaparecen y se aprovechan en los capítulos subsiguientes. Una aparente diatriba sobre una lectura antigua o una conversación con un familiar se convierten, muchas páginas más adelante, en un símbolo o un icono que, en circunstancias posteriores, pueden determinar la actitud o la reacción del personaje como si fueran líneas escritas en el libro del destino, como una obligación ineludible que ese personaje ha acarreado, sin saberlo, durante días, meses o incluso durante una vida entera.

Marías explota muy bien su capacidad de fascinación por los objetos normales y corrientes, las actividades cotidianas y la interacción corriente de unas personas con otras. Sabe destacar sin esfuerzo lo que hay de sorprendente en el hecho de estar vivos, de comer, de hablar o respirar, y por supuesto de pensar. Todos los personajes de este escritor son un torbellino de pensamientos que no se detiene nunca, como si el narrador omnisciente se metiera a hurgar en el seso de cada uno y no sacara de él únicamente lo que es fundamental a la historia que se cuenta, sino todo lo demás también: lo dicho y lo no dicho; lo pensado y decidido y lo pensado y nunca aceptado; las culpas, los miedos, las esperanzas, los deseos y las pasiones que se ocultan o que se expresan solo a medias. Todo eso nos lo plasma en esa riada de páginas sin apenas diálogo, páginas en las que la descripción meticulosa se une en masa compacta al versátil monólogo interior, el discurso ético, la conciencia social, la sabiduría popular y, en general, todo el terremoto psíquico que bulle en los dos, o como mucho tres, personajes de la escena. Cuarenta o cincuenta páginas más allá, veremos que no ha sucedido gran cosa y que todo está más o menos como al principio, pero ahora ya no sólo conocemos mucho mejor a esos personajes, sino que los podemos identificar, por su hechos y por sus ideas, con nosotros mismos o con otras personas (reales) a las que conocemos. Así, al construir sus mundos literarios, Javier Marías no acude a la narración lineal de los acontecimientos sobre la que se estampan las relaciones sociales que unen o separan a los personajes. Lo que hace es describir en detalle la mente de los personajes y, a continuación, señalar los mínimos hechos necesarios para que el lector pueda comprender las relaciones que se establecen entre ellos. Los hechos y la narración en general serán siempre mínimos; la tensión narrativa no residirá en la historia, sino en la evolución del pensamiento de cada personaje a partir de dos o tres elementos muy sencillos, pero al mismo tiempo trascendentales.

Para leer a Marías y enterarse de lo que está contando hace falta tener tiempo y ganas. Este escritor no regala nada y no nos deja que deslicemos la mirada por el texto: no hay diálogos, no hay golpes de efecto en la estructura de los párrafos, ni silencios elocuentes. No hay ayuda alguna, y la clave de un texto puede estar encerrada en tres o cuatro palabras que, a su vez, están en una frase delimitada por comas en un párrafo que se alarga a través de tres o cuatro páginas. Las novelas de Javier Marías exigen mucho y no hacen concesiones, pero tienen mucho que ofrecer a quien decida invertir tiempo y atención en ellas.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Amigos en Madrid

Ya estoy en Madrid, y ya estoy estresado. Llamaré, o no, según, porque nada está claro cuando vengo a Madrid, hasta el punto de que a veces no sé por qué vengo, quizá hiciera mejor quedándome donde estoy y pasando el verano mirando al techo, al río, al perro que merodea por la acera de enfrente y olisquea el hidrante, el hierrajo para aparcar bicicletas, el bordillo que se desmigaja, el chicle casi seco. Llamo porque tengo que llamar, porque llevo la cabeza cuajada de deudas de gratitud o de cariño y así, porque sí, va pasando la vida con la sensación de que la flauta, si suena (y cuando suena), lo hace estrictamente por casualidad. Así que llamo, o escribo, como se hace ahora, y elijo armas y fecha y les dejo a ellos, a mis amigos escasos, a mis amigos circunstanciales, que elijan lugar y, como cada vez (una vez al año, todo lo más) ellos eligen una plazuela del centro de la ciudad. Es una de esas plazuelas que se prestan a calificarlas con un adjetivo que me pone los pelos de punta: “deliciosa”. Me consta que hay en este mundo miles de personas a las que no les temblaría el pulso, ni les pestañearía el ojo, ni les picaría el culo al escribir “en una deliciosa plazuela del centro de la ciudad”. Yo no soy así, y no puedo: me tiembla el pulso, me pestañea el ojo derecho y me pica el culo ahora mismo, porque no lo puedo soportar. Manías, si se quiere, pero es que los de letras, los seudointelectuales que no sabemos de nada pero hablamos de casi todo, ya se sabe cómo somos: maniáticos y odiositos. Cada vez que me topo con el adjetivo de marras en un texto, ya sea una novela, una revista, un estudio literario o una reseña cinematográfica, me pongo de mal humor. Reconozco que de buena gana agarraría a ese adjetivo por el pescuezo, lo sacudiría con violencia y lo insultaría y lo vejaría verbalmente hasta hacerle sentir un dolor espiritual mucho más intenso que cualquier dolor físico. Con saña y maldad genuinas. Luego lo echaría a una palangana y lo anegaría de vómitos purulentos, cagadas de perros y palomas, lixiviados de basuras y cualquier otro producto repulsivo que tuviera a mano, y pasearía con él por calles céntricas para que todo el mundo pudiera ver y oler la repugnancia absoluta del adjetivo “delicioso”. Para terminar, no dudaría en arrojarlo, con palangana y todo, a la tolva de un camión de la basura, o mejor aún, me subiría a una de esas patéticas pasarelas peatonales que cruzan sobre las autopistas urbanas, me apostaría sobre el carril derecho y, a esa hora en la que el tránsito es aún fluido pero muy intenso, lo dejaría caer para que el primer camión lo hiciera trizas y sus restos resultaran irreconocibles hasta para su madre. Aún me quedaría un momento para regocijarme con los juramentos que dirigiría el camionero a los restos de toda aquella inmundicia, adheridos por doquier a su vehículo.

Quedo, pues, en esta plaza céntrica con mis ínfimos amigos cibernéticos, porque nobleza obliga, o quizá porque sí y punto, qué motivo tengo para darle tantas vueltas, al fin y al cabo. De no ser por mi sadismo latente, dado a maquinar todo tipo de barbaridades para martirizar algo tan inasible como un adjetivo, hasta es posible que acuda de muy buen talante al encuentro. Por eso es una pena tener manías, porque cuando menos te lo esperas, te echan a perder un día entero y jamás llegas a descubrir por qué. Este es, con demasiada frecuencia, mi caso, y me temo que esta reunión amistosa no va a ser una excepción. La deliciosa mala leche está servida, señoras y señores, sírvanse, que paga la casa.

El recorrido desde el lugar en que acostumbro alojarme cuando estoy en Madrid hasta la plazuela en cuestión es sencillo: tomo la línea marrón del metro (la 4, creo), que no está en obras, y me dejo llevar sobre los raíles, como flotando, a unos pocos centímetros del abundante polvo de hierro que liberan las ruedas de los vagones, a escasa distancia de la mugre inefable de los túneles y de la monotonía ondulatoria de los cables que recorren las paredes, hasta la penúltima estación por la parte de Argüelles, a saber, San Bernardo. Y eso es lo que hago, y lo hago con cierto atisbo de satisfacción y esperanza, tras haber disipado mi delicioso enojo con una rápida carrera desde el departamento hasta la boca del metro.

En el escuchimizado vagón, porque he de decir que los vagones de algunas líneas del metro de Madrid son escuchimizados, como de juguete, demasiado pequeños para personas de verdad, y por añadidura el interior está plastificado y redondeado como esos coches y aviones de juguete que se venden a veces como complemento para muñecos y muñecas de niños de seis a once años, en ese escuchimizado receptáculo, digo, se me cruza por la mente otra de mis fobias: “coqueto”. Estos vagones son “coquetos”. En general, si alguien usa ese adjetivo lo que quiere decir es que un objeto determinado no tienen las cualidades necesarias para pertenecer a la clase de la que se supone que es miembro, ya sea por tamaño, calidad o circunstancias diversas, pero que se puede obviar esa deficiencia porque el objeto en cuestión está bien decorado u ornamentado. El ejemplo más característico es un departamento (un piso, como se dice en España) cuyo dueño lo describe como coqueto. Lo que quiere decir en realidad el dueño es: vendo o alquilo infravivienda sobrevaluada, o vendo o alquilo inmunda ratonera indigna de que una persona digna la llame hogar, pero repleta de detalles triviales, fútiles y de muy buen gusto con los que busco ocultar ciertas carencias fundamentales sin tener que ajustar el precio. A lo largo de mi vida he ocupado varios de esos departamentos coquetos, así que sé bien de lo que hablo cuando hablo de dignidad y de ratoneras. Y así, al entrarme entre ceja y ceja que este vagón del metro de Madrid, tan plastificado y redondeado que parece una casita de muñecas, es coqueto, la mala leche que había cosechado gracias a la deliciosa plazuela y que con posterioridad había logrado neutralizar en parte con la citada carrerilla y bajando las escaleras a calzón quitado, como si fuera un agente secreto perseguido por toda la policía del lugar, la mala leche, digo, se me cuaja al instante entre los parietales y me cae sobre la frente y los arcos superciliares en forma de nube negra, esa nube negra que conozco bien porque me ronda siempre y, a veces, cuando se asienta, no quiere moverse durante horas.

Lo malo de la nube negra no es la visibilidad: lo veo todo, lo entiendo todo, lo capto todo. Lo malo de la nube negra es el presagio negro que la acompaña y que es imposible verbalizar, porque siempre es sorpresivo. Sé que el desastre está ahí, agazapado. Ni siquiera está esperando porque sabe de antemano cuál es su momento, cuál es su intención. Soy yo el que espera, iracundo y un poco amedrentado, que el presagio haga acto de presencia. En el ínterin, el vagón se sigue deslizando sobre los raíles y ante mí charlan con efusión cuatro jóvenes de veintitantos años, uno de ellos sentado bajo mi sobaco derecho, los otros tres justo al otro lado de mi nube negra. Discuten sobre si el examen de conducción de motocicletas es fácil o difícil, qué ejercicios son los más complicados o arriesgados y cuál es el vehículo idóneo para pasar las pruebas sin dificultad. Analizo su forma de hablar, que en gran medida me resulta familiar, puesto que hace quince años yo hablaba más o menos así, pero detecto una pequeña cantidad de expresiones y vocablos que para mí son nuevos, y eso me causa cierta desazón. Una década no es mucho, pero claro, tampoco es poco, y esto demuestra que estoy perdiendo contacto con la lengua viva de la que durante muchos años fui usuario y promotor, la lengua de mi ciudad. La conclusión inmediata y fácil es que me estoy convirtiendo en un bicho raro. Por suerte, ninguno de los cuatro jóvenes dice “delicioso” ni “coqueto”. Tampoco es de esperar que lo digan en lo que queda de trayecto, habida cuenta de que su registro verbal es profuso en sustantivos como puta, culo, mierda, cojón o coño, verbos como cagar, joder y tomar por saco e interjecciones compuestas y larguísimas, como mentiendeloquetequiodecir. En otras palabras, estos aspirantes a motoristas están bastante más lejos de los epítetos que me han amargado la tarde de lo que yo estoy de su jerga madrileña.

A medio camino, más concretamente en la estación de Velázquez, se sube al vagón coqueto un sujeto delicioso que paso a describir sin demora. Salta a la vista que es pobre, aunque no lleva harapos. También es viejo, diría yo de unos setenta y tantos años, y a primera vista da la impresión de que la vida no lo ha tratado de la mejor manera, a juzgar por ciertos vicios posturales, dificultades motrices y pequeños achaques que se aprecian según se va moviendo hacia el único espacio vacío que queda. Viste una especie de gabardinilla ligera de color almizclado, harto extraña para un día de julio en Madrid, y unos pantalones de buen corte pero muy raídos y como cuatro tallas más grandes de lo debido. Llegado al centro del vagón, alza la voz chillona y quejumbrosa para explicarnos que, no teniendo oficio ni empleo, ni mucho menos pensión de jubilación o invalidez, las circunstancias lo obligan a usar el magín para obtener algún ingreso y poder comer todos los días. Como quiera que en su juventud, expone con un tono análogo al de una salmodia, tuviera mejor suerte y se le hizo estudiar bachillerato y algunos años de universidad, en la memoria lleva algunos fragmentos de la literatura clásica aprendidos en aquel tiempo. Para nuestro solaz, se dispone ahora a recitar, en castellano y en gallego, un fragmento de uno de los poemas más conocidos de Rosalía de Castro. Sin mudar ni un ápice el tono de voz ni hacer siquiera una pausa, sin inmutarse por las campanitas sintéticas o por la voz femenina, en exceso melosa, que anuncia la próxima estación, el personaje recita:

Adiós, ríos; adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos:
non sei cando nos veremos.

Etcétera. Al terminar el cantar, y de nuevo sin pausa ni cambio alguno en la entonación, más como si rezara que como si recitara, dice “ahora en castellano” y empieza otra vez el mismo poema, sustituyendo algunas palabras gallegas por otras del otro idioma. Llegados a la estación de Colón, el recitador se mueve con dificultad por el vagón y extiende una mano en la que apenas caen unos céntimos. Recauda, eso sí, muchas sonrisas y una buena dosis de socarronería a la que contribuyen con largueza los aspirantes a motoristas.

Alcanzamos la estación de San Bernardo sin más incidentes que reseñar. Ya en la superficie, noto que la nube negra se está concentrando, quizá por efecto del cielo despejado y la agradable brisa que hace más llevadero el calor veraniego. Pongo rumbo sur y pronto me encuentro recorriendo los deliciosos rincones del antiguo barrio de Universidad, en el que abundan los coquetos balcones de las casas de ladrillo que jalonan esas calles estrechas e irregulares, ora deliciosas, ora coquetas. Siete minutos después desemboco en la plazuela de marras y siento que la nube negra se enquista entre ceja y ceja, controlada y apocada, pero con ganas de quedarse allí toda la tarde y parte de la noche. Los presagios más negativos se agolpan ante mis ojos, en versión limitada, y me previenen ante la escena que se me presenta, en apariencia apacible, a saber, una amena reunión de amigos lejanos en un café coqueto ubicado en una deliciosa plazuela del casco histórico. Una vez más se me revuelven las tripas ante la carga adjetival, y una vez más contengo la náusea como un jabato (no así la nube negra, que vuelve a crecer y me va cubriendo el entendimiento como una especie de catarata mental) y ocupo una mesa. Es temprano y no puedo reconocer a ninguno de mis amigos en los rostros de las otras tres personas que veo, excluido el camarero.

Durante los cuarenta minutos siguientes, la nube negra no logra impedir que examine con parsimonia mi mano derecha, mi mano izquierda, las costuras laterales del pantalón, los remaches de la mesa de aluminio, el acabado de la botella de cerveza, que es de molde y no soplada, no recuerdo quién me enseñó a distinguir los dos tipos de vidrio pero aún me acuerdo cómo se distinguen, el texto íntegro de la etiqueta de cada botella, y ya he pedido dos, de dos marcas diferentes, para diversificar el material de lectura y establecer comparaciones, mi mano derecha (otra vez), la suela de la bota izquierda, que necesita medias suelas desde hace como seis meses porque además ahora que está tan gastada cada vez que llueve, y mira que llueve en esa bendita ciudad en la que vivo ahora, corro el riesgo de romperme la crisma porque en los pavimentos lisos resbala como si fuera hielo, las manos de una mujer que ha llegado después y que tiene bonitas manos pero también un marido o acompañante o novio o amante muy celoso que no me quita el ojo de encima y creo que a punto está un par de veces de levantarse para decirme algo porque yo, mortalmente aburrido, dirijo la mirada más veces de las convenientes hacia las manos de su mujer o acompañante o novia o amante, porque son muy bonitas o a mí me lo parecen así en la distancia, las contraventanas del edificio en cuya planta baja se encuentra el café coqueto en el que he ocupado una mesa, porque no sé si he dicho, creo que no, así que lo digo ahora, que la mesa que he ocupado está en la terraza del café y, por lo tanto, estoy sentado en medio de la deliciosa plazuela en la que he quedado con esos amigos míos a los que veo poco (como una vez al año, a veces menos), el campanario de la iglesia aledaña, que no sé ahora si es campanario o espadaña y me gustaría que fuera espadaña porque rima con aledaña, las costuras laterales del pantalón (de nuevo), las manos de la mujer, aprovechando ahora que el celoso está hablando por el celular y, como casi todas las personas que hablan por el celular, parece como si de repente se estuvieran meando y no pueden parar de moverse sin rumbo fijo. Y también me fijo en la extravagante silueta que aparece ahora por el callejón, dispuesta a sacudirme el tedio, o al menos a disiparme un porcentaje de la nube negra. Pero solo un porcentaje pequeño.

Es una mujer de cuarenta y pocos años la que acaba de doblar la esquina. Lleva una camiseta negra de tirantes y uno de esos pantalones militares que son como sacos, con docenas de bolsillos por todas partes. Se lo sujeta con una cuerda de escalada a modo de cinturón, y en esa misma cuerda lleva dos mosquetones, también de escalada, que mantienen sujetos a un perro labrador y a un galgo. Trae el pelo suelto, enmarañado y sucio y se le ven marcas o manchas en la cara y en los brazos. Si al recitador del metro la vida no le había tratado bien, a esta mujer parece que la vida la ha arrastrado por el arroyo una buena cantidad de veces. Al hombro lleva la guitarra más vieja y desvencijada que haya visto en los últimos años. Yo no suelo exagerar. Y sé algo de guitarras. La mujer mira un poco alrededor y también, como el recitador de Rosalía de Castro, alza la voz. Esta voz es la voz cascada y arrastrada de las mendigas o las adictas a quién sabe qué sustancias, la conozco bien porque se oye con frecuencia en el metro, en la calle, en las terrazas como esta. Dice la mujer que va a cantar un popurrí de cantautores españoles y que si le podemos ayudar con lo que sea, que nos lo agradece mucho de antemano. Los primeros rasgueos de la guitarra me revolucionan la nube negra, que se me baja hasta la nariz y casi me hace toser. Suena a mil demonios, espantosa, horrible, indescriptiblemente mal. Qué pena, me digo, qué pena ver cómo el tiempo y el desgaste estragan de esa manera a un instrumento que con toda probabilidad hace veinte años tendría un sonido celestial. Y justo cuando estoy pensando en el sonido celestial, la mujer empieza a cantar esa de los caminos que se cruzan donde el mar no se puede concebir y regresa siempre el fugitivo. Qué voz, madre. El contraste con la facha que lleva hace que el torrente cristalino destaque mucho más que si procediera de una muchacha hermosa, joven y arreglada. Vocaliza y entona con la precisión de una profesional, y tiene potencia suficiente para tapar (por fortuna) las notas más o menos aleatorias de la pobre guitarra. Se pasea por la terraza y yo, obnubilado y pasmado a partes iguales, la sigo más con la oreja que con el ojo. Se me pone al lado y, en uno de los interludios del popurrí, me dice con la voz cascada del principio: “¿me sueltas el galguito que haga pis?”. Desarmado y desorientado por la petición, me quedo mirándola a los ojos sin reaccionar. Repite la petición: “¿me sueltas al galguito?”, y entonces yo entiendo, pero para hacer lo que ella dice tengo que meter la mano en una maraña de cuerdas y trabillas bastante sucias y, dicho sea de paso, bastante próximas a la zona púbica, que se me acerca y se me aleja al compás de la canción de la muralla. Hago un gesto de incomprensión o de indecisión con las manos o con los hombros, o quizá con todo el cuerpo, y entonces ella, en un gesto rapidísimo, deja de tocar un instante y suelta al galguito, que sale corriendo como alma que lleva el diablo hacia el centro de la plazuela deliciosa, donde cagan y mean los perros coquetos y no coquetos con libertad, igualdad y fraternidad y donde los maniáticos como yo podemos encontrar todo tipo de productos infecciosos y no infecciosos para humillar a ciertos adjetivos odiosos.

Sigue cantando ella, recorriendo luiseduardoautes, joanmanuelserrats, pacoibáñeces, amanciopradas y demás tonadas de sobra conocidas, interpretándolos con gracia y decisión, sin esfuerzo aparente, sin marrar una nota (con la voz) y obnubilando al escaso personal que la escucha. Al acabar el breve recital extiende un pañuelo para recoger monedas. Yo le voy a dar un par de euros, pero antes le pregunto si quiere que le afine la guitarra. Ella hace un gesto inequívoco de rechazo y protección: no quiere soltarla. Le explico, como explico en este texto, que sé de guitarras y que me doy cuenta de que el puente está roto, así que voy a tener mucho cuidado de no desplazarlo de su sitio. Le pregunto también si no tiene otra y entonces me mira muy seria. Luego mira al suelo. Después, contesta.

--Sí que tengo --y después de una pausa agrega--. En casa tengo la que usó Manolo Tena en su último concierto.

Mi mirada no le oculta primero la sorpresa y luego la incredulidad; más bien, se la transmite con más precisión que las palabras. Pone una mueca de cansancio mientras me repite lo mismo y agrega que es la auténtica y que Manolo, amigo suyo, se la dio. Casi a modo de prueba me alarga la guitarra destrozada, se sienta en la silla que tengo enfrente y me dice que a ver qué puedo hacer.

* * *

Creo que no hice mucho, porque desde ese momento ella empezó a hablar de su vida y sus milagros y no solo se me desvaneció por completo la nube negra, sino que perdí el interés por la calidad del sonido de la guitarra. Conocer a aquel personaje, que había sido cantante profesional en grupos, en teatro y en estudio, y que conocía personalmente a la mitad más uno de la movida madrileña, del panorama cantautoril español, y del teatro musical de los noventa, fue toda una experiencia que compensó con creces aquella tarde de aciagos presagios e infructuosas esperas.

Estuve hablando con ella unos diez o quince minutos, o más bien ella habló sola casi todo el tiempo, y puedo asegurar que soltó por aquella boca material para varias novelas, diez o doce reportajes periodísticos, la mitad de actualidad y la mitad históricos, y varios poemas, uno de ellos sobre el uso de la guitarra como máquina del tiempo. Yo me limité a hacer las preguntas imprescindibles para ir hilando temas y evitar que divagara, porque era mucho el terreno que tenía para divagar. Por ahí tengo las notas que me puse a escribir aquella misma noche, nada más volver a casa. Quizá algún día, cuando sea viejito y tenga nietos y fume en pipa y me sorprenda el amanecer insomne sentado en un cómodo sillón junto a la ventana desde la que contemplaré un nuevo amanecer anaranjado en el trágico futuro postnuclear, me decida a escribir sobre ella. Pero la historia de aquella mujer es harina de otro costal y sería demasiado largo entrar ahora a relatar una vida que, como digo, da para muchísimas más páginas. Ahora tengo que dar remate a la faena, a saber describir esa tarde con mis amigos.

* * *

Se va la cantora y se va la guitarra, un poco menos desafinada, a mi modo de ver, o de oír, y se va el galguito y se va el labrador. Poco me entusiasma ya la idea de pedir la tercera cerveza y seguir analizando, después de cincuenta minutos o más, las muescas de otra botella y la literatura de otra etiqueta, las costuras del pantalón, la suela de la bota, la mano derecha, la mano izquierda incluida la trayectoria de las venas que, con el paso de los años, se va haciendo más enrevesada y tridimensional, al igual que el sistema de lunares que cubren el brazo y marcan el recorrido hasta la zona donde se generan, que según otra de mis manías es la parte alta de la espalda, no sé por qué tengo esa idea de que todos los lunares que tengo nacen ahí, en la chepa, y luego, por las noches, van resbalando poco a poco hacia los lugares que algo o alguien les había asignado de antemano, y las uñas, si las tengo largas o cortas, y quizá podría mordisquearme una para igualarla a las demás, aunque esto siempre suele acabar en desastre porque si empiezo a morderme una acabo por mordérmelas todas y las manos se quedan hechas un cisco y luego voy a visitar a Azucena, que es mi diosa de las manos bonitas, es decir, es una antigua amistad y un amor platónico nunca llevado a buen puerto, o como diría nuestro amigo común Joaquín, tan innecesariamente zafio pero siempre gracioso, un amor de los que siempre raspan porque nunca te lo has pasado por la piedra, y me saludará Azucena y me dará un beso y un abrazo que todavía me trastornan y me desasosiegan y luego me tomará de las manos con sus manos perfectas y me sonreirá y me dirá te ves como siempre y me preguntará cómo has estado y lo siguiente es que me mire las manos y entonces verá que me he mordido las diez uñas y que las tengo hechas cisco y se le apagará la sonrisa brillante que tanto me gusta y no quiero que eso suceda así que mejor voy a dejarme las uñas quietas y dedicarme a las manos de la mujer. Pero la mujer coqueta de manos deliciosas ya se ha ido con su telefónico celoso a otra parte y yo llevo sentado aquí más de una hora. La nube negra sigue sin aparecer. Es el momento de volver al vagón de metro para muñecas (para uñas, para lunares, para venas), recorrer la línea marrón (la 4, creo) en sentido opuesto y poner cara de calabacín al llegar a casa, dando las explicaciones más sucintas posibles. Por fortuna, allí siempre hay alguien dispuesto a echar una partida de parchís, de cinquillo, de escoba, de tute, de Monopoly o de ajedrez. También hay tijeras para las uñas y crema para las manos. No hay guitarras ni ningún instrumento musical, ni tampoco animales que no sean de peluche, pero es que en esta vida, que es de perros y de flautas que suenan por casualidad, no se puede tener todo.