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lunes, 10 de diciembre de 2018

Otras formas de acabar

Hoy quedamos en el Maxi a tomar una caña. El bar está lleno porque hay partido. La ventaja de venir en día de partido es que, si juegan mal, hay muchos momentos de tranquilidad relativa y se puede charlar. Parece que hoy es uno de esos días: la gente mira con desgana de vez en cuando y menudean los comentarios despectivos sobre jugadores y entrenadores. Nos acodamos en la barra y pedimos dos cañas. Maxi nos las sirve y coloca un platito con aceitunas entre medias.

Veo a Igor más flaco y algo preocupado. Anda metido hasta las cejas en un proyecto misterioso y tiene poco tiempo, aunque ha conseguido escaparse un rato para charlar. Lo de que esté más flaco es bastante normal porque le pasa siempre que tiene trabajo. Ahora bien, ver a Igor preocupado es preocupante, porque es el tío más despreocupado que he conocido en mi vida. Lo malo es que también es una de las personas más reservadas que conozco. Habla por los codos, todo lo opina, todo lo cuenta, siempre que no tenga que ver con él. Por no saber, no sé siquiera si tiene familia. No aspiro a saber qué es lo que le preocupa, aunque me temo que sea lo mismo de la última vez, hace cinco años. Ojalá que su preocupación de esta vez no tenga cuentas pendientes con la justicia, como aquella.

Como no tengo esperanza de que me cuente nada, abro tema con mis libros.

-Sigo con la serie de Murakami -le explico.

-¿Cuántos llevas?

-A ver... Ya he leído Escucha la canción del viento, Pinball 1973, Baila, baila, baila, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik, mi amor, After dark y Los años de peregrinación del chico sin color.

-Siete- ha ido llevando la cuenta con los dedos. Tiene la palma derecha abierta y con la izquierda se ha quedado haciendo el gesto de la victoria.

-Eso: equis palito palito, en romanos. Y ahora estoy con La caza del carnero salvaje. Me estoy arrepintiendo de no haberlos leído en orden cronológico, pero bueno, las bibliotecas son como son.

-¿Cómo son? Yo hace milenios que no entro en una- me pregunta con tonillo sarcástico. Yo sonrío, dejo pasar de largo la pregunta y echo un trago de cerveza. Voy repasando mentalmente la experiencia de lectura, que no es homogénea en absoluto. En particular, la del pájaro de cuerda, que es un novelón de sopocientas páginas, se me resistió bastante. En todas las demás he ido encontrando elementos muy interesantes, y de hecho ya tengo una favorita.

-La del pájaro de cuerda se me atragantó por ahí de la página 300- le cuento.

-Pues haberla dejado- contesta-. Yo ya no leo libros aburridos.

-Pero es que tenía que saber cómo acababa- explico.

-¿Pero el Murakami no es de esos que termina sin terminar, que deja los finales abiertos?

-No. Bueno, no siempre. En las primeras. no, desde luego- me quedo pensando un momento-. Aunque en realidad eso da igual, o sea, no impide que quiera ver cómo termina.

Igor abre los brazos y casi le da un manotazo a la señora de la mesa de la derecha.

-¿Pero cómo va a dar igual, hombre?- pregunta ahuecando la voz- ¿Para qué quieres llegar a un final que no es un final? Yo, si no terminan como es debido, me cabreo.

Igor es un gran lector, pero le gusta avanzar por el texto como por la autopista de circunvalación, o sea, sabiendo a dónde va y con unas expectativas muy claras. No es que no le gusten las sorpresas, no. De hecho le encantan, siempre y cuando sean de corte clásico, o sea, sorpresas de argumento. Muy Código Da Vinci, este Igor. Tanto en la vida cotidiana como en la literatura, las sorpresas formales o estructurales le sacan de quicio. Es un pragmático. Su principio en esta vida es que las cosas son como son. En su estructura mental, el hecho de que haya un escritor que se llame Haruki y escriba novelas en japonés con títulos raros es una alarma tan clara y contundente como la de un bombardeo: hay que salir corriendo al refugio cuanto antes. Y si encima las novelas con título raro no terminan comme il faut, apaga y vámonos.

-Si la historia que cuenta la novela no termina al estilo clásico- empiezo a explicar-, se suele decir que tiene un final abierto.

-O sea, una mierda de novela- me interrumpe, haciendo un énfasis desmedido en la i de "mierda".

-...un final abierto -continúo-. Pero hete aquí que, al llegar a ese final abierto, la novela se ha terminado de verdad, ya no hay más páginas, pone "FIN" y luego "Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de bla bla bla, queda hecho el depósito legal tal y cual".

-Hasta eso te lees... Estás como una cabra, tronco.

-Bueno, pues si la historia termina ahí, en un sitio que para mí, o para ti, no es el final previsible, yo tengo interés en saber por qué deja de escribir el autor. A la gente le parecerá que la historia está inacabada, pero yo no tengo duda de que la persona que la escribió decidió parar ahí, justo ahí y no en otro sitio, no diez páginas antes ni diez páginas después. La historia no está acabada, pero la narración, sí. Por qué.

-Por joder, probablemente- cae el juicio sumarísimo de Igor.

-Probablemente, pero podría haber muchas otras explicaciones. Por eso, los finales abiertos son invitaciones a seguir la historia, o a contar por qué no se ha terminado de contar la historia, o sea, una metahistoria.

-Toma palabro, ya te estás poniendo filosófico metafísico. Maxi, pon dos más, haz el favor, que el partido se está poniendo cada vez más aburrido.

-Marchando, jóvenes.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Ah, las razones, las razones

-Te lo dije.

Igor suelta la frase y se me queda mirando para ver si contesto, pero no tengo ganas de contestar. Se recuesta en el diminuto respaldo de formica de la silla, una silla de las que ya no quedan: armazón de hierro pintado de negro, asiento y respaldo curvados de formica con acabado imitación madera, remaches metálicos redondos con un agujero en el centro. Aquí, en el Maxi, todavía hay algunas y no desentonan en absoluto. El Maxi es uno de los pocos bares cutres que quedan en este nuevo Madrid de gastrobares, cañas biodegradables y tapas desconstruidas al Pedro Ximénez (quién será ese señor Ximénez, que ahora está por todas partes, quizá reemplazando a la señora Vizcaína o al señor Ajoarriero). En el Maxi todavía hay calendarios de la Cruz Roja y de Desguaces La Torre colgados de las paredes, fotos descoloridas de la bahía de San Sebastián o de los cañones de Aigües Tortes en marcos horteras y cubiertos de grasuza. También hay un santo, que creo que es San Pancracio, y también un cartel de la gestoría Bermúdez, que está en la puerta de al lado. No importa mucho que la gestoría ya no exista y que en el local donde estaba hayan abierto un negocio de todo a un euro. No importa, porque San Pancracio tampoco existe, y las fotos de la bahía de San Sebastián y de Aigües Tortes están tan retocadas que resultan irreales. El Maxi, todo el Maxi, es un entorno irreal, porque cuando estás aquí tienes la sensación de que todavía gobierna Felipe González, de que la mayoría vivimos todavía de alquiler y no sabemos qué coño es una hipoteca, y de que la selección española jamás ha pasado de octavos de final en un mundial de fútbol.

Igor y yo estamos sentados al fondo, a la izquierda, en la esquina, debajo de la tele, formidable ejemplar de rayos catódicos con un manojo de cables y conexiones que le cuelgan por detrás. El Maxi, el dueño, que se llama igual que el bar, se niega a comprar una pantalla plana. Dice que mientras la tele funcione, él no compra una nueva. Su hija Julia, que estudia teleco, le instaló un convertidor digital-analógico para que pudiera seguir usándola cuando llegó el apagón de la señal convencional. La tele sigue ahí, tan campante, aunque Maxi se queja, con razón, de que ahora todo lo ponen con una franja negra arriba y otra abajo, como si fuera una película de versión original de las que dan en los Alphaville.

Aquí, debajo de la tele, hay menos barullo, aunque también un poco más de mugre. Nos sentamos uno frente al otro en una mesa de formica, del mismo material que el respaldo de la silla. Procuramos no tocar mucho la mesa, por miedo a quedarnos pegados. Hay que levantar la voz para superar el estruendo de la tele, que suele estar sintonizada en algún canal de deportes, pero estamos lejos de las conversaciones y cuesta un poco menos entenderse. Yo he pedido una caña. Igor, que es más chulo que un ocho, se ha pedido un vermú, aunque hace rato que pasó la hora de la cena.

-Te lo dije -repite Igor- porque es que era evidente. Por eso te lo dije.

Tiene razón, pienso. Levanto la caña, miro el círculo que dibuja la humedad en la formica pringosa y la coloco otra vez, en la tangente de ese círculo. La levanto y la poso otra vez, y otra vez, y así voy dibujando unos aros olímpicos mientras pienso que Igor tiene toda la razón. Me lo dijo: "tú empieza otra vez con el blog y vas a ver cómo no pasa nada en absoluto". En realidad, lo que me está diciendo que me dijo era que no empezara otra vez con el blog porque no iba a conseguir nada, pero en fin, él y yo nos entendemos.

No es que me moleste que haya acertado, claro. Igor casi siempre acierta porque sabe leer a la gente. Nos ve, nos observa y nos entiende a todos como si fuéramos novelas, o personajes de novela. No le cuesta nada, y además no pierde ripio. Es preciso en sus análisis hasta límites insospechados. Y con la gente de su círculo, no digamos. Y conmigo, qué barbaridad, si a veces parece mi madre. No, lo que me molesta es que no entienda mis razones.

Por eso no sale adelante la conversación: porque yo no quiero. No quiero decirle que no esperaba conseguir nada abriendo otra vez el blog y que, por lo tanto, la cosa marcha como estaba previsto. No, para qué. Yo sigo haciendo aros olímpicos mientras Igor se descoyunta para intentar ver lo que ponen en la tele. "Pentatlón moderno, qué coñazo", dice. Una prueba de hípica mortalmente aburrida, de lo que deduzco que debe de ser la televisión pública.

Desanimado, quizá, por mi silencio, Igor vuelve a la posición normal y decide cambiar de tema.

-Lo que daría por echarme un ciri aquí sentado, tío. Te juro que pagaría por que me dejaran fumar dentro del bar como antes -dice de repente.

Sonrío sin mirarle. Yo hace tiempo que no fumo, pero él no lo ha dejado, y en su momento Igor y yo compartimos cajetilla y mechero, y entiendo muy bien lo que me dice. De hecho, esa es una de las cosas que le faltan al Maxi y que echo muchísimo de menos: el humo del tabaco. Ya son años los que llevo sin darle al cigarrillo, pero cada vez que cruzo unas hilachas de humo de tabaco, en lugar de hacer aspavientos como la mayoría de la gente, yo respiro hondo. Intento adivinar si es rubio o negro. Intento que me llegue un poco de alquitrán a los pulmones. Me gustaba fumar, qué carajo. Me gustaba mucho.

Y cómo me va a molestar que haya acertado con su previsión sobre el blog. No, lo que me molesta no es la profecía cumplida, sino que no entienda. Ya hemos hablado, aquí mismo, en el Maxi. Ya hemos quedado en que iba a dejar de dar vueltas en círculo, de esconderme de mí mismo y de sorprenderme cada vez que me vuelvo a encontrar: "¡uy, mira, si resulta que tengo cosas interesantes que contar!". A mis años, ya me conozco, y ya he tirado la toalla. El blog me sirve de archivo, eso es lo que es: un archivo. He descubierto que la memoria humana es un bendito desastre y me da muchísima rabia no acordarme de lo que voy leyendo, de cuándo he leído cada cosa y de las impresiones que me he llevado de cada libro. De repente, en casa, miro una estantería, saco una novela y sé que la he leído, pero no me acuerdo de nada, o de casi nada. En los dos años en los que dejé de publicar reseñas, he perdido en ese pozo de la memoria una cantidad considerable de novelas, algunas muy buenas, como Patria, de Fernando Aramburu, y The Sportswriter, de Richard Ford. Esta última la saqué de la biblioteca de Oviedo cuando le dieron el Princesa de Asturias de las letras.

-¿Sabes que el Princesa de Asturias de las letras se lo dieron a Richard Ford? -le pregunto de repente a Igor. Él se me queda mirando con una expresión rara.

-Hace dos años- dice con parsimonia y un dejo de sarcasmo.

-Sí, sí, hace dos años, perdona. Nada, pensaba en voz alta.

-Y por supuesto has leído algo de él pero no está en el blog, ¿verdad? -me pregunta inclinándose hacia delante y abriendo mucho los brazos, como si la pregunta la pudiera contestar cualquiera que pasara por allí en ese momento.

-Por supuesto -contesto, y tomo un sorbo de cerveza antes de volver a sumirme en mis aros olímpicos. En realidad, por eso he vuelto: para que no se me vuelva a perder Richard Ford, para entrar en el blog y ver ese chorizo inmenso de tags a la derecha y darme la satisfacción de tener una verdadera lista de lectura: ahí está lo que llevo leído. Que no se me pase, que no se me olvide. Esto es un trabajo como cualquier otro y merece la pena conservarlo y reconocerlo. No son medallas, no son logros, es un mero archivo personal.

Pero Igor no lo entiende.

-No entiendo por qué tanta resistencia, tío. Los tiempos cambian, pues uno cambia con los tiempos y ya está. Las pajas mentales no llevan a ninguna parte. Escribe de Trump, escribe de Sánchez, escribe de la corrupción, de Cataluña, de Bolsonaro y de la madre que los parió. Mete caña, por qué no metes caña. Inténtalo por lo menos: en Facebook, Instagram y demás, con temitas trending como esos podrías ser un grande, publicar con gente grande. Con el rollo intimista este de las notitas, las canciones, las citas de gente rara, pues eso: 20 lectores despistados, como mucho.

No lo entiende. Y ya digo que, a mi edad, no me apetece explicar ciertas cosas. Lo que me apetece es terminar de dibujar estos aros olímpicos en la mesa con la humedad del vaso, pero ya queda muy poco.

-Maxi, ponme otra caña cuando puedas.

-Marchando, chaval.

Me encanta que Maxi me siga llamando chaval.

lunes, 29 de octubre de 2018

Milagritos

De cuando era niño, recuerdo varias cosas que entonces me parecían milagrosas. Hoy hay muchas más, pero en aquellos años el mundo estaba mucho más vacío y daba tiempo a mirar, y mirar, y mirar, y mirar hasta hartarse. Quizá por eso, o quizá de natural, yo siempre he tenido cierta tendencia a la contemplación, como ya he explicado en otras ocasiones. Podría decirse de mí que soy lo opuesto a un buen militar: disciplinado, alerta, obediente, marcial, decidido. Tan opuesto que, cuando era niño, a veces me quedaba diez minutos mirando cómo goteaba un grifo. ¿Qué miraba? El milagro de la gota, en todos sus detalles. Recuerdo el grifo del lavabo antiguo que había en el baño de mi casa, en Montevideo. Goteaba muy, pero muy despacio, digamos que a dos gotas por minuto. De hecho, si uno apretaba bien la canilla (el grifo, perdón, la memoria me tergiversa el vocabulario, el geolecto), el goteo cesaba. Con ese ritmo daba tiempo a sentarse de costado en la orilla de la bañera, apoyar el brazo en el lavabo, apoyar la cabeza ladeada sobre el antebrazo y, en esa cómoda posición, contemplar cómo se iba formando un orbe transparente en la boca negruzca de la canilla, un orbe que iba creciendo con una fascinante lentitud y, a medida que engordaba, se convertía en una pantalla en la que uno podía distinguir los volúmenes principales del cuarto de baño: la cortina de ducha, el espejo, el armarito, la puerta. Todo lo que se reflejaba en aquella esfera maravillosa estaba, además, vuelto cabeza abajo, con lo que la fascinación era aún mayor. Cuanto más aumentaba el diámetro de la gota, más detalles se podían ver en aquel minimundo al revés. En un momento dado, la gota se hacía tan grande que la tensión superficial era incapaz de sujetarla. Se percibía entonces una tensión, una deformación, un estiramiento, un temblor que iba creciendo hasta que de repente, zas, se soltaba y volvía una vez más la negrura del tubo de metal. Yo no sentía pena ni nostalgia de la gota perdida porque sabía que de inmediato comenzaría de nuevo el proceso, y así me quedaba, con la cabeza apoyada en el lavabo, hasta que el ensalmo se desvanecía con una voz que me preguntaba: "¿se puede saber qué haces?".

Como es de suponer, yo nunca respondía a la pregunta, y ahí mismo terminaba mi sesión de contemplación. Pensaba que si explicaba todas esas cosas a un adulto me tomarían por tonto, o por vago, o por quién sabe qué. Si me tiraban de la lengua, decía "nada", y listos. Aun así, me costaba entender por qué la gente no se pasaba el día mirando aquellas gotas mágicas que todo lo transformaban.

Otro de milagros favoritos con los que podía pasar horas en modo contemplativo era el tocadiscos. En casa de mi abuela había un tocadiscos portátil con forma de maleta, forrado en tela azul y cantos pespunteados en beige. Qué artefacto tan fascinante. Parece que los adultos no le daban mucho valor porque siempre que íbamos de visita nos dejaban trastear con él. Ahí estaba yo, con un cacho de plástico negro en forma de círculo, o más propiamente de disco, recién sacado de su rutilante funda de cartón policromado. Lo apoyaba en una caja, en la parte plana, donde había otro círculo del mismo tamaño que el cacho de plástico negro. Ese otro disco estaba mecanizado y daba vueltas a una velocidad constante, lo cual para mí ya era motivo de asombro. En la otra parte de la caja, que se levantaba y se encajaba en vertical, había un cacho de cartón con un imán enorme y un cable en el medio (el altavoz, el parlante, o como quiera que se llame). Alta voz. Parlante. Esos vocablos. Este idioma. Sigo: colocado el disco, había que mover una palanquita que remataba en un minúsculo pie, llamado aguja, que no era mucho más grande que la pata de un insecto. De hecho, vista de cerca, la aguja se parecía bastante a la pata de una cucaracha. La aguja tenía que caer justo, justo, en el margen exterior del disco. Y de repente, cuando la pata de cucaracha se posaba en el margen exterior del cacho de plástico negro, todos aquellos objetos (cartón, plástico, cable, maleta de tela, imán) me traían la voz de Los Bravos, o de Los Tres Sudamericanos, o de Paul Mauriat, o de Conchita Piquer. Guitarras, trompetas, tambores, violines, timbales y seres humanos, todos ellos regalándome melodías allí, en casa de mi abuela, en la trastienda del mundo.

No es que no entienda la teoría del sonido. No es eso. No es que no sepa cómo funcionaba un tocadiscos. Tampoco. Y no es, por supuesto, que quiera ocultar la ciencia llamándola milagro. Que no, caramba.

Estoy hablando de la fascinación infantil, que es como un océano, como un viento fresco y benigno que lo acaricia todo con una pasión irresistible. Y los niños, tanto los de aquella época como los de ahora, nos sumergíamos con naturalidad en aquel océano, nos dejábamos acariciar por aquel viento.

En aquel mundo tan vacío, con la mitad de gente que ahora, con una fracción de las cosas que hay ahora, ser niño era, en gran parte, ir descubriendo los milagritos que había en casa. Quizá algún día me anime a describir los milagritos que había en la calle, en el parque, en el mercado. Aquello sí que era una explosión de milagros. Quizá otro día.

viernes, 19 de octubre de 2018

Insignificante

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que Igor me mandó algo. Aquí os pego una de sus disquisiciones líricas sobre la autorreflexión sobre el ser y sobre los peligros del ombliguismo. Igor os desea que su texto os deprima y os hunda en la miseria, la autocompasión y la languidez contemplativa. También dice que nunca, nunca os cortéis las venas en diagonal, que es una mariconez.
«Voy por la calle, hacia el trabajo, por ahí donde se juntan Goya y Alcalá. Hay un árbol esmirriado y tristón en la acera, probablemente un plátano, y tres gorriones que picotean entre los hierbajos que crecen en una tierra negruzca y llena de desperdicios. Pienso en la futilidad de esas vidas: la del árbol, la de los hierbajos, la de los tres gorriones. Con esta sencilla reflexión me doy cuenta de que entre todos ellos, incluidos los desperdicios, forman un mínimo ecosistema que es, en gran medida, lo que los mantiene con vida. Una vida sucia, miserable, saturada de deficiencias e infecciones, pero vida al fin y al cabo. No tienen otra cosa sino un ecosistema guarro y execrable que jamás estudiaremos en los libros, aunque lo veamos todos los días al ir al trabajo, sin reparar en él. Vuelvo a mirar al gorrión y al tiempo me miro la mano izquierda. Pondero mi propia insignificancia, una insignificancia comparada: si por algún motivo yo hubiera tenido la mala suerte de caer en un campamento de refugiados, en un país en guerra, esa mano mía no tendría el aspecto y la movilidad que tiene ahora. Pienso en los años que tengo, años durante los cuales esa mano ha cumplido su cometido en un entorno benigno, cómodo. A pesar de todo ese trabajo tiene buen aspecto y está sana. Pero una situación de emergencia en mi país, en mi región, en mi ciudad puede cambiarlo todo, terminar con todo, igual que un golpe o un mal paso pueden dar al traste para siempre con el hierbajo, con el gorrión o con el árbol esmirriado. Si para mañana desapareciéramos todos (árbol, hierbajos, gorriones y mi mano, o todo yo), el mundo seguiría su curso sin más, sin reparar en la miseria, la tristeza, la insignificancia de esas existencias. Miro a mi alrededor: calles, edificios, farolas, túneles y trenes subterráneos, aviones que surcan el cielo, coches y autobuses, tiendas, luz artificial, teléfonos móviles. ¿Qué es todo esto? ¿Qué es el hierbajo, en este contexto? ¿Qué es, qué significa, qué finalidad tiene el gorrión en esta ciudad? ¿Por qué me empeño en buscar una razón, una respuesta a la pregunta de por qué brotó ese hierbajo, por qué nació ese gorrión? Quizá porque nos han acostumbrado a pensar que nuestra existencia sí está justificada, aunque a mí no me convence ninguna de las justificaciones que circulan por ahí. Quizá por esa tendencia, quizá por esa creencia quiero pensar que la labor del hierbajo y el gorrión es, precisamente, formar parte de un todo, porque si sus individualidades, igual que la mía, son triviales, nimias, al menos podrían tener sentido como elementos de un conjunto mayor. El gorrión sabe por instinto cuál es su papel, por más miserable que a mí me parezca cuando pienso en él como entidad aislada. Y del mismo modo yo sé por instinto que si me quedo un minuto más contemplando este árbol esmirriado, el jefe me va a considerar como entidad aislada, me va a llamar insignificante, miserable y cosas peores y me va a poner de patitas en la calle, así que, hala, pozdrav

martes, 16 de agosto de 2016

Voluntad y realidad


Un día despertó y se dijo: «voy a hacer esto».

Unos días más tarde, de camino a casa, se acordó y pensó: «sí, sí, voy a hacerlo».

Pasaron los meses y, una noche, se durmió soñando en eso que iba a hacer, cómo lo iba a hacer, con quién y a qué hora, hasta que el sopor le robó la conciencia.

Así es como la determinación se fue convirtiendo en idea, en memoria.

Con el correr de los años, llegó un momento en que ya no supo si lo había hecho o no, si aquella nebulosa que tenía en la cabeza era realidad o imaginación.

Y en ese momento sintió que le dolía un poco el corazón.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Gente imposible

La oscuridad de los túneles del metro me fascina desde que era muy pequeño. Entonces, igual que ahora, me quedaba mirando aquella boca negra, insondable, totalmente plana y vacía o, más bien, llena de negrura, y me imaginaba todo lo que pasaba allí dentro. Me gustaba sobre todo ver aparecer aquellos dos puntos minúsculos que eran los faros del tren (los ojos del tren, nos mira el tren, nos busca con la mirada) al fondo del túnel, tan tenues, tan poca cosa que apenas lograban penetrar la densa oscuridad que los rodeaba. Los faros iban sujetos a dos hilitos brillantes, los raíles, y se iban haciendo cada vez más grandes, cada vez más reales, hasta que uno o dos segundos antes de entrar en la estación se distinguían por fin los colores, rojo y blanco, de los vagones que llegaban tronando y resoplando.

Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.

Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.

Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura

Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.

viernes, 25 de octubre de 2013

Fuera



Siempre fuera
            siempre ausente

sin moverme
            sin
                        moverme

                        días
            que se hacen años

años
            sin moverme
                        de esta ausencia
            residente

hasta que todo
            deviene ajeno

hasta que
            la memoria
                        cansada de esperar
            cansada
                        de anhelar
niega el presente.


miércoles, 4 de septiembre de 2013

Típica estampa (religiosa) matutina

Son las ocho y media de la mañana. Por una de esas casualidades de la vida, o quizá porque todavía no han empezado las clases en los colegios públicos, el vagón de la línea E no va muy lleno. De pie, frente a los asientos ocupados y al lado de la puerta, tengo sitio suficiente para abrir el libro sin contorsionarme ni molestar a nadie.

Un par de minutos después me saca de la lectura la voz alegre de la chica que tengo detrás:

-¿Has visto lo que tienes ahí, al lado del hombro?

Me vuelvo. No me lo dice a mí: se lo dice al hombre que está sentado enfrente de mí. Varios pares de ojos se concentran en él.

-Sí, sí. La he visto -dice el hombre-. Es grande, ¿eh?

-Ya te digo, ya te digo -contesta ella, y se queda mirando a las barras que nos separan, al hombre y a mí. Ahí, en el asidero del asiento, al que yo podría haber echado mano sin mirar mientras leía, va agarrada una mantis religiosa del tamaño de un trolebús. Totalmente inmóvil, como corresponde a la especie, parece ir mirando por la ventana del vagón, los ojos clavados en la espesa oscuridad del túnel que conecta las dos islas por debajo del East River.

Momentos después, la chica sigue jugando con el teléfono, el hombre rasca otro cupón de lotería (Mega Millions), yo intento volver al anodino cuento de estudiantes españoles en el extranjero que estaba leyendo, y la mantis religiosa sigue viajando de Queens a Manhattan sin que nadie la importune, más cómoda que una madre abadesa en un calesín.

lunes, 7 de enero de 2013

Indeterminación

Hay días en los que el pasado es una masa informe y sospechosa.

Hay días en los que el futuro se oxida y se corrompe como cosa antigua e inservible.

En esos días, me gusta embestir la nada con el cráneo desnudo hasta sangrar, y vagar, con mezquino deleite, entre ideas y sentimientos difíciles de expresar e imposibles de compartir.


A Warm Place - Nine Inch Nails from Gelly on Vimeo.


jueves, 23 de agosto de 2012

Solo

Siete de la mañana. Voy a la cocina. Tras un momento de duda, dos trozos de pan en la plancha, al mínimo.

La cocina tiene un montón de armaritos, cada uno con una cosa. También tiene una ventana baja. Desde este segundo piso se ven los patios traseros y las casas de enfrente.

La cafetera, el filtro, el café, el fuego. Un arrendajo azul en el poste de teléfonos. El arrendajo es vecino del barrio, la primera cara conocida del día. Abre y cierra las alas, enseña sus plumas blancas, negras, azules.

El olor del pan me dice: dame la vuelta, y yo obedezco. El café va gorgoteando los buenos días. El desayuno empieza por la nariz. El sol me calienta las piernas. Hoy va a hacer buen tiempo.

Un plato: mantequilla y mermelada. Una taza: poca leche y un suspiro de azúcar. Un taburete junto a la ventana, la comida en el alféizar, los codos en las rodillas.

Desayuno mirando hacia fuera, hacia todo eso que, en realidad, no es nada: techos, cables, ventanas, arbustos, árboles, nubes.

Así, así, dormido, despierto, flotando. Así.

El último sorbo de café siempre tiene un toque amargo.

miércoles, 6 de abril de 2011

Celebrando el fin de una época

Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.

Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.

A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.

Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.

Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.

En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.

Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.

Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.

Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.

En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.

Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.

En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.

Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?

Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.

viernes, 18 de marzo de 2011

La lucha continúa

Cuando yo hablaba de la lucha, la B-One me contestaba que

A mí se me ocurre otra posibilidad: flotar en lo que hay, sin etiquetarlo. «La grisura» es un concepto, una etiqueta que superponemos a la experiencia, que en sí misma no tiene color.
Y bueno, en aquel momento, me quedé con la copla y pensé que no estaba mal la propuesta. Hoy, las circunstancias me hacen ver que no, que esa alternativa no es distinta: es la c) con un traje nuevo que la hace parecer más aceptable.

En primer lugar, porque referirse a una situación como "grisura" no es poner una etiqueta. Es una descripción poética y, por lo tanto, depende tanto de mí como de mi entorno, ambos mutables de un día para otro, de una hora para otra. Una valoración no es una etiqueta: valoro cuando digo "este café me gusta o no me gusta"; etiqueto cuando digo "este café es bueno o es malo" o "menuda bazofia de café" o "el mejor café que he probado en mi vida".

En segundo lugar, porque la experiencia sí tiene color en sí misma, si uno quiere describirla con colores. El color (es decir, la calidad percibida) de la experiencia es una función, bastante compleja, de muchos factores, entre los que destacan las circunstancias personales de quien la vive y las circunstancias materiales que rodean a esa persona.

En tercer lugar, y este ya es personal, porque flotar sobre una situación que percibo como intrínsecamente negativa me resulta moralmente rechazable: siento la necesidad de hacer algo. Al mismo tiempo, estoy convencido de que yo solo no puedo hacer nada y no me siento con las fuerzas suficientes como para buscar gente y organizar algo. Tampoco logro reunir el valor suficiente para largarme y abandonar este entorno que tantos problemas me genera, como han hecho ya tres colegas en los últimos doce meses. (Aquí ya tengo que explicar que me estoy refiriendo al entorno laboral.) Por último, no veo alternativas menos grises, ni dentro, ni fuera.

En resumen, me sigo quedando con d), es decir, profundizo en el dilema. Es posible que también esté desarrollando cierta insensibilidad, cosa que me preocupa. Por eso sigo hablando de ello: porque no quiero acostumbrarme.

De colofón pongo una alegre cita de una novela de Abdulrahmán Munif titulada "Cuando dejamos el puente", que me recuerda mucho a Delibes y no tanto a "El viejo y el mar" de Hemingway, como afirman los críticos:

Me dije: [estos cazadores] no se privan de nada; disparan, disparan hasta al cuervo que grazna cuando ve aparecer una silueta. Hasta al cuervo, que hoy estaba más lento y le acertaron. Oí a uno de ellos que, mientras cobraba el cuervo y lo tiraba al estanque, decía: "Vete al infierno, cuervo del demonio". Y dije para mí: "¿Y para qué lo matas, entonces?" La vida es una fiesta de muerte sin fin, pensé. El grande mata al chico. El fuerte mata al débil. Y los puentes matan a los cobardes.

jueves, 2 de diciembre de 2010

La lucha

Dadas las circunstancias, cabe:

a) Dejarse caer, dejarse llevar, como hoja seca.
b) Tirar del carro con toda el alma, como antaño.
c) Seguir flotando en la grisura, como hasta ahora.
d) Hundirse y hundirse en el drama y el dilema.

El hecho de plantear alternativas, ya de por sí, elimina d). Y eso, aunque no lo parezca, es bastante.

Después, ya veremos. La lucha continúa.

(Bert Jansch - Angie)

martes, 22 de diciembre de 2009

Privado

Santiago lleva en el carrito dos escobas. No son para barrer, sino para su privado. Ahora que bajan las temperaturas, en cuanto junta suficiente comida, agua y los dos dólares que cuesta entrar en el metro, se mete en la primera estación. Si es hora punta, espera que la muchedumbre vaya aclarando. Cuando llega un tren casi vacío, se mete a buscar una esquina. Busca ese lugar en el que se juntan cinco asientos sin ventana, al fondo de los vagones, junto a la puerta inútil que debería comunicar un coche con otro, pero que está bloqueada por la empresa de transportes. Cuando encuentra una de esas esquinas libres, se sienta, coloca el carrito en diagonal, como mirando al mundo, y levanta las dos escobas en forma de aspa, una a cada lado. Las asegura bien a los flejes del carrito con unas tiras de alambre para colocar encima el abrigo extendido como un biombo. Así queda parapetado: quienes entran en el vagón apenas le ven las piernas, quizá uno de los zapatos. Ése es su privado.

Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.

La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Las tres ranas de Beckett

...Watt recordaba una distante noche de verano, en un lugar no menos distante, y Watt, joven y sano y tumbado, en absoluta soledad y completamente sobrio en la cuneta, preguntándose si sería ya el momento y el lugar y la persona amada, y las tres ranas que croaban ¡Cra! ¡Cre! y ¡Cri!, a uno, nueve, diecisiete, veinticinco, etc., y a uno, seis, once, dieciséis, etc., y a uno, cuatro, siete, diez, etc., respectivamente, y cómo las oía

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! -- --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre!
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- -- ¡Cre! -- -- --
¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! --

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- ¡Cre! -- -- -- -- ¡Cre! --
-- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri!

¡Cra! -- -- -- -- -- -- --
-- -- -- ¡Cre! -- -- -- --
-- -- ¡Cri! -- -- ¡Cri! -- --

¡Cra!
¡Cre!
¡Cri!

Watt (Samuel Beckett)
------------------------

Yo, desde mi ignorancia batracia, me resisto a creer que esto sea una mera parida del autor, un exabrupto irracional y absurdo, sin pies ni cabeza. Eso es lo que parece a primera vista, y estoy seguro de que la mayoría de los lectores, a la vista de esta página y media repleta de cantos de rana, se limitará a pasar la vista por encima de las rayitas y los ruiditos y seguirá adelante para enterarse de lo que pasaba con la señora Gorman, la pescadera, que se sentaba en las rodillas de Watt los jueves por la tarde.

Así que insisto, echo una segunda mirada, detecto algunas tendencias repetitivas y entonces me pregunto si esto no será un mensaje oculto. Veo grupos de ocho elementos que pueden estar encendidos o apagados... ¿De qué me suena? ¡Anda, pero si son bytes! ¡Bytes preinformáticos, bytes anfibios de 1953 y publicados en París, con grave peligro de sucumbir en forma de platillo de ancas de rana!

Procedo a hacer una interpretación binaria, decimal, hexadecimal y en caracteres del croar de las ranas:

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
10000100 -- 132 -- 84 -- „
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00100001 -- 33 -- 21 -- !
00100100 -- 36 -- 24 -- $

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00001000 -- 8 -- 8 -- [retroceso]
10010010 -- 146 -- 92 -- ’

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
01000010 -- 66 -- 42 -- B
01001001 -- 73 -- 49 -- I

10000000 -- 127 -- 7F -- [supr]
00010000 -- 16 -- F -- 
00100100 -- 36 -- 24 -- $

1
1
1

Pese a que la cosa de los caracteres y los valores decimales y hexadecimales resulta ser un estrepitoso fracaso, al copiar y estudiar cada una de las secuencias me doy cuenta de que aquí hay ritmo.

En otras palabras, y para entendernos, es obvio que en cada grupo hay un elemento constante (el ¡Cra! en la primera posición, inmutable), que es como el tono de fondo de la gaita irlandesa, y las otras dos ranas llevan una cadencia diferente cada una, diferente pero complementaria, como se puede observar con toda claridad a continuación (cre a la izquierda, cri a la derecha):

10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100

Por si alguien no lo ha pillado todavía, lo que hay que mirar son las escaleritas que van trazando los unos (1) en cada tabla. ¿Alguien ha hecho trenzas de ocho hilos alguna vez? Lo repito otra vez, con ayuda:

10000100 -- 10010010
00100001 -- 01001001
00001000 -- 00100100
01000010 -- 10010010
00010000 -- 01001001
10000100 -- 00100100
00100001 -- 10010010
00001000 -- 01001001
01000010 -- 00100100
00010000 -- 10010010
10000100 -- 01001001
00100001 -- 00100100
00001000 -- 10010010
01000010 -- 01001001
00010000 -- 00100100

Espero que ahora queden bien claras las cadencias, la de ¡Cre! más acelerada y saltarina, la de ¡Cri! más abigarrada, pero más pausada y sistemática. Sin olvidar el bajo de ¡Cra!, constante, inmutable.

Me doy cuenta de que hago mal al insistir en usar símiles musicales porque es obvio que esto no se escribió para ser interpretado como música, puesto que usa una notación de ocho elementos (un byte, claro), y no de siete, que podrían ser las notas musicales.

¿Qué nos quiere decir
Samuel Beckett con estas cadencias? Queda claro, por los resultados obtenidos, que una de dos, o usaba un mapa de caracteres diferente, o no tenía intención alguna de enviar un mensaje cifrado, pero al mismo tiempo queda claro también que existe una intención. (Morse tampoco es, como puede comprobar cualquiera que tenga un conocimiento elemental de ese código.)

Lo que quiere decirnos Beckett es que por más absurdo que pueda parecer un texto, como éste de las ranas, siempre habrá un lector imbécil dispuesto a invertir una hora de su vida en transcribirlo, analizarlo, comentarlo y, de paso, disfrutarlo.