sábado, 29 de agosto de 2009

Sobre la edad madura

Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento;

antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes tras la lluvia;

cuando temblarán los guardas de la casa, y se encorvarán los hombres fuertes, y cesarán las muelas porque han disminuido, y se oscurecerán los que miran por las ventanas;

y las puertas de afuera se cerrarán, por lo bajo del ruido de la muela; cuando se levantará a la voz del ave, y todas las hijas del canto serán abatidas;

cuando también temerán de lo que es alto, y habrá terrores en el camino; y florecerá el almendro, y la langosta será una carga, y se perderá el apetito; porque el hombre va a su morada eterna, y los endechadores andarán alrededor por las calles;

antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro, y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo;

y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.

Eclesiastés, 12:1-8

viernes, 28 de agosto de 2009

Ejercicio: GTB vs. RB

Comparar a Gonzalo Torrente Ballester con Roberto Bolaño. Decir cómo narra uno y cómo narra el otro. Con seguridad es un ejercicio inútil, si exceptuamos el hecho de que al analizar los elementos de su prosa, aunque resulten ser diferentes por completo, habrá uno reflexionado sobre esos elementos, su naturaleza, sus vínculos con los demás elementos y el método que usa el autor para combinarlos en lo que se denomina una obra literaria. Vamos, lo que se dice hacer músculo crítico sin un objetivo concreto. Allá voy.

Torrente Ballester trabaja a base de escenas. Casi todos los fragmentos de texto que vienen delimitados entre dos líneas en blanco (de dos a diez páginas, por lo general) tienen una entidad que podríamos denominar teatral: se podrían representar, o filmar, en un solo lugar y con un grupo finito de personajes. Los capítulos se componen de un número indeterminado de escenas, digamos de diez a veinticinco. Tendría que estudiarlos con detalle porque me da la impresión de que tienen un ritmo, y que ese ritmo responde a una unidad amplia de significado dentro del conjunto de la obra. Para entendernos, tengo para mí que cada capítulo se puede resumir con un título al estilo antiguo. Por ejemplo, en Los gozos y las sombras el primer capítulo del primer volumen se podría titular "De cómo Carlos Deza regresa a Pueblanueva del Conde tras una larga estancia en Madrid y Viena, donde estudió psiquiatría, y de cómo los variopintos personajes de la población gallega lo esperaba expectante".

Roberto Bolaño compone capítulos más cortos que giran alrededor de una sola escena. Llamémosla escena-eje. Cuando la escena empieza a girar, por así decirlo, nos alcanza una verdadera lluvia de escenas menores, accesorias, que o bien brotan del eje principal, o bien vienen a cuento desde ejes anteriores o futuros. Es lógico tener la impresión de que Bolaño está embarullando al lector en un revoltijo de historias innecesarias, de personajes desconocidos y de anécdotas triviales. En una palabra, arrecian los estorbos a la lectura lineal. Más adelante se da uno cuenta de que, con esa pretendida lluvia de superfluosidades, lo que está haciendo Bolaño es delimitar la escena-eje y caracterizar a los personajes que participan en ella. Esas historias secundarias muestran lo que hacen, lo que les gusta y lo que les disgusta, de una forma tangencial pero bastante clara. No afirma, no explica: solo enuncia, con frases que no corresponden a un narrador omnisciente clásico (Torrente Ballester) ni a un cuentista (Julio Cortázar), sino a un conversador de cantina.

Las estructuras narrativas de Torrente Ballester son complejas y requieren atención porque son analíticas. El lector lo sabe todo porque el autor se ha tomado la molestia de desmenuzar personajes y hechos al detalle. En ese contexto, una frase o un gesto bastan para que el lector infiera de inmediato la trayectoria posterior de la narración, para que participe con conocimiento de causa en el universo literario que el autor ha creado: así, en Torrente Ballester es posible emocionarse, alegrarse o enfadarse, incluso indignarse ante un acto o una actitud determinados. También es más fácil entender la reacción, en apariencia inesperada, de cierto personaje.

Las estructuras de Roberto Bolaño son más simples porque funcionan mediante la acumulación de datos sobre un personaje que, en principio, no tiene relieve alguno. El sujeto, al igual que la situación, se describe con apenas dos pinceladas ("era poeta, chileno y estaba calvo", pongamos por caso). Cuando la escena-eje empieza a girar, va ganando peso específico mediante esa lluvia de información accesoria. Al final del proceso tenemos un personaje denso, cargado de elementos desorganizados, y corresponde a la intuición, o a la empatía, o a la inteligencia del lector ponerlos en orden, o bien, si lo considera pertinente, dejar que evolucione en esa salmuera informativa hasta que, más adelante, algo o alguien desvele cuál era la relevancia de ese personaje o hecho. Esto sucede porque Bolaño es un narrador sintético. No escueto, precisamente, sino sintético. Ante universos literarios de esa naturaleza, la empatía del lector no tiene mucho que decir: somos meros espectadores y, si además tenemos inquietud, podemos ejercer una labor de investigación, o dejarnos llevar por el detective Bolaño hasta que tenga a bien desvelarnos el desenlace de la historia.

Decía al principio que los bloques narrativos de Torrente Ballester eran como escenas teatrales y que, dada la minuciosidad de la narración, el lector tiene la posibilidad de participar, de una forma muy emotiva, en el curso de los acontecimientos. Siguiendo con ese símil, se puede afirmar que los capítulos de Roberto Bolaño son como informes policiales: bombas de datos preparadas para estallar en manos del lector, si éste tiene los conocimientos necesarios para encontrar la espoleta, o condenadas a permanecer en la vitrina literaria hasta que el testigo clave diga lo que tiene que decir.

Es lamentable que todo esto no sea más que una elucubración, por una razón muy sencilla: Torrente Ballester y Roberto Bolaño no comparten temas, ni siquiera épocas o escenarios. La obsesión del primero eran los sentimientos y las pasiones de los seres humanos; la obsesión del segundo es el proceso creativo, en especial el literario. Para compararlos en condiciones similares haría falta leer textos suyos sobre un tema común. Probablemente existan esos textos (con seguridad los dos hicieron crítica), pero yo no los conozco. Al tiempo.

Paisaje

Su amigo no me ha contratado, dijo Romero, no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de verdad, ¿entiende? Sí, dije, qué triste es la literatura. Romero se sonrió. Mire el mar, dijo, mire el campo, qué bonitos. Miré por la ventana, a un lado el mar parecía una balsa de aceite, al otro, en los huertos del Maresme, se afanaban unos negros.

Roberto Bolaño, Estrella distante

jueves, 27 de agosto de 2009

Otra dimensión

Se me aparece la cara de Dionisio, la frente alta, despejada y perlada de sudor, los leves rizos pelirrojos en las patillas y detrás de las orejas. Está frente a mí, encorvado, sentado en una silla de madera, con los codos apoyados en la mesa. Lleva la chaqueta de siempre, la gris con las coderas marrones, y la camisa blanca con cerco en el cuello y lamparones en la pechera. Está sudando, tiene la nariz roja de alcohol, tan roja que no se le ven las pecas, y por debajo le asoma sonrisa rara, amable y afectaada al mismo tiempo. Se me aparecen sobre todo los ojos, de color gris y ligeramente bizcos, que son como dos chispas en la penumbra de la cantina de la estación. Los ojos de Dionisio siempre fueron más elocuentes que el propio Dionisio: con los ojos remataba las insinuaciones y las frases sin terminar; con los ojos señalaba, marcaba, definía, juzgaba sin dudar ni equivocarse; con los ojos lo hacía casi todo. Bebía mucho. Fumaba más. Cuando la noche ya estaba avanzada, se le perdía la mirada como a diez kilómetros detrás de mi cabeza y empezaba a mecerse en la silla, con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra. La cantina era un silencio estruendoso de vasos que chocaban, voces que protestaban o celebraban o insultaban, fichas de dominó estampadas contra el mármol, gargantas que embuchan con satisfacción todo el licor del mundo. En aquel barullo, Dionisio se incorporaba de repente, alzaba su vaso de vino, tragaba, daba una chupada al cigarrillo, echaba un vistazo alrededor. Cuando volvía a acodarse en la mesa, ya no me miraba: se miraba las manos, miraba al vaso. Empezaba entonces aquella risa lenta, áspera y socarrona, que olía a vinazo como un odre vuelto del revés. Y empezaba también una letanía que Dionisio profería con una voz que no era la suya, sino algo ajeno, como la de un espectro. Yo me despabilaba rápidamente (yo, y muchos de los que nos rodeaban) y prestaba atención a aquel acontecimiento durante los quince, veinte, treinta minutos que duraba. En un instante la cantina se convertía en un circo, con Dionisio en el centro de la pista como única atracción. Los espectadores guardábamos un escrupuloso silencio, sobre todo en los primeros momentos. Él hablaba y hablaba sobre el vaso vacío y sobre el humo del cigarro como un oráculo. Decía el factor de la estación que en lenguas extranjeras, y la gente lo creía porque el factor había viajado por Europa. Decía el monago de la parroquia que eran latines, pero el monago era muy joven y no le hacíamos caso. Casi nadie entendía una palabra. En general, la expectación no duraba más allá de los cinco minutos, bien porque estábamos todos demasiado bebidos para escuchar una salmodia, bien porque, al no saber qué era aquello, perdíamos el interés. Pero una vez sí, una vez me quedé escuchando hasta el final y, después de uno de los muchísimos "fiat lux" que Dionisio soltaba a lo largo de su perorata, dijo con absoluta claridad: "hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos". Y ya no dijo nada más. Desde ese día, cada vez que recuerdo la cara de Dionisio borracho en la cantina de la estación, recuerdo esa frase y siento que hay que hacer justicia.
Mucho tiempo después, cuando mi compañero de cantina había sucumbido a la cirrosis en un rincón perdido de Portugal, supe lo que era aquella frase y de dónde venía. Conocí a alguien que había estudiado y sabía de letras; sin venir a cuento, yo dije la frase, y él me dijo que la conocía y por qué. Luego, por otros indicios que yo le di, coligió muchas más cosas de Dioniso que yo, por supuesto, no habría podido saber jamás. Así me di cuenta de que Dionisio debió de tener muchas, muchísimas dimensiones, aparte de la que yo conocía, que era la de almacenero de la RENFE. Por eso tengo ganas de anunciar su frase: por justicia, simple y llana. Me entran ganas de grabarla en piedra en alguna parte, o dibujarla con humo blanco sobre un cielo azul, o usarla como estigma en un rebaño de mil vacas, o escribirla en pleno desierto de Sahara. Sé que ahora ya es demasiado tarde y no se me alcanzan ni el conocimiento ni el tiempo para poner las cosas en su sitio. No culparé al aguardiente ni al tabaco. No culparé al exceso de trabajo ni a mi poca instrucción escolar. No culparé, y punto. Pero eso sí, la frase la voy a repetir tantas veces como pueda antes de dejar este mundo, y la historia la voy a contar hasta que todos se aburran, porque se lo debo al otro Dionisio, al que no pude conocer, ese Dionisio que estuvo cada noche frente a mí en la taberna, aunque yo jamás acertara a verlo.

sábado, 22 de agosto de 2009

¿Qué parada es esta?

El jueves amaneció brumoso, húmedo y caliente. Era uno de esos días que detestan todos los que viven en esta ciudad. Sale uno limpio de la ducha y nada más abrir la puerta de la calle ya está empapado de humedad condensada sobre la piel. Esa humedad hace que la piel se pegue a la ropa y provoca de inmediato el sudor, incluso a temperaturas relativamente bajas. Cinco minutos después llega uno a la boca del metro, pero ya está hecho una sopa, agobiado, harto y con ganas de ducharse otra vez.

Por el subsuelo de la ciudad corren conducciones de vapor de agua, que todavía se usa como fuente de energía en los grandes edificios de oficinas. Esas conducciones calientan muchísimo los túneles subterráneos. En invierno, cuando las temperaturas se obstinan en quedarse por debajo del punto de congelación, ese calor es una ventaja, pero en verano es una condenación. La mezcla de ropa, humedad, sudor y piel se convierte en una masa densa que pesa como una mochila. La gente espera el tren casi inmóvil, procurando que ese emplasto de cuerpo entero se menee lo menos posible. Saben que en unos minutos llegará el tren, y que el sistema de aire acondicionado de los vagones siempre está funcionando a la máxima potencia. La temperatura es más propia de un refrigerador industrial que de un transporte público, pero en semejantes circunstancias, la verdad es que se agradece.

Así fue la cosa el jueves pasado. Así ha sido también muchos otros días del verano, pero el jueves, cuando llegó el tren a la estación, eché una carrerita hacia la izquierda porque me di cuenta de que, un poco más atrás de donde yo estaba, había un vagón bastante más vacío. Con un poco de suerte, igual hasta me sentaba.

En esta ciudad superpoblada, si un vagón está más vacío, es por un motivo. En este caso, y en comparación con otros, era un motivo de menor importancia: por el suelo cruzaban varios regueros de café con leche. No se había descompuesto todavía, porque olía a café y no a otra cosa. Los regueros nacían en uno de los bancos laterales de plástico. Allí había un hombre blanco sentado, en posición más o menos erguida pero profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre el pecho, de forma que no se le veía la cara. Vestía unas bermudas vaqueras azules, una camiseta blanca sin mangas ni inscripciones y unas zapatillas deportivas del mismo color. Tenía el pelo y la barba blancos. El brazo derecho le colgaba inerte a un lado, y de los dedos de la mano derecha colgaba a su vez, de milagro, el vaso que había contenido el café.

Todo esto lo fui observando mientras me apoyaba en un lateral y sacaba el libro. Empecé a leer, aliviado por el aire seco y frío que iba despegándome la ropa del cuerpo y secándome la cara y los brazos empapados. Con el rabillo del ojo me daba cuenta de que la posición del hombre era de lo más precaria. Basculaba de un lado a otro con cada arranque y cada frenazo. En un par de ocasiones, la señora que estaba enfrente de él hizo ademán de alargar la mano para sujetarlo, pero él no se cayó.

La estación de la calle 14 está trazada en una curva muy cerrada. En los andenes hay plataformas móviles que franquean el paso a los viajeros porque, al parar, algunas puertas de los vagones se quedan muy lejos del borde. Cuando íbamos entrando en esa estación (yo ya estaba otra vez fresco y seco), el giro pronunciado y el frenazo desquilibraron de pronto al hombre del café, que cayó al suelo con un ruido fofo, como de cuerpo muerto. Lo tenía justo enfrente y, entre las dos personas que había delante, pude ver que movía un poco la cabeza, así que por lo menos estaba vivo. El vaso, que se le había escapado, rodaba por debajo de los asientos de enfrente. Cerré el libro. Se habían levantado varias personas que lo ayudaban a sentarse en su sitio. Él se incorporaba con mucha dificultad, pero consiguió volver a colocarse en la misma posición. Ahora la camiseta blanca, las bermudas azules y las zapatillas tenían manchas marrones alargadas. Pude verle la cara: ahí también se le había pegado el café, y además se había hecho una herida en la cabeza. Debía de tener casi sesenta años.

La señora de enfrente le dio un pañuelo de papel, le dijo que se limpiara la sangre de la frente y de la barba y enseguida miró al suelo. El hombre se puso el pañuelo en la sien, pero lo dejó ahí quieto. Preguntó, con tono cavernoso y la lengua muy pesada, qué estación era aquella. Una voz de hombre dijo que la calle 14. Hubo una pausa, y el hombre volvió a preguntar en qué estación estábamos. La misma voz, más enérgica y severa, repitió la respuesta. Cuando el tren arrancaba, el hombre del café preguntó si el tren iba para el Bronx o para Brooklyn. Bronx, dijo la voz anónima. Él empezó a murmurar una letanía incomprensible mientras se iba acomodando en una esquina del asiento. En cuestión de un minuto se había dormido otra vez, con la cabeza ladeada hacia la izquierda. De cuando en cuando le resbalaba una gota de sangre por la cara y terminaba en el hombro. La señora de enfrente seguía haciendo amagos, como queriendo ayudar, pero no se animaba a levantarse. Yo me bajé tres estaciones más allá. Estuve un rato pensando si debería avisar a un empleado de la compañía de metro, pero mientras pensaba se me empezó a pegar otra vez la ropa al cuerpo y decidí salir cuanto antes de aquel horno subterráneo sin hablar con nadie.

sábado, 15 de agosto de 2009

La prueba de la sopa

Doña Lucía esperaba a su marido con la sopa servida.

-¿Vienes borracho? -le preguntó.

Él la miró, y se sentó sin responderle. Probó la sopa, y se quemó los labios.

-¡Siempre me pones la sopa hirviendo! -protestó, y ella le respondió:

-Vienes borracho.

Gonzalo Torrente Ballester, Los gozos y las sombras