"Pero [Eduardo] Muriel no se arrancó de inmediato. Su expresión más bien afable, disimuladamente risueña de hacía un instante había sido sustituida por una de abstracción o dilucidación, o por la de una de esas pesadumbres que uno va aplazando porque no desea hacerles frente ni abismarse en ellas y que por lo tanto siempre retornan, se hacen recurrentes y a cada embestida son más profundas al no haber desaparecido durante el período en que se las mantuvo a raya o alejadas del pensamiento, sino que por así decir han crecido en ausencia y no han cesado de acechar el ánimo subrepticia o subterráneamente, como si fueran el preámbulo de un abandono amoroso que uno acabará consumando pero que aún no acierta ni a imaginarse: esas oleadas de frialdad e irritación y hartazgo hacia un ser muy querido que vienen, se entretienen un rato y se van, y cada vez que se van uno quiere creer que su visita ha sido una fantasmagoría --producto del malestar consigo mismo, o de un descontento general, o incluso de las contrariedades o del calor-- y que ya no volverán. Sólo para descubrir a la próxima que cada nueva oleada es más pegajosa y arrastra una duración mayor y envenena y abruma el espíritu y lo hace dudar y maldecirse un poco más. Tarda en perfilarse ese sentimiento de desafección, y todavía más en formularse en la mente ('Creo que ya no la aguanto, he de cerrarle la puerta, eso debe ser'), y cuando la conciencia por fin lo ha asumido, aún le queda mucho trecho por recorrer antes de ser verbalizado y expuesto ante la persona que sufrirá el abandono y que no lo sospecha ni prefigura --porque tampoco nosotros los abandonadores lo hacemos, engañosos, cobardes, dilatorios, morosos, pretendemos imposibles: sortear la culpa, ahorrar el daño--, y a la que le tocará languidecer incrédulamente por él, y acaso morir en su palidez."
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miércoles, 3 de octubre de 2018
Cómo fermentan los sentimientos
De Así empieza lo malo (Javier Marías) destacaría muchas cosas, pero este fragmento me llega. Me llega, me rodea, me atraviesa, me da siete u ocho vueltas y luego se me queda pululando alrededor, así que lo pongo aquí por ver si al divulgarlo disminuye un poco la obsesión.
viernes, 23 de mayo de 2014
Adaptarse o salvarse
Hace ya tres días que terminé de leer The childhood of Jesus, el último libro de Coetzee, y la verdad es que no sé cómo comentarlo. En el fondo sé que lo mejor sería no comentarlo y punto, pero tampoco me parece bien quedarme sin decir nada. La gente rehúye los libros de Coetzee porque son difíciles, y es cierto, son difíciles, pero no porque escriba raro, como Lezama Lima, o porque use recursos narrativos raros, como Javier Marías, sino porque uno tiene que pensar, pensar a fondo cada cinco o seis párrafos. No es literatura de evasión, sino todo lo contrario: literatura de introspección. En fin, voy a explicar cómo es el libro y allá ustedes con lo que decidan.
Un hombre de cuarenta y tantos años y un niño de seis llegan a un centro de reubicación de una ciudad que no conocen. Han llegado en barco y van a empezar una nueva vida en un lugar nuevo. Por motivos que no se explican en el libro, tanto el niño como el hombre han sido despojados no solo de cualquier objeto o pertenencia, sino también de sus recuerdos, su familia, sus amigos y su nombre. Son conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar a ese centro de reubicación, pero son incapaces de poner en pie un solo recuerdo concreto. Por el mismo motivo, tampoco sienten pena o añoranza por su vida anterior: la nebulosa en la que se ha convertido su pasado no es suficiente para crear un vínculo emocional. Con la excepción de la compañía que se hacen el uno al otro, están genuinamente solos.
Se les han asignado nombres nuevos: el hombre se llama Simón y el niño se llama David. No son familia, pero de momento el hombre tendrá que ser el tutor del niño. También se les asigna un cuarto para dormir y se les dan tareas que tienen que cumplir. El centro de reubicación no tiene todas las respuestas, pero por lo menos facilita lo básico.
La ciudad a la que llegan, Novilla, ha sido despojada de muchas características propias de una ciudad actual. Los habitantes no eligen sus viviendas, sino que se les asignan, igual que los nombres. Da la impresión de que casi todo el mundo tiene más o menos el mismo dinero, y que todos tienen suficiente, pero no demasiado. Se prefiere el trabajo manual a las actividades mecanizadas, se prefiere el transporte público a los coches privados, las tiendas son sorprendentemente austeras y baratas y, en general, hay poca variedad y escasas posibilidades de entretenimiento. No hay ricos ni pobres. Hasta cierto punto, Novilla parece un enorme monasterio, o mejor aún, una ciudad adaptado a las normas de un monasterio.
La población de Novilla la componen inmigrantes que, como los protagonistas, llegaron en un barco y, aun conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar allí, han asimilado el nuevo estilo. La vida transcurre en general sin prisas, sin dificultades y sin urgencias porque la sociedad de Novilla no es competitiva ni innovadora, sino todo lo contrario. En la dieta diaria apenas hay carnes y pescados y la gente se contenta con una frugal dieta a base de pan y legumbres, en el trabajo no se obliga a quien está cansado a seguir trabajando, en los centros de estudio no se investiga, sino que se analiza la realidad circundante, se filosofa y se reflexiona al respecto, etc.
El adulto protagonista, Simón, observa todas estas cosas y reflexiona sobre ellas mientras busca a la madre del niño. La tarea no es sencilla porque no tiene ni idea de quién es: encontró al niño solo en el barco y lo ayudó desde ese momento a buscar a su familia, pero sin éxito. A medida que va conociendo esta nueva sociedad, se da cuenta de que él, Simón, es un inadaptado. El niño es, de hecho, el único factor que lo salva día tras día del tedio y la frustración que le produce esta nueva vida.
En ese entorno intrigante y a la vez verosímil, Coetzee puede plantear los temas que siempre le han obsesionado desde otro punto de vista, y puede también manipular los diálogos y las referencias culturales a su antojo. En Novilla, donde todo el mundo habla español pero nadie es hablante nativo de español, el autor no tiene que asimilar los usos, costumbres e ideas de sus personajes a una sociedad determinada (la sudafricana, la australiana, la británica). En ese contexto, los diálogos sobre sus temas favoritos (la naturaleza de las obras literarias, las relaciones sexuales, la violencia como forma de comunicación humana, etc.) cobran una dimensión diferente. Lo más interesante es la presión social que siente Simón, que es la que sentimos todos los que llegamos a un sitio nuevo. Es interesante porque en el caso de estos recién llegados, esa intuición de que uno debe asimilarse al statu quo, convertirse en un extraño o sucumbir, no está lastrada por el referente constante de la sociedad y la cultura propias. Por eso, Simón se enfrenta al proceso de asimilación con parámetros muy distintos a los habituales.
El título es muy interesante. Es un guiño al lector (yo también he incluido otro guiño en este texto) que va cobrando nuevas dimensiones a medida que uno se acerca al final de la lectura. No voy a decir más porque de lo contrario echaría a perder parte del contenido de la historia, sobre todo el final.
¿Qué más puedo decir? Por ejemplo, que nada más terminarlo lo volví a empezar otra vez para releer algunas secciones, como me pasó también con Foe, otra novela magistral del mismo autor. Como todos los libros de su última época, la cantidad de reflexiones y dudas que plantea esta novela es casi astronómica. Para quienes tenemos la manía de cuestionarlo todo, y para los escépticos patológicos, las obras de Coetzee son el estimulante perfecto.
Un hombre de cuarenta y tantos años y un niño de seis llegan a un centro de reubicación de una ciudad que no conocen. Han llegado en barco y van a empezar una nueva vida en un lugar nuevo. Por motivos que no se explican en el libro, tanto el niño como el hombre han sido despojados no solo de cualquier objeto o pertenencia, sino también de sus recuerdos, su familia, sus amigos y su nombre. Son conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar a ese centro de reubicación, pero son incapaces de poner en pie un solo recuerdo concreto. Por el mismo motivo, tampoco sienten pena o añoranza por su vida anterior: la nebulosa en la que se ha convertido su pasado no es suficiente para crear un vínculo emocional. Con la excepción de la compañía que se hacen el uno al otro, están genuinamente solos.
Se les han asignado nombres nuevos: el hombre se llama Simón y el niño se llama David. No son familia, pero de momento el hombre tendrá que ser el tutor del niño. También se les asigna un cuarto para dormir y se les dan tareas que tienen que cumplir. El centro de reubicación no tiene todas las respuestas, pero por lo menos facilita lo básico.
La ciudad a la que llegan, Novilla, ha sido despojada de muchas características propias de una ciudad actual. Los habitantes no eligen sus viviendas, sino que se les asignan, igual que los nombres. Da la impresión de que casi todo el mundo tiene más o menos el mismo dinero, y que todos tienen suficiente, pero no demasiado. Se prefiere el trabajo manual a las actividades mecanizadas, se prefiere el transporte público a los coches privados, las tiendas son sorprendentemente austeras y baratas y, en general, hay poca variedad y escasas posibilidades de entretenimiento. No hay ricos ni pobres. Hasta cierto punto, Novilla parece un enorme monasterio, o mejor aún, una ciudad adaptado a las normas de un monasterio.
La población de Novilla la componen inmigrantes que, como los protagonistas, llegaron en un barco y, aun conscientes de que tuvieron una vida distinta antes de llegar allí, han asimilado el nuevo estilo. La vida transcurre en general sin prisas, sin dificultades y sin urgencias porque la sociedad de Novilla no es competitiva ni innovadora, sino todo lo contrario. En la dieta diaria apenas hay carnes y pescados y la gente se contenta con una frugal dieta a base de pan y legumbres, en el trabajo no se obliga a quien está cansado a seguir trabajando, en los centros de estudio no se investiga, sino que se analiza la realidad circundante, se filosofa y se reflexiona al respecto, etc.
El adulto protagonista, Simón, observa todas estas cosas y reflexiona sobre ellas mientras busca a la madre del niño. La tarea no es sencilla porque no tiene ni idea de quién es: encontró al niño solo en el barco y lo ayudó desde ese momento a buscar a su familia, pero sin éxito. A medida que va conociendo esta nueva sociedad, se da cuenta de que él, Simón, es un inadaptado. El niño es, de hecho, el único factor que lo salva día tras día del tedio y la frustración que le produce esta nueva vida.
En ese entorno intrigante y a la vez verosímil, Coetzee puede plantear los temas que siempre le han obsesionado desde otro punto de vista, y puede también manipular los diálogos y las referencias culturales a su antojo. En Novilla, donde todo el mundo habla español pero nadie es hablante nativo de español, el autor no tiene que asimilar los usos, costumbres e ideas de sus personajes a una sociedad determinada (la sudafricana, la australiana, la británica). En ese contexto, los diálogos sobre sus temas favoritos (la naturaleza de las obras literarias, las relaciones sexuales, la violencia como forma de comunicación humana, etc.) cobran una dimensión diferente. Lo más interesante es la presión social que siente Simón, que es la que sentimos todos los que llegamos a un sitio nuevo. Es interesante porque en el caso de estos recién llegados, esa intuición de que uno debe asimilarse al statu quo, convertirse en un extraño o sucumbir, no está lastrada por el referente constante de la sociedad y la cultura propias. Por eso, Simón se enfrenta al proceso de asimilación con parámetros muy distintos a los habituales.
El título es muy interesante. Es un guiño al lector (yo también he incluido otro guiño en este texto) que va cobrando nuevas dimensiones a medida que uno se acerca al final de la lectura. No voy a decir más porque de lo contrario echaría a perder parte del contenido de la historia, sobre todo el final.
¿Qué más puedo decir? Por ejemplo, que nada más terminarlo lo volví a empezar otra vez para releer algunas secciones, como me pasó también con Foe, otra novela magistral del mismo autor. Como todos los libros de su última época, la cantidad de reflexiones y dudas que plantea esta novela es casi astronómica. Para quienes tenemos la manía de cuestionarlo todo, y para los escépticos patológicos, las obras de Coetzee son el estimulante perfecto.
miércoles, 14 de octubre de 2009
Mujeres muertas
Acabo de terminar dos novelas famosas de Javier Marías: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Separan a estas dos novelas dos escuetos años: la primera es de 1992 y la segunda de 1994. De mis últimos años en España recuerdo que esos dos títulos le dieron mucho renombre y que, en aquel tiempo, era autor más que polémico, lo que allí es sinónimo absoluto de famoso.
Fiel a mi costumbre, leí estas dos novelas por orden cronológico. La primera, Corazón tan blanco, suscitó el texto que vino justo antes que éste, y que está aquí. Cualquiera que lo haya leído se habrá dado cuenta de lo mucho que me llamó la atención ese estilo narrativo de amplios círculos y soliloquios ambiguos en los que la voz del narrador en primera persona se mezcla con los pensamientos del escritor que a su vez se mezclan con la voz de otro narrador omnisciente que a su vez se mezcla con un tercer narrador recursivo que trae textos ya leídos en el mismo libro. Creo que Corazón tan blanco es una novela original, con buen ritmo y muy bien resuelta en sus aspectos principales. Me gustó mucho y me abrió los ojos a una estética diferente.
Quizá por eso me sorprendió tanto, al digerir las primeras páginas de Mañana en la batalla piensa en mí, la sensación tan intensa de dejà vu. Me parecía haber leído eso antes, pese a que identificaba sin duda ninguna la misma estética literaria que había descubierto (como cosa nueva) en la otra novela. Seguí leyendo y leyendo, pues esta novela es casi el doble de larga que la primera, y allá por la página 200 había encontrado tantas analogías entre una y otra que perdí, hasta cierto punto, el interés por el desarrollo de la historia. Me obligué a seguir y, ahora que la he terminado, tengo muy claro por dónde metería la tijera si fuera el editor. A Mañana en la batalla le sobran entre 100 y 150 páginas de divagación innecesaria que la debilitan, la trivializan y la convierten en un producto inferior a su antecesora. No digo que sea una mala novela, porque no lo es. No digo que esté mal escrita, porque me da la impresión de que eso es imposible, vista la calidad y la capacidad del autor. Solo digo que, como continuación o remedo de Corazón tan blanco, no funciona: tiene varias secciones (la entrevista con el Uno, la visita al hipódromo, la noche con las prostitutas) que no están conseguidas. Le restan contundencia y reducen el efecto general, que podría haber sido tan redondo como el de la primera.
Cabe decir también que las dos novelas son, en el fondo, efectistas, porque están construidas alrededor de un secreto que no se desvela, ni a los personajes ni al lector, hasta que se llega a las últimas páginas, y además no se dan los datos necesarios para que el lector pueda inferir ese secreto, ese elemento final efectista (dramatismo de cierre). Considero que ese rasgo, propio de la literatura actual más exitosa, es poco recomendable desde el punto de vista del autor porque hace que su labor sea menos exigente. Si uno se guarda el triunfo, si sabe que va a ganar pase lo que pase, la emoción del juego merma. Si uno siempre hace lo mismo, si siempre saca el triunfo y jamás arrastra durante la partida, la emoción del juego acaba por desvanecerse.
Fiel a mi costumbre, leí estas dos novelas por orden cronológico. La primera, Corazón tan blanco, suscitó el texto que vino justo antes que éste, y que está aquí. Cualquiera que lo haya leído se habrá dado cuenta de lo mucho que me llamó la atención ese estilo narrativo de amplios círculos y soliloquios ambiguos en los que la voz del narrador en primera persona se mezcla con los pensamientos del escritor que a su vez se mezclan con la voz de otro narrador omnisciente que a su vez se mezcla con un tercer narrador recursivo que trae textos ya leídos en el mismo libro. Creo que Corazón tan blanco es una novela original, con buen ritmo y muy bien resuelta en sus aspectos principales. Me gustó mucho y me abrió los ojos a una estética diferente.
Quizá por eso me sorprendió tanto, al digerir las primeras páginas de Mañana en la batalla piensa en mí, la sensación tan intensa de dejà vu. Me parecía haber leído eso antes, pese a que identificaba sin duda ninguna la misma estética literaria que había descubierto (como cosa nueva) en la otra novela. Seguí leyendo y leyendo, pues esta novela es casi el doble de larga que la primera, y allá por la página 200 había encontrado tantas analogías entre una y otra que perdí, hasta cierto punto, el interés por el desarrollo de la historia. Me obligué a seguir y, ahora que la he terminado, tengo muy claro por dónde metería la tijera si fuera el editor. A Mañana en la batalla le sobran entre 100 y 150 páginas de divagación innecesaria que la debilitan, la trivializan y la convierten en un producto inferior a su antecesora. No digo que sea una mala novela, porque no lo es. No digo que esté mal escrita, porque me da la impresión de que eso es imposible, vista la calidad y la capacidad del autor. Solo digo que, como continuación o remedo de Corazón tan blanco, no funciona: tiene varias secciones (la entrevista con el Uno, la visita al hipódromo, la noche con las prostitutas) que no están conseguidas. Le restan contundencia y reducen el efecto general, que podría haber sido tan redondo como el de la primera.
Cabe decir también que las dos novelas son, en el fondo, efectistas, porque están construidas alrededor de un secreto que no se desvela, ni a los personajes ni al lector, hasta que se llega a las últimas páginas, y además no se dan los datos necesarios para que el lector pueda inferir ese secreto, ese elemento final efectista (dramatismo de cierre). Considero que ese rasgo, propio de la literatura actual más exitosa, es poco recomendable desde el punto de vista del autor porque hace que su labor sea menos exigente. Si uno se guarda el triunfo, si sabe que va a ganar pase lo que pase, la emoción del juego merma. Si uno siempre hace lo mismo, si siempre saca el triunfo y jamás arrastra durante la partida, la emoción del juego acaba por desvanecerse.
jueves, 1 de octubre de 2009
Los números primos de cada escena
Javier Marías es como un mecánico de coches de competición. Nunca va a pisar el acelerador. Su mayor pasión, después de cada carrera, es ir desmontando el complejo engranaje pieza a pieza, cuando todavía está caliente, estudiar el desgaste, el roce, la pérdida de lubricante que ha sufrido cada elemento, comparar esas observaciones con lo que estaba previsto que sucediera y con lo que se temía que pudiera suceder, calcular qué habría pasado si se hubiera utilizado otra calidad, otro calibre u otra marca, limpiar y clasificar cada elemento en su cajetín, en su apartado, revisar con cuidado y reponer todo aquello que no merezca o no pueda seguir rindiendo como debe.
En sus novelas, una escena, incluso una escena estática, digamos pictórica, en la que apenas pasa nada ni se mueve nada, se puede prolongar durante páginas y páginas. Al describir la escena puede, por ejemplo, presentarnos personajes enteramente nuevos para la narración, o llevarnos a lugares o épocas que aún no habían aparecido. Lo que hace, en realidad, es descomponer la escena hasta llegar a sus componentes fundamentales, sus números primos e indivisibles, ya sean objetos, ideas o sentimientos. Las palabras engranan a la perfección y no se percibe esfuerzo ni artificialidad en esa travesía fluida desde lo inmediato, desde la descripción de objetos y posiciones, hasta lo trascendente, pasando por hechos históricos, sentimientos o cualquier otra dimensión de lo humano que vaya surgiendo. Para conseguirlo, Marías, con una delicadeza sorprendente, usa como vehículo el hilo de los pensamientos de sus personajes. Se podría decir, simplificando, que utiliza la técnica del monólogo interior, pero no es solo eso: la plasticidad de esas transiciones, y la agilidad con la que nos trae y nos lleva del pensamiento puro a la observación más prosaica y viceversa es algo que supera con creces esa técnica, ya clásica, y la dota de una versatilidad muy original.
Es fácil caer en la tentación de pensar que ese estilo narrativo está demasiado próximo a la divagación: creer que el escritor está llenando páginas, vagando sin rumbo en un territorio que desconoce y que, por lo tanto, no nos está presentando, sino que va construyendo o explorando a medida que escribe. Quien caiga en esa tentación se sorprenderá al comprobar cómo los capítulos de cada novela van organizándose en unidades de significado más o menos completo y, después, se articulan, reaparecen y se aprovechan en los capítulos subsiguientes. Una aparente diatriba sobre una lectura antigua o una conversación con un familiar se convierten, muchas páginas más adelante, en un símbolo o un icono que, en circunstancias posteriores, pueden determinar la actitud o la reacción del personaje como si fueran líneas escritas en el libro del destino, como una obligación ineludible que ese personaje ha acarreado, sin saberlo, durante días, meses o incluso durante una vida entera.
Marías explota muy bien su capacidad de fascinación por los objetos normales y corrientes, las actividades cotidianas y la interacción corriente de unas personas con otras. Sabe destacar sin esfuerzo lo que hay de sorprendente en el hecho de estar vivos, de comer, de hablar o respirar, y por supuesto de pensar. Todos los personajes de este escritor son un torbellino de pensamientos que no se detiene nunca, como si el narrador omnisciente se metiera a hurgar en el seso de cada uno y no sacara de él únicamente lo que es fundamental a la historia que se cuenta, sino todo lo demás también: lo dicho y lo no dicho; lo pensado y decidido y lo pensado y nunca aceptado; las culpas, los miedos, las esperanzas, los deseos y las pasiones que se ocultan o que se expresan solo a medias. Todo eso nos lo plasma en esa riada de páginas sin apenas diálogo, páginas en las que la descripción meticulosa se une en masa compacta al versátil monólogo interior, el discurso ético, la conciencia social, la sabiduría popular y, en general, todo el terremoto psíquico que bulle en los dos, o como mucho tres, personajes de la escena. Cuarenta o cincuenta páginas más allá, veremos que no ha sucedido gran cosa y que todo está más o menos como al principio, pero ahora ya no sólo conocemos mucho mejor a esos personajes, sino que los podemos identificar, por su hechos y por sus ideas, con nosotros mismos o con otras personas (reales) a las que conocemos. Así, al construir sus mundos literarios, Javier Marías no acude a la narración lineal de los acontecimientos sobre la que se estampan las relaciones sociales que unen o separan a los personajes. Lo que hace es describir en detalle la mente de los personajes y, a continuación, señalar los mínimos hechos necesarios para que el lector pueda comprender las relaciones que se establecen entre ellos. Los hechos y la narración en general serán siempre mínimos; la tensión narrativa no residirá en la historia, sino en la evolución del pensamiento de cada personaje a partir de dos o tres elementos muy sencillos, pero al mismo tiempo trascendentales.
Para leer a Marías y enterarse de lo que está contando hace falta tener tiempo y ganas. Este escritor no regala nada y no nos deja que deslicemos la mirada por el texto: no hay diálogos, no hay golpes de efecto en la estructura de los párrafos, ni silencios elocuentes. No hay ayuda alguna, y la clave de un texto puede estar encerrada en tres o cuatro palabras que, a su vez, están en una frase delimitada por comas en un párrafo que se alarga a través de tres o cuatro páginas. Las novelas de Javier Marías exigen mucho y no hacen concesiones, pero tienen mucho que ofrecer a quien decida invertir tiempo y atención en ellas.
En sus novelas, una escena, incluso una escena estática, digamos pictórica, en la que apenas pasa nada ni se mueve nada, se puede prolongar durante páginas y páginas. Al describir la escena puede, por ejemplo, presentarnos personajes enteramente nuevos para la narración, o llevarnos a lugares o épocas que aún no habían aparecido. Lo que hace, en realidad, es descomponer la escena hasta llegar a sus componentes fundamentales, sus números primos e indivisibles, ya sean objetos, ideas o sentimientos. Las palabras engranan a la perfección y no se percibe esfuerzo ni artificialidad en esa travesía fluida desde lo inmediato, desde la descripción de objetos y posiciones, hasta lo trascendente, pasando por hechos históricos, sentimientos o cualquier otra dimensión de lo humano que vaya surgiendo. Para conseguirlo, Marías, con una delicadeza sorprendente, usa como vehículo el hilo de los pensamientos de sus personajes. Se podría decir, simplificando, que utiliza la técnica del monólogo interior, pero no es solo eso: la plasticidad de esas transiciones, y la agilidad con la que nos trae y nos lleva del pensamiento puro a la observación más prosaica y viceversa es algo que supera con creces esa técnica, ya clásica, y la dota de una versatilidad muy original.
Es fácil caer en la tentación de pensar que ese estilo narrativo está demasiado próximo a la divagación: creer que el escritor está llenando páginas, vagando sin rumbo en un territorio que desconoce y que, por lo tanto, no nos está presentando, sino que va construyendo o explorando a medida que escribe. Quien caiga en esa tentación se sorprenderá al comprobar cómo los capítulos de cada novela van organizándose en unidades de significado más o menos completo y, después, se articulan, reaparecen y se aprovechan en los capítulos subsiguientes. Una aparente diatriba sobre una lectura antigua o una conversación con un familiar se convierten, muchas páginas más adelante, en un símbolo o un icono que, en circunstancias posteriores, pueden determinar la actitud o la reacción del personaje como si fueran líneas escritas en el libro del destino, como una obligación ineludible que ese personaje ha acarreado, sin saberlo, durante días, meses o incluso durante una vida entera.
Marías explota muy bien su capacidad de fascinación por los objetos normales y corrientes, las actividades cotidianas y la interacción corriente de unas personas con otras. Sabe destacar sin esfuerzo lo que hay de sorprendente en el hecho de estar vivos, de comer, de hablar o respirar, y por supuesto de pensar. Todos los personajes de este escritor son un torbellino de pensamientos que no se detiene nunca, como si el narrador omnisciente se metiera a hurgar en el seso de cada uno y no sacara de él únicamente lo que es fundamental a la historia que se cuenta, sino todo lo demás también: lo dicho y lo no dicho; lo pensado y decidido y lo pensado y nunca aceptado; las culpas, los miedos, las esperanzas, los deseos y las pasiones que se ocultan o que se expresan solo a medias. Todo eso nos lo plasma en esa riada de páginas sin apenas diálogo, páginas en las que la descripción meticulosa se une en masa compacta al versátil monólogo interior, el discurso ético, la conciencia social, la sabiduría popular y, en general, todo el terremoto psíquico que bulle en los dos, o como mucho tres, personajes de la escena. Cuarenta o cincuenta páginas más allá, veremos que no ha sucedido gran cosa y que todo está más o menos como al principio, pero ahora ya no sólo conocemos mucho mejor a esos personajes, sino que los podemos identificar, por su hechos y por sus ideas, con nosotros mismos o con otras personas (reales) a las que conocemos. Así, al construir sus mundos literarios, Javier Marías no acude a la narración lineal de los acontecimientos sobre la que se estampan las relaciones sociales que unen o separan a los personajes. Lo que hace es describir en detalle la mente de los personajes y, a continuación, señalar los mínimos hechos necesarios para que el lector pueda comprender las relaciones que se establecen entre ellos. Los hechos y la narración en general serán siempre mínimos; la tensión narrativa no residirá en la historia, sino en la evolución del pensamiento de cada personaje a partir de dos o tres elementos muy sencillos, pero al mismo tiempo trascendentales.
Para leer a Marías y enterarse de lo que está contando hace falta tener tiempo y ganas. Este escritor no regala nada y no nos deja que deslicemos la mirada por el texto: no hay diálogos, no hay golpes de efecto en la estructura de los párrafos, ni silencios elocuentes. No hay ayuda alguna, y la clave de un texto puede estar encerrada en tres o cuatro palabras que, a su vez, están en una frase delimitada por comas en un párrafo que se alarga a través de tres o cuatro páginas. Las novelas de Javier Marías exigen mucho y no hacen concesiones, pero tienen mucho que ofrecer a quien decida invertir tiempo y atención en ellas.
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