lunes, 12 de diciembre de 2011

Hay que ser fuertes

Qué hermosura, esta mítica canción.

«El tiempo no hace preguntas, sigue adelante sin ti.
Te deja tirado si no puedes seguirle el paso.
El mundo gira y gira, y aunque intentes pararlo, no puedes.
Y lo mejor viene cuando el peligro te mira a los ojos.»

 (Time asks no questions, it goes on without you.
Leaving you behind if you can't stand the pace.
The world keeps on spinning, can't stop it if you tried to.
The best part is danger staring you in the face.)

Des'ree, You gotta be 


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Basuritas, basuritas...

Si un país que produce más artículos de los que puede consumir es un exportador neto, un país que produce más basura de la que puede procesar, ¿es un ensuciador neto?

Pregunto esto porque he leído un libro de John Steinbeck cuya existencia desconocía por completo: Travels with Charley. En los Estados Unidos fue muy popular durante los años sesenta y setenta porque en él Steinbeck cuenta cómo se le dio una de las actividades más tradicionales del país: conducir de costa a costa.

Allá por 1960, el escritor, ya consagrado y afincado en una lujosa mansión de Long Island, se percató de que los personajes y las situaciones se le estaban quedando petrificadas: les faltaba frescura, flexibilidad, espontaneidad. Reflexionó sobre el asunto y llegó a la conclusión de que estaba perdiendo contacto con su propia realidad, con su gente y su país. En consecuencia, decidió salir de viaje. Se compró una de esas camionetas con casa incorporada, que ya por aquel entonces estaban de moda, la bautizó Rocinante (ay, estos literatos) y se echó a la carretera desde el extremo del estado de Nueva York hasta Salinas, en California, y vuelta.

En fin, volvamos a la basura, que es el tema que nos ocupa. En su viaje, Steinbeck reflexiona sobre la forma de vida de los estadounidenses de 1960. En un momento determinado dice:
“American cities are like badger holes, ringed with trash--all of them--surrounded by piles of wrecked and rusting automobiles, and almost smothered in rubbish. Everything we use comes in boxes, cartons, bins, the so-called packaging we love so much. The mountain of things we throw away are much greater than the things we use.”
Que viene a significar que las ciudades estadounidenses, ya por aquel entonces, venían a ser como madrigueras de tejones gigantes, rodeadas de basura. También dice al final que "la montaña de cosas que tiramos ocupa mucho más que las cosas que usamos". Esto demuestra que el problema de la basura y el despilfarro no es precisamente nuevo en ese país.

Solo tres páginas despues, el autor reflexiona también sobre los grandes avances que ha traído el progreso. Cuenta que, de vez en cuando, se embarca en su velero (tenía muelle propio enfrente de la casa) y se adentra en el Atlántico. Cuando tiene hambre, echa el anzuelo, pesca algo, lo cocina en una de esas bandejillas de aluminio tan prácticas y se la come con un tenedor de plástico y un vaso de papel. Cuando ha terminado, tira al mar la bandejilla, el tenedor y el vaso con la raspa del pescado y no tiene que preocuparse de limpiar ni ordenar platos y cubiertos.

Tres páginas después.

Uno se pregunta, creo que con razón, si John Steinbeck ponía atención a lo que él mismo pensaba y escribía. Aunque parezca sorprendente, a mí me da la impresión de que no, y también me da la impresión de que esa aparente insensibilidad (o falta de interés) ante las propias ideas y los propios principios es una de las bases del comportamiento social de los estadounidenses en general.

Otro ejemplo, sin cambiar de libro. Hacia el final del viaje, Steinbeck regresa hacia la costa este por Louisiana. En aquella zona del país arrecian los altercados racistas. Martin Luther King Jr. está creciendo como personaje público y el régimen de apartheid de los estados del sur está empezando a resquebrajarse con pequeñas heroicidades como la de esa niñita negra que va a un colegio de blancos, haciendo frente todas las mañanas a una marea humana (que Steinbeck visita) que la apabulla con los insultos y los berridos más obscenos que sus cerebros son capaces de generar. Solo un país que no pone atención a su propio discurso puede pasarse un siglo propungando unos derechos y unas libertades que, además, pone como ejemplo y, al mismo tiempo, tratando a sus propios ciudadanos como mierda.

sábado, 2 de julio de 2011

A la primera

No se puede decir que sea amor, porque no lo es, pero sí es encandilamiento. Y no es a primera vista, porque no es la vista sino el oído lo que me ha cautivado esta mujer. Con esa explicación, ahora ya puedo decir que me he quedado prendado de una cantante llamada Adele.

Me dicen que ya era muy famosa antes de que yo me enterase de su existencia. No me extraña, pero cuando uno no ve la tele ni oye la radio ni lee las noticias de los periódicos durante tanto tiempo como yo, el asunto de la fama pasa a ser muy secundario y el asunto de la calidad pasa al primer plano.

El caso es que una persona me llamó la atención sobre este vídeo. Cuando lo vi/oí pensé: la persona que compuso esta canción para esa mujer con esa hermosa voz medio rota debería recibir bastantes premios, y el artista que creó, diseñó y dirigió el vídeo tendría que estar en el candelero.

Pues bien, la compositora es la propia Adele, en colaboración con un compositor profesional llamado Paul Richard Epworth, al que se puede ver en esta foto con las manos en la masa (aún no habían compuesto la canción cuando se tomó la foto).

El director del vídeo se llama Sam Brown y, en efecto, está bastante en el candelero en el mundillo de los vídeos musicales. También dirigió otro que, en su día, me dejó bastante impactado y que he visto docenas de veces, The Pretender, de Foo Fighters.

Me quedaba un detalle del vídeo. La persona que baila con una vara o un bastón en una habitación llena de polvo blanco, mezclando pasos de ballet con otros propios de las artes marciales. Es Jennifer White (qué nombre tan apropiado para ese papel), bailarina inglesa con experiencia en capoeira, lo cual explica lo de las artes marciales.

En fin, encandilado, entontecido, embelesado, un poco obsesionado también. Qué maravilla.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Alegorías para dos amigos

El día 23 de abril, para no perder las buenas costumbres, alguien que me quiere mucho me regaló un libro. Esta vez estaba en español. Creía yo que en español original, pero no: el autor, Kirmen Uribe, escribe en vasco, así que esta novela que he leído, titulada Bilbao-New York-Bilbao, es una traducción que, dicho sea de paso, me ha parecido excelente.

Aunque no queda claro desde el principio, el autor hace saber a sus lectores que este libro es, en efecto, una novela. Muy avanzada la narración, en la página 145 (de menos de doscientas), dice:

La idea del espejo [de Van Eyck y El matrimonio Arnolfini] inspiró años más tarde a Diego Velázquez en la ejecución de sus Meninas. En las Meninas aparece el propio Velázquez pintando un lienzo. La infanta y sus acompañantes están mirando la escena. Al igual que en el cuadro de Van Eyck, en el de Velázquez también aparece un espejo en el fondo del cuadro. En ese espejo está reflejada la escena que está pintando el pintor, es un retrato de los reyes.

Velázquez pinta así lo que hay detrás de un cuadro, nos muestra cómo se pintaba un lienzo en su época, nos revela el artefacto. Pues bien, pensé que yo debía mostrar lo que hay detrás de una novela, enseñar todos los pasos que se dan a la hora de escribirla. Las dudas, las incertidumbres. Pero la propia novela no aparecería en la novela. Tan solo el lector podría intuirla, como intuye el espectador el retrato de los reyes que pinta Velázquez en las Meninas.

No quería construir personajes de ficción. Quería hablar de gente real.
El planteamiento de Uribe es original y también atrevido. En efecto, si uno lee el libro de cabo a rabo no encuentra la novela por ninguna parte, y sí se aprecia el encomiable esfuerzo de investigación y documentación que queda reflejado en sus páginas. El autor trata de contestar a una pregunta, en apariencia sencilla: ¿por qué el barco de pesca de su abuelo se llamaba "Dos amigos"? ¿Tenía su abuelo un amigo y compañero de pesca del que la familia nunca supo nada? Investigando, Uribe transita por la historia de Ondarroa, su pueblo, y las zonas aledañas en busca de pistas. Colecciona historias. Descubre personajes. Todo real. Nada de ficción. Muy interesante.

El único problema, entonces, es llamar novela a lo que no lo es.

Pese a esta aparente decepción, uno no se aburre de leer Bilbao-Nueva York-Bilbao, sobre todo porque Uribe escribe muy bien: es un excelente narrador que no pone una palabra de más o de menos en sus párrafos. Ahí se ve que tiene oficio de poeta (he leído que es más conocido por su poesía que por su narrativa, pero no sé si es cierto). Las historias breves que nos comunica son nucleares, es decir, uno podría abrir el libro casi por cualquier parte, empezar a leer al inicio de la primera sección visible y disfrutar sin problemas del cuento o la anécdota que le haya tocado en suerte.

El conjunto de las historias compone un retrato fragmentario de la sociedad de los pueblos vascos de la costa, con un fuerte énfasis en la pesca y en el relevo generacional: vemos abuelos, padres e hijos, e incluso alcanzamos a atisbar una generación externa, la de los inmigrantes, que están ya presentes e instalados en los pueblos pesqueros del litoral vasco. También hay algunas que describen los viajes del propio Uribe, pero incluso estas guardan siempre una relación estrecha e intensa con su pueblo, su familia y su cultura, que acaban por ser los únicos referentes.

Uribe usa con frecuencia en este libro un método narrativo que a mí me resulta muy religioso: la alegoría. Nada más empezar afirma que los árboles y los peces se parecen; luego explica por qué: los anillos concéntricos de la carne de los peces marcan los años de crecimiento, igual que los anillos de los troncos de los árboles. Tanto en unos como en otros, cada anillo marca un invierno, una época de carestía o de frío. Termina estableciendo una analogía con las personas:

Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Las pérdidas delimitan nuestro tiempo; el final de una relación, la muerte de un ser querido.

Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior.
Este estilo alegórico y metafórico de corte religioso-trascendente está presente en mayor o menor medida en toda la novela, ya sea mediante estas parábolas, ya en frases o actitudes memorables de personas destacables en la vida de Uribe. Es un recurso narrativo que le va muy bien al tipo de historias que quiere contar. La alegoría de los peces y los anillos, por cierto, es también la que cierra el libro.

En contraste, la historia que Uribe decide usar para hilar toda su investigación y para titular su libro, a saber, un viaje de Bilbao a Nueva York con escala en Frankfurt, es la más floja de todas. En comparación con la contundencia y la citada "nuclearidad" de las que sí le tocan de cerca, resulta fría, poco convincente y, sobre todo, irrelevante. De hecho, en el mismo libro hay otra historia vehicular o transversal, que es la relación de amistad del pintor Aurelio Arteta y el arquitecto Ricardo Bastida (dos amigos), ambos vinculados indirectamente a la historia de la familia de Uribe, que sí suscita un interés inmediato e intenso. Sin embargo, diríase que queda en segundo plano.

Paradójicamente, la falta de fuerza del hilo conductor no va en detrimento del libro, sino que corrobora el cumplimiento del objetivo que el autor se había propuesto. Al terminar de leerlo me quedé con una sensación de cosa inacabada, de que aquello no podía dejarse así. Entonces pensé que era probable que los contemporáneos de Velázquez hubieran tenido la misma sensación al ver Las Meninas por primera vez. Como no hay novela, al llegar al final uno no tiene la sensación de haber llegado a ninguna parte o de haber cerrado ningún círculo. La reacción natural es volver a abrir el libro, quizá no por el principio, sino por el medio, y recorrerlo en diagonal en busca de las historias más interesantes, marcarlas y contárselas a los amigos. Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo y eso es, creo, lo que pretendía Uribe.

En ese sentido, Bilbao-New York-Bilbao es un libro eminentemente citable. Es mucho más un poemario que una novela. Es una colección de postales en movimiento, algunas muy antiguas, otras muy modernas, algunas alegres y otras muy tristes. Es un agradable ejercicio de introspección, reflexión y memoria con una bella ejecución.

lunes, 2 de mayo de 2011

La soledad de la creatividad

Perseguimos mentiras mal escritas.
Vamos contra el curso del tiempo.
Y aun así, lucho,
aun así, lucho
en esta batalla, en soledad.
Sin nadie a quien llorar,
sin un hogar al que volver.

Mi don de ser, violado.
Mi intimidad, saqueada.
Y aun así, pienso,
aun así pienso,
y me repito una y otra vez,
que si no puedo ser como soy,
prefiero estar muerto.

Traducción libre de Nutshell (Alice in Chains)

sábado, 30 de abril de 2011

La nota del suicida

Que se sepa, Lu Xin, empleado de control de calidad de la empresa Foxconn no dejó ninguna nota antes de saltar de la ventana de su dormitorio, un sexto piso en la ciudad industrial de Shenzhen. Foxconn le puede sonar a chino a muchos, pero resulta que es la primera y principal fabricante mundial de productos Apple, HP, Motorola, Dell, Sony y Nokia, esos productos electrónicos que menudean en nuestros bolsillos, mesas de trabajo, coches y hogares. En particular, si uno tiene un producto Apple, hay más o menos un 90% de probabilidades de que lo haya ensamblado Foxconn.

Lu es una de las veinte personas de esa empresa (aproximadamente, las cifras no están claras) que se han suicidado en los últimos tres años en una de las factorías similares a la "iPod City" que ya en 2006 hizo famosa el Daily Mirror británico. Hay quien establece una cronología particularmente tétrica que hace coincidir los suicidios con los lanzamientos de ciertos modelos y productos nuevos. El portavoz de la empresa explica que se han instalado rejas en todas las ventanas de los dormitorios de la ciudad industrial para evitar que la gente siga saltando. En serio. Dice que los suicidios no tienen nada que ver con las condiciones del trabajo: hubo un suicida en el 2007 y los demás decidieron imitarlo, es un efecto de contagio. Pero el periódico inglés The Guardian ha podido ver registros de empleados con hasta 98 horas extra al mes (más de cuatro al día). Ha encontrado registros de 13 días trabajados (incluidas horas extra) con un solo día de descanso. Ha descubierto que, en los dormitorios, los empleados son objeto de escarnio público por motivos tan baladíes como haberse secado el pelo con un secador que no era suyo. Ha sabido que a partir de 2011 los nuevos trabajadores tienen la obligación de firmar, en su contrato con Foxconn, una cláusula en la que se comprometen a no suicidarse (!). Se sabe que uno de los suicidas fue castigado físicamente ante sus compañeros por dejar caer un prototipo de iPad al suelo.

Una vez más, el supervisor dice que todas las horas extra son voluntarias y que los trabajadores deciden si quieren hacer turnos o no. Los obreros, por su parte, alegan que si se niegan a trabajar los turnos extra que les proponen, se arriesgan a que solo les paguen el salario base, a saber, 1.350 yuanes (140 euros) al mes.

El caso es que los países desarrollados siguen pidiendo iPads (y otras cosas) a go-go, y que todos esos productos tienen que salir de las factorías de Foxconn donde trabajaban Lu y todos los demás suicidas sin nota (que se sepa) que han decidido saltar por las ventanas de sus dormitorios.

Mientras en China pasa todo esto, los foros de usuarios de los países desarrollados están llenos de gente indignada por los retrasos en la entrega de los equipos y de críticas a Apple y a las empresas distribuidoras como TNT, FedEx y demás por su falta de seriedad. Los consumidores presionan y presionan para que sus aparatos lleguen lo antes posible. Por supuesto, estas empresas bajan la cabeza y piden disculpas, para después dar media vuelta y presionar a su vez a sus proveedores, entre los cuales destaca Foxconn. Esa empresa, ¿a quién presiona? Es evidente: a sus empleados. El portavoz no tiene empacho en reconocer que a veces incumple la legislación laboral china, que es de lo más benevolente con los empresarios porque total, lo que importa es que los ciudadanos trabajen como chinos, pero alega (no sin razón, pero con una razón cargada de cruel hipocresía) que si quiebran los reglamentos es para calmar la sed de consumo de occidente. Así, la presión no cesa y algunos deciden saltar.

Dice Foxconn que tiene medio millón de personas trabajando en esa factoría. En ese caso, los suicidas serían "pocos" en proporción. Además, los que deciden acabar con todo son tan discretos que no dejan ni una nota (quizá la dejan, pero nunca trasciende) para sus amigos, para su familia, para sus jefes, ni tampoco para el consumismo occidental. Sencillamente se van, se quitan de enmedio, sin dramas y sin explicaciones. ¿O no? No podemos saberlo.

Otra cosa que no puedo hacer es entrar en la mente de los empresarios chinos. Reconozco que esa realidad se me escapa por completo. Ahora bien, si puedo analizar, desde dentro, el consumismo de quienes tenemos dinero suficiente para comprar productos de esos. Nuestro consumismo, tan denostado como poco mitigado (en eso me recuerda a la televisión), es mucho más ciego de lo que parece a primera vista. Tan ciego que es muy difícil exagerar cuando uno trata de explicar hasta qué punto nos tiene agarrados por ahí mismo y hasta qué punto es capaz de anular nuestra capacidad de ponderar con objetividad lo que hacemos día tras día. Por suerte, hay instituciones como Sacom y periódicos como The Guardian que todavía consideran que este tipo de monstruosidades es noticia y que hay que denunciarlas.

Al abordar este asunto me asaltan dos tentaciones un poco arriesgadas. En vista de la generosidad demostrada durante largos años por mis bienamados lectores, creo que merece la pena caer en ambas.

La primera puede parecer banal, pero creo que puede dar mucho juego: consiste en comparar esta situación con la de un niño caprichoso con mucho dinero y un tutor que, en beneficio propio, malcría al niño accediendo a todas sus peticiones y satisfaciendo todos sus caprichos. Es fácil caer en la trampa de identificar al niño caprichoso con "occidente", o con "el mundo desarrollado", y al tutor con China. No va por ahí mi analogía, ni mucho menos. El niño caprichoso es el consumidor con dinero, sea del país que sea. Considero que a ese consumidor con dinero (a mí) lo están tutelando, en efecto, pero quien ejerce la tutela no es China. «Y hasta ahí puedo leer», como decían en el Un, Dos, Tres, porque si entro a analizar a ese tutor se puede abrir la caja de Pandora. Si hay lectores interesados, los animo a que anoten sus propuestas.

La segunda tentación es comparar esta situación con la revolución industrial del siglo XIX. Esa revolución industrial fue un hito en la historia del ser humano: modificó los hábitos cotidianos y los métodos que se utilizaban para extraer y distribuir los recursos del mundo. Muchos años después, todos sabemos que ese fenómeno favoreció, en aquel tiempo, a una ínfima parte de la población mundial e hizo sufrir lo indecible a la inmensa mayoría, sobre todo a los millones de trabajadores semiesclavizados, incluidos los niños, que la impulsaron con su esfuerzo. Sabemos, por ejemplo, con qué frialdad se calculaba la "vida útil" de un niño en un telar de algodón o de un minero en una explotación de carbón. Sabemos que a principios del siglo XX existía un modelo primitivo de globalización y que un ciudadano (rico) del Imperio Británico podía dar la vuelta al mundo no ya en 80 días, sino en poco más de 48 horas, o tener en su mesa productos frescos del otro extremo del mundo.

En mi opinión, la revolución digital va por un camino muy similar. Cambia los hábitos y modifica los métodos que utilizamos para extraer y distribuir el bien más preciado de esta época, a saber, la información. Todos los que nos beneficiamos de ella, que en proporción con la población del mundo somos muy pocos, sabemos (aquí y ahora) que este fenómeno esta medio podrido por dentro, por muchos motivos y en muchas de sus dimensiones, pero ay, esos teléfonos, esas tabletas, esos portátiles tan monos... ¿Cuánto cuesta este, por favor?

Ya, ya me callo. Bueno, casi. Aunque parezca blandengue, melodramático o lo que sea, cuando he visto las edades de esas personas que han saltado por la ventana, he decidido que después de semejante mierda de vida merecían este ínfimo homenaje. Por lo menos esto. Por lo menos algo. Ojalá hubieran dejado al menos una nota.

Caídos en "acto de servicio al consumo", es decir, ensamblando iPads, portátiles y smartphones hasta la muerte, descansen en paz:

Sra. Hou (19 años)
Sr. Liu Bing (21 años)
Sr. Li (28 años)
Sr. Sun Dan-Yong (25 años)
Sr. Ma Xiang-qian (19 años)
Sr. Li (20 años)
Sr. de nombre desconocido (23 años)
Sra. Rao Shu-qin (19 años)
Sra. Ling (18 años)
Sr. Lu Xin (24 años)
Sr. Zhu Chen-ming (24 años)
Sr. Liang Chao (21 años)
Sr. Nan Gan (21 años)
Sr. Li Hai (19 años)
Sr. He (23 años)
Sr. Liu (18 años)
Sr. de nombre desconocido (30 años)

(Recordatorio: varios millones de personas siguen ensamblando aparatos electrónicos en unas condiciones laborales que ningún usuario de esos aparatos consideraría mínimamente aceptables. La inmensa mayoría de los ordenadores personales fabricados hace diez años puede funcionar bien con las tecnologías de hoy en día. La basura electrónica que producimos genera otros círculos viciosos. En muchos lugares. Y no solo la electrónica.)

miércoles, 6 de abril de 2011

Celebrando el fin de una época

Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.

Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.

A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.

Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.

Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.

En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.

Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.

Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.

Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.

En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.

Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.

En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.

Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?

Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.

miércoles, 30 de marzo de 2011

¿El fin de una época?

No son las revoluciones de los países árabes ni la nueva intervención militroncha de las potencias impenitentes.

No es la fundición del reactor 2 de Fukushima ni el plutonio al aire libre.

No es la rampante crisis alimentaria que (solo) padece la parte pobre del mundo.

Es mucho peor.

Es tan grave que ni en mis más peregrinas ficciones subterráneas, esas que voy pariendo con dolor en el metro mientras disimulo poniendo cara de oficinista cansado, aburrido o disperso; ni siquiera en esas ficciones, digo, se me había ocurrido la posibilidad de que esto pudiera ocurrir.

Ocurrió el lunes pasado. Tenía que ser un lunes. Eso es lo que habría dicho Igor si hubiera estado presente. Igor es un supersticioso de marca mayor. Para muestra, un botón: siempre se tocaba los calcetines por detrás antes de salir a la calle. Decía que gracias a eso no se tropezaba nunca.

Me llamó Brian, como tantos otros días, para ir al piojoso restaurante chino de la esquina, el de las sopas memorables. Fuimos. Nos dieron asiento de ventana, todo un lujo. Había poca gente. Pedí sopa de col agria con cerdo deshebrado. Brian pidió tallarines en salsa pekinesa. Salsa picante, por favor. Gracias. Alguien pidió dumplings fritos y tuvimos que bucear en humo durante unos minutos. Tosí. Brian se rió. Le dije a Brian, no es la salsa, es el humo. Ya, ya, dijo Brian. Miramos a la chica rubia que cruzaba la calle. Nos reímos del camionero que se atascó al doblar y del policía que le gritaba para que se moviera. Tomamos la tacita de té. Nos dieron la cuenta sin pedirla, como siempre, con dos galletitas de la suerte. Aparté las galletas. Puse un billete de veinte dólares en la bandejita. Se llevaron los cuencos. Se llevaron el billete. Empujé una galletita hacia el lado de Brian y me metí la mía en el bolsillo del abrigo, que estaba colgado en el respaldo de la silla.

Horas después, camino del metro, abrí la galletita de la suerte, como es mi costumbre. Prefiero no comer nada dulce después de la sopa. Por eso la abro cuando me voy para casa. Como de merienda. Le quito el envoltorio en la segunda avenida. Rompo un trozo minúsculo y me lo como muy despacio, sin sacar el papelito. Al llegar a la tercera avenida, tiro el plástico a la papelera y me como otro trozo. Entonces queda la mitad de la galleta con el papelito asomando. Ahí es donde lo saco para leerlo. Y ahí fue, el lunes pasado, cuando sucedió lo que tenía que suceder.

Llegando a Lexington saqué el papelito y leí:

A man cannot be comfortable without his own approval.

Me quedé clavado en el sitio. Supe de inmediato que ese mensaje ya lo he leído antes. No solo eso: ese mensaje lo había guardado, lo tenía encima de la mesa de la oficina. La certeza era absoluta.

Y al mismo tiempo, era absolutamente imposible. En cinco años no había visto dos veces el mismo mensaje. Jamás. Y los chinos del restaurante me conocen por el nombre. Y me preguntan dónde he estado cuando pasan más de tres o cuatro días sin que yo aparezca por allí. Son muchas galletitas, muchísimas, pero nunca, jamás, había visto un duplicado. Hasta hoy. Y precisamente esta. La que estaba encima de la mesa. ¿O no estaba? ¿O no decía exactamente lo mismo?

Di media vuelta y regresé a la oficina. Tercera avenida, segunda avenida, cruzar, girar, entrar, saludar al poli, qué se te ha olvidado, bah, cosas, ya sabes, ay qué cabeza, pues sí, piso diecisiete, tin tan, oficina veintitrés, y ahí está, metida debajo de los cables del monitor. La saco, le quito el polvo, la leo: "A man cannot be comfortable without his own approval".

La madre que me parió, pienso, con un papelito en cada mano, mirando a uno y a otro sin acabar de creérmelo: hay dos. ¡Hay dos! ¡Y encima de éstas! La madre que me parió.

Intento recordar por qué guardé esa galletita, precisamente esa. Y de repente lo recuerdo. No voy a molestar a mis miríadas de fans y seguidores con los pormenores de mi productividad laboral, pero el caso es que tenía que ver con el trabajo, con el hecho de haber pasado los últimos años metido en una oficina, de haber abandonado la labor creativa, de haberme encerrado en mí mismo y en mis manías, etc.

Patrañas.

Me miento a mí mismo.

Tiene que ver con que no estoy cómodo sin mi propia aprobación.

Calculo, pues, que esto marca el fin de una época. No es que ahora vaya a emprender la clásica cruzada consumista en busca de mi propia aprobación, no. Todo lo contrario: me voy a dar el aprobado ipso facto para estar más cómodo.

Se lo dije a Brian el martes por la mañana y me dijo que eran imaginaciones mías, que las galletitas de la suerte nunca se repiten. Lo invité a subir a mi oficina para ver los dos papelitos, pero dijo que estaba muy ocupado (adicto a las redes sociales, quiere que nos comuniquemos por no sé qué sistema de microblogging open source).

Se lo expliqué ayer a Igor en un mensaje larguísimo al que contestó, muy dentro de su estilo: "Te pasa por no ver la tele. Que te zurzan, rilao".

Qué se puede añadir a esas dos frases tan cargadas de sabiduría. Sí, soy un "rilao" exótico y estoy cómodo. Por voluntad propia. La lucha ha terminado. Que le den a todo.

(Ya he presentado mi renuncia en el trabajo. El jefe, encantado.)

lunes, 21 de marzo de 2011

METAR y redemption

KJFK 211251Z 17016G27KT 3SM RA BKN012 OVC019 03/00 A3026

"METAR" es un informe meteorológico rutinario. Si tienes un avión, no salgas sin haberlo escuchado. Los METAR vienen codificados y tienen una pinta horrible. El que hay ahí arriba es el del aeropuerto Kennedy de Nueva York, esta misma mañana.

Esta mañana, el METAR no era el único que tenía una pinta horrible. Para quienes no saben leer esos informes, lo descodifico:

- KJFK es el nombre del aeropuerto, según la codificación de la Organización de Aviación Civil Internacional.

- 211251Z significa que este informe es del día 21 y que la observación se hizo a las 12.51 horas del tiempo universal coordinado (también llamado Zulu), o sea, a las 7.51 am de Nueva York o a la 1.51 pm de Madrid.

- 17016G27KT quiere decir que hay viento del sur (rumbo 170) a 16 nudos (30 km/h) con rachas de hasta 27 nudos (50 km/h).

- 3SM son 3 millas (5 km) de visibilidad máxima.

- RA es lluvia, lluvia, lluvia (rain).

- BKN012 significa que hay una capa de nubes con algunos claros (BKN, broken clouds) a 1.200 pies de altitud.

- OVC019 es otra capa de nubes a 1.900 pies de altitud, pero ahí ya no hay claros (OVC, overcast, cubierto).

- 03/00 significa que la temperatura es de 3 grados centígrados y que el punto de rocío es cero. En otras palabras, uno puede afirmar que hay una humedad del carajo.

- A3026 es la presión, normal tirando a un pelín alta, lo cual significa que la lluvia no puede durar mucho.

Esta lluvia marítima con viento de hasta 50 km/h me recuerda siempre a Fernando Pessoa y su poema Chuva Oblícua, epítome de la saudade portuguesa. Me gusta, como a él, mirar los techos negros de los "brownstones" de mi barrio para ver esas flechas, esas agujas diagonales que forman una especie de visillo o velo de novia y dejar que la imaginación navegue al compás. Parece que apenas llueve, pero de los codos de los árboles chorrea abundante una savia transparente que corre luego, aceitosa, hacia las bocas rayadas de las alcantarillas.

Superada la dimensión poética de esta lluvia oblícua tan atlántica, que me fascina y me trae memorias del otro lado, el METAR de esta mañana significaba que me iba a mojar, y mucho. Hace ya casi seis años que no tengo coche. Eso curte mucho ante los elementos, aunque no lo parezca. Uno se toma la mojadura con más filosofía, la acepta como parte del afán cotidiano. Y así salí, paraguas en ristre, sin saber si el viento me dejaría mantenerlo abierto y en alto, o si lo haría pedazos en la primera esquina, como ocurre con tanta frecuencia en esta ciudad.

Me respetó el viento, pero no la lluvia. En la recta final de mis quince minutos de trayecto a pie hacia el metro, la parte baja de los pantalones y la manga izquierda del abrigo se habían empapado por completo. Entonces, al girar una esquina, apareció ella.

Ella. Ni más, ni menos. Nacida en el sur de China, emigrada muy joven y llegada al Chinatown neoyorquino en los peores años de la recesión, probablemente en 1969. Nueva York era un infierno de violencia, droga y mafia. Aquella joven hizo lo que le dijeron para sobrevivir en aquel laberinto vaporoso de calles, túneles, cocinas y factorías clandestinas. Cocinó, sirvió, limpió, cosió, vendió falsificaciones, se acostó, se levantó, aprendió inglés, condujo camionetas, compró y vendió los artículos más peregrinos que las imaginativas mentes comerciales pudieran concebir. Trabajando, y nada más que trabajando, un día de repente se vio vieja. Y los demás también la vieron vieja, e inútil. Quizá también enferma. Así que el año pasado le dieron un carrito de la compra y la mandaron por las calles a buscar latas de aluminio, botellas de plástico y cartones de bric.

¿Botellas de plástico? ¿Latas de aluminio? Sí. En el estado de Nueva York, y en otros muchos, se aprobó hace tiempo la denominada "bottle bill", una ley por la que determinados establecimientos reembolsan a los consumidores cinco céntimos por cada contenedor de ese tipo que devuelvan para reciclar. Desde entonces, y gracias a ese incentivo, se han reciclado muchísimos más envases que antes.

Y así, después de este largo viaje de sesenta años y dos continentes, ella está aquí, justo delante de mí. La lluvia oblícua cae con fuerza sobre su impermeable amarillo. Esta mujer camina con parsimonia, quizá con resignación, quizá agotada, empujando un carrito lleno hasta los topes de botellas vacías, de cuyos costados cuelgan bolsas transparentes inmensas como enormes y horrorosos quistes multicolor. Va por la calzada, junto a los coches, metiéndose por los charcos con la mirada fija en el horizonte, en apariencia impasible. Con seguridad, el METAR de hoy le trae al pairo. Lo que le importa es esta lluvia oblícua que le golpetea la espalda y le enfría las canillas y las manos. Lo que le importa es llegar, a este paso quizá dentro de una hora, al "redemption center" de Atlantic Avenue, rimbombante nombre para estas dos tristes máquinas azules donde irá metiendo una por una todas las botellas y latas para recibir a cambio cinco céntimos por cada una. Puede ser que el carrito lleno, la labor de un día, le reporte $25 o $30. Suficiente para comer, sin duda. Estirando un poco, también para comprarse ropa a fin de mes.

Parado en el semáforo, la veo alejarse hacia el sur y me da por pensar en los vagabundos de Orwell (Sin blanca en París y Londres), esos que habían tomado la decisión consciente de no trabajar, de no ser productivos. Pero este no es el caso. Este caso es peor, porque es un trabajo, y muy duro, pero es indigno y reporta un ingreso insuficiente. Me pregunto si quienes escribieron la "bottle bill" evaluaron todas las consecuencias posibles de ese incentivo, más allá de la vertiente ecológica. Quizá sí pensaron en los efectos sociales e incluso consideraron que serían buenos porque mucha gente pobre tendría la oportunidad de obtener un ingreso extra sin necesidad de rebuscar en los vertederos (solo tienen que rebuscar en las bolsas y los contenedores de basura domésticos de toda la ciudad, lo cual, quieras que no, es una mejora). Quizá no lo pensaron en nada de esto. No hay forma de saberlo. Pero si no hubiera "bottle bill", esta increíble mujer del impermeable amarillo sobreviviría haciendo cualquier otro trabajo impensable para mí y para muchos como yo.

Esta vez no tengo moraleja. Pese a la mojadura, cada vez más persistente, me olvidé de la lluvia, de Pessoa y del METAR y me hundí, como una gota más, en el charco gordo que tengo enfrente.

viernes, 18 de marzo de 2011

La lucha continúa

Cuando yo hablaba de la lucha, la B-One me contestaba que

A mí se me ocurre otra posibilidad: flotar en lo que hay, sin etiquetarlo. «La grisura» es un concepto, una etiqueta que superponemos a la experiencia, que en sí misma no tiene color.
Y bueno, en aquel momento, me quedé con la copla y pensé que no estaba mal la propuesta. Hoy, las circunstancias me hacen ver que no, que esa alternativa no es distinta: es la c) con un traje nuevo que la hace parecer más aceptable.

En primer lugar, porque referirse a una situación como "grisura" no es poner una etiqueta. Es una descripción poética y, por lo tanto, depende tanto de mí como de mi entorno, ambos mutables de un día para otro, de una hora para otra. Una valoración no es una etiqueta: valoro cuando digo "este café me gusta o no me gusta"; etiqueto cuando digo "este café es bueno o es malo" o "menuda bazofia de café" o "el mejor café que he probado en mi vida".

En segundo lugar, porque la experiencia sí tiene color en sí misma, si uno quiere describirla con colores. El color (es decir, la calidad percibida) de la experiencia es una función, bastante compleja, de muchos factores, entre los que destacan las circunstancias personales de quien la vive y las circunstancias materiales que rodean a esa persona.

En tercer lugar, y este ya es personal, porque flotar sobre una situación que percibo como intrínsecamente negativa me resulta moralmente rechazable: siento la necesidad de hacer algo. Al mismo tiempo, estoy convencido de que yo solo no puedo hacer nada y no me siento con las fuerzas suficientes como para buscar gente y organizar algo. Tampoco logro reunir el valor suficiente para largarme y abandonar este entorno que tantos problemas me genera, como han hecho ya tres colegas en los últimos doce meses. (Aquí ya tengo que explicar que me estoy refiriendo al entorno laboral.) Por último, no veo alternativas menos grises, ni dentro, ni fuera.

En resumen, me sigo quedando con d), es decir, profundizo en el dilema. Es posible que también esté desarrollando cierta insensibilidad, cosa que me preocupa. Por eso sigo hablando de ello: porque no quiero acostumbrarme.

De colofón pongo una alegre cita de una novela de Abdulrahmán Munif titulada "Cuando dejamos el puente", que me recuerda mucho a Delibes y no tanto a "El viejo y el mar" de Hemingway, como afirman los críticos:

Me dije: [estos cazadores] no se privan de nada; disparan, disparan hasta al cuervo que grazna cuando ve aparecer una silueta. Hasta al cuervo, que hoy estaba más lento y le acertaron. Oí a uno de ellos que, mientras cobraba el cuervo y lo tiraba al estanque, decía: "Vete al infierno, cuervo del demonio". Y dije para mí: "¿Y para qué lo matas, entonces?" La vida es una fiesta de muerte sin fin, pensé. El grande mata al chico. El fuerte mata al débil. Y los puentes matan a los cobardes.

viernes, 11 de febrero de 2011

La triste historia de la televisión (I)

(Texto enviado el 31 de mayo del 2006 a una lista de literatura.)

En el bendito año de 1992 vivía yo en un pueblito de la costa mediterránea de España. Se enamoró de mí una muchacha llamada Laura, linda y cariñosa, alta y esbelta, pelo negro, grandes ojos, pocas palabras. En resumen, lo que uno anda buscando.

Una noche, cuando ya hacía un mes que nos conocíamos (en todos los sentidos), le dije que se quedara a desayunar. Se quedó, y al día siguiente llegó con su maleta. Fuimos muy felices, gozamos como era de esperar dadas la edad y las circunstancias, descuidamos nuestras respectivas labores (yo, mi trabajo; ella, sus estudios), dejamos que la casa se convirtiera en un majestuoso desorden y comimos y bebimos cualquier cosa durante un mes más.

Entonces, en un aciago día de julio, ella llegó a casa con un televisor de catorce pulgadas y una antena, los conectó y se dio a la labor de sintonizar los dos canales de la televisión nacional. Dos
horas después estábamos viendo lo que pasaba en la Ciutat Olímpica de Barcelona y en la isla de la Cartuja de Sevilla, una cosa en cada canal. Pasó una hora, no sucedió nada. Pasaron dos horas; me levanté, cansado y con la espalda dolorida. Ella seguía adherida al sofá. Era como si de repente Laura pesara ciento setenta kilos en lugar de cincuenta. Era como si no me oyera cuando le decía dale mi amor, toma un juguito, lávate la cara, levántate y vayamos a hacer esto o aquello. Poseída por la sucesión de imágenes y el cambio constante (un, dos, un, dos), me contestaba con un "sí, ahora, espera que acabe esto", o "déjame ver qué hay en la dos, mira, natación, me encanta".

Marché al bar, en solitario. Como de costumbre, Igor estaba allá, en nuestra mesa habitual, así que hablé y me desahogué. "Estás jodido, hermano", me dijo cuando terminé de explicarle. Contó que había pasado por una experiencia similar con un compañero de habitación en Italia y que se sentía capaz de predecir lo que iba a suceder. "Está infectada y no hay antídoto. Tienes que decidir cómo vas a deshacerte de ella", sentenció. Yo le pregunté si se refería al televisor o a Laura, y él me conestó lo que yo temía. "No quiero dejar a una mina como esa por un problema tan idiota", protesté. "Mira, mira", contestó él, señalando a la gente que poblaba el bar, todos ellos con el cuello torcido hacia atrás para mirar la pantalla que había en la esquina del fondo; "no subestimes a tu enemigo". Me ofreció su asistencia para eliminar el problema, pero insistí en que estaba exagerando. Nos despedimos temprano.

Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Laura no había llegado todavía de la universidad. Desconecté el artefacto maligno, con todo y antena, lo agarré y lo saqué a la puerta de la casa, convencido de que no pasarían ni diez minutos sin que alguien lo viera y se lo llevara sin preguntar. Asunto arreglado.

Ignorante de mí. No me di cuenta de que todo el mundo tiene ya un televisor, y que aquel aparatito de 14 pulgadas no lograría llamar la atención del más pobre de los rateros del barrio. A las ocho entró Laura con el televisor en brazos, dispuesta a colocarlo de nuevo en su sitio y protestando por mi osadía. Me puse delante de la mesita y le dije, como en las películas, que eligiera: "o el televisor, o yo". Me miró, se rió, me dijo que yo era lindo y divertido y que me quería tanto, me ablandó, se colocó de lado para darme un beso, pasó por un rincón abriéndose paso con la cadera, dejó el televisor en su lugar y, antes de conectarlo, me obligó a rendir mis armas ante su ternura.

Me dejó medio dormido en una esquina de la cama, entró un momento al baño y luego volvió corriendo a la sala para conectar de nuevo aquel pozo de imágenes y sonidos. Al rato me levanté. Hice la cena solo, la llamé una vez, dos veces para empezar a comer, pero había bailes folklóricos en el pabellón de Hungría y no me escuchó. Cuando terminé, pasé a su lado para irme a la cama y ahí sí, me detuvo. Me preguntó por qué no le había avisado de la cena. Le dije. Se extrañó. Sacudí la cabeza y me fui a acostar con una Rolling Stone del año pasado que encontré tirada en el pasillo. No pude leer. No pude dormir. Cuando oí que se servía la cena, me asomé por ver de acompañarla, pero se llevó el plato al sofá y siguió mirando la pantalla mientras comía.

Me puse un pantalón y unas playeras y salí a la calle por la ventana sin hacer ruido. Tenía que hablar con Igor.

martes, 8 de febrero de 2011

Organización, organización

Estaba leyendo un artículo sobre Queequeg, el isleño tatuado de Moby Dick (Herman Melville) que tan bien representa el momento cumbre de la figura del noble salvaje en la literatura romántica, cuando me topé con una cita de The Prelude de Wordsworth que me pareció interesante:
But in the very world which is the world
Of all of us, the place in which, in the end,
We find our happiness or not at all.
y decidí seguir, pero mientras leía el poema de Wordsworth me topé con otros versos que me llamaron la atención por ser representativos de otra rama del romanticismo, en este caso la política:
When the world travels on a beaten road,
Guide faithful as is needed, I began
To think with fervour upon management
Of nations, what it is and ought to be,
And how their worth depended on their Laws
And on the Constitution of the State.
O pleasant exercise of hope and joy!
En otras palabras, el objeto de esta parte del poema es el análisis de las formas de gobierno y la redacción de las leyes y constituciones. Ahí es nada.

Ese entusiasmo por el estudio de la institucionalidad, que casi dos siglos después goza de excelente salud tanto en el Reino Unido como, sobre todo, en los Estados Unidos, no ha sabido hacerse un hueco en los países hispanohablantes que yo conozco. De hecho, creo que debe de haber pocos países en el mundo que muestren la pasión burocrática y archivística que tienen los Estados Unidos, si es que hay alguno.

Podría ponerme a contar el resto de la divagación, que me llevó a leer textos de Jovellanos, Bolívar y unos cuantos más (tenemos nuestras excepciones, como es natural), pero prefiero no ponerme pesado. Para cerrar el círculo que abrí en el primer párrafo, me atrevería a decir que toda la primera parte de Moby Dick es, en realidad, una larguísima descripción de cómo se establece, se funda (constituye) y se reglamenta una mínima nación independiente, a saber, el barco ballenero Pequod. En esa nación viven durante dos años unos cincuenta ciudadanos y es ahí, en ese microcosmos constituido por el escritor, donde se desarrolla la historia principal de la novela. Sin esas 200 o 300 páginas iniciales en las que redacta la constitución, las leyes y las jerarquías del barco y de cada uno de sus individuos, Melville no habría podido encontrar jamás a la ballena blanca.

Una de las cosas que echo en falta en la literatura actual es precisamente esta: la labor, con frecuencia tediosa, de explicar con mayor o menor detalle al lector cómo funciona el mundo en el que va a suceder todo lo demás. En la literatura clásica, esta parte de la escritura es fundamental, hasta el punto de que ciertas obras se consagran casi exclusivamente a eso, es decir, a construir y describir un sistema o una organización social o humana.

Por el contrario, en la mayor parte de las novelas actuales se sobreentiende que el lector conoce y reconoce tanto el lugar de los hechos como su organización subyacente. Pienso que esa perspectiva es un error, por dos razones: a) las diferencias sociales y culturales son, a menudo, mucho más profundas de lo que nos hacen ver los medios audiovisuales (incluso entre países desarrollados, incluso entre regiones de un mismo país); por lo tanto, la omisión empobrece el texto, y b) la explicación, e incluso la repetición, de cosas sabidas nunca ha estorbado en la literatura; más bien al contrario, en muchas ocasiones ayuda al lector a no perder el hilo o a familiarizarse con los hechos o los personajes.

En cuanto a lo que dice el autor del artículo inicial sobre la posibilidad de que Melville sea precursor de Borges, no digo nada, que yo a Borges no lo he leído.

viernes, 4 de febrero de 2011

Mundo de cristal

La lluvia helada es uno de los muchos caprichos que se permite la naturaleza. Para que se produzca, la temperatura del aire tiene que fluctuar durante bastantes horas entre 1º C y -1º C, y debe haber inversión térmica (es decir, el aire debe estar un poco más caliente a un km de altura que al nivel del suelo). En esas circunstancias, la mayor parte de la condensación (precipitación) cae en forma de líquido, o sea, lluvia, pero como la mayoría de las cosas siempre están más frías que el aire, y como el viento que traen las precipitaciones contribuye a enfriarlas un poco más, las gotas de lluvia se congelan nada más tocar las ramas, las hojas, las vallas, los coches. El resultado es un gran pastel de fondant blanco que lo cubre todo con una capa crujiente.

La lluvia helada es también una potente fábrica de maldiciones y juramentos. Imagínese la situación siguiente: el hermoso fondant cae sin pausa durante doce horas, empezando a medianoche y terminando a mediodía. Para las ocho, cuando casi todos salimos de casa rumbo al colegio, al trabajo o a lo que sea, el suelo es una pista de patinaje (para los que caminamos), el coche es un bloque compacto e irrompible (para los que van en coche), las escaleras del metro amenazan con provocarnos incapacidad permanente. La lluvia que nos va cayendo encima está, literalmente, a temperatura de congelación. Uno se resigna, pero en su fuero interno abomina de esa sensación de frío y humedad, de los pantalones empapados hasta más arriba de la rodilla, de los empujones, de los trenes que se retrasan, de los coches que salpican, de los paraguazos.

Y aun así, la ciudad está tan bella que no podemos por menos que mirarlo todo, tocarlo todo, acariciar esa tersura vidriosa, esa textura pasmosa, esa capa de cristal interminable que, durante un día, convierte nuestro mundo en una inmensa bandeja de fruta escarchada. Cada vez que nos es dado levantar la mirada, sentimos que queremos más. Que no se termine esta magia, que no salga el sol, que no llegue el deshielo, que el mundo siga siendo de cristal un minuto más. Y que nadie lo rompa.

(Fotos de E. B.)

jueves, 27 de enero de 2011

Dejen las bibliotecas en paz. Ustedes no entienden lo que valen.

Discurso pronunciado por Philip Pullman durante un encuentro de apoyo a las bibliotecas públicas de Oxfordshire. El gobierno de esa región tiene previsto reducir a la mitad el número de bibliotecas en funcionamiento. Traducción libre. Originales íntegros publicados en FalseEconomy y OpenDemocracy.

No hace falta que yo les dé datos. Todos ustedes están al corriente de la situación. El gobierno, en la dickensiana persona del Sr. Eric Pickles [actual ministro de administraciones locales del Reino Unido], ha reducido la cantidad de dinero que entrega los gobiernos regionales y ha delegado en esas autoridades la responsabilidad de hacer las economías correspondientes. Algunas de esas autoridades han reaccionado con entusiasmo y otras no tanto; algunas han decidido proteger el servicio de bibliotecas y otras lo han mutilado como aquel fanático obispo Teófilo que, en el año 391, destruyó la biblioteca de Alejandría y sus cientos de miles de libros de texto e investigación.

Aquí, en Oxfordshire, se nos amenaza con clausurar 20 de las 43 bibliotecas públicas que tenemos. El Sr. Keith Mitchell, líder del consejo regional, dijo la semana pasada en el Oxford Times que los cortes eran inevitables y nos pidió que propusiéramos alternativas. ¿Por dónde cortaríamos nosotros? ¿Sacrificaríamos los servicios a la tercera edad? ¿Daríamos el tijeretazo a los servicios para los jóvenes?

Yo creo que no debemos aceptar esa invitación. Recortar servicios no es nuestro trabajo. Pero su trabajo es proteger esos servicios.

También creo que no debemos reaccionar a la peregrina idea de que las bibliotecas pueden seguir funcionando si se les dota de personal voluntario. Vaya un despropósito paternalista. ¿Cree que el trabajo de bibliotecario es tan simple, tan vacío de contenido, que cualquiera puede entrar allí y hacerlo a cambio de una palmadita en la espalda y una taza de té? ¿Cree que un bibliotecario no hace otra cosa que ordenar los estantes? ¿Y quiénes son esos voluntarios? ¿Quiénes son esas personas con esas vidas tan ociosas, con una cantidad de tiempo libre tan vasta como las interminables estepas del Asia central, sin familias que atender, sin trabajos que hacer, sin responsabilidades de ningún tipo, y aun así tan ricos que todas las semanas pueden disponer de varias horas para trabajar a cambio de nada? ¿Quiénes son esos voluntarios? ¿Conocen a alguien que se presentaría voluntario para un puesto así? Si hay alguien con el tiempo y la energía necesarios para trabajar a cambio de nada por una buena causa, lo más probable es que ya esté ocupado en uno de los centros de día del sector voluntario, o administrando un equipo de fútbol de su pueblo, o ayudando a la liga de amigos de un hospital. ¿Cómo los van a persuadir de que dejen eso y se pongan a trabajar en una biblioteca?

Sobre todo porque el consejo tiene la esperanza de que el servicio de juventud, que también va a perder otros 20 centros, se dote de (¿adivinan qué?) voluntarios. ¿Son esos voluntarios los mismos, o un grupo distinto?

Esta es la gran sociedad. Tiene que ser grande para que haya tantos voluntarios.

Ante las narices de esos voluntarios imaginarios se agita un premio. Nos dicen que si alguien quiere salvar las bibliotecas, tendrá la oportunidad de presentar una oferta de servicios y optar a una cantidad de dinero del erario público. Tendremos que estar atentos y pedirlo, como perrillos, y menear la cola si conseguimos hincarle el diente.

La suma que se mencionó inicialmente era de 200.000 libras. Si la dividimos entre las 20 bibliotecas que está previsto cerrar, salen 10.000 libras para cada una, que no me parece gran cosa. Pero, por supuesto, no se va a dividir en partes iguales. Unas ofertas serán aceptadas y otras rechazadas. Después llega la trampa: se anuncia un “generoso” incremento del monto al que se opta con las ofertas. No son 200.000, sino 600.000 libras. Gran victoria para los voluntarios. ¡Hemos “ganado” un poco más de dinero!

Un momento, vamos a ver. Esas 600.000 libras no son para las bibliotecas. Resulta que esa suma es para todo aquel que esté haciendo algo. Si todos los voluntarios se ponen a presentar ofertas como locos, las 600.000 libras se acabarán muy pronto. Un centro de día por aquí, un transporte especial por allá, un curso de alfabetización de adultos por acullá, todos ellos repletos de astutos voluntarios presentando ofertas como locos, y en menos que canta un gallo el monto disponible para las bibliotecas quedará reducido de repente. ¿Por qué habrían de quedarse las bibliotecas con nada menos que un tercio del dinero social?

Para simplificar, supongamos que la cosa va solo de bibliotecas. Imaginemos dos comunidades a las que se ha anunciado que su biblioteca va a cerrar. Una está poblada por gente con holgadas pensiones, gran cantidad de tiempo disponible, extensa experiencia en el uso de programas de planificación y ese tipo de cosas, conexiones de banda ancha en cada hogar, dos coches en cada garaje, sistemas de vigilancia vecinal en cada esquina, todos organizados y listos para poner manos a la obra. A mí me gusta la gente de ese tipo: son la espina dorsal de muchas comunidades. Me parecen bien, tanto ellos como su deseo de hacer algo positivo por sus pueblos y sus barrios. No les quiero hacer de menos.

El caso es que esta gente tiene ciertas ventajas que la otra comunidad, la segunda de las dos que decía, no tiene. Allí, la gente no tiene trabajo, hay muchísimos hogares en los que solo hay un adulto, hay madres jóvenes que batallan diariamente para cuidar a sus bebés. En cuanto a la banda ancha y los dos coches, puede que tengan un ordenador viejo y lento y, con un poco de suerte, una furgoneta antigua y desvencijada. Le tienen terror a la inspección técnica. Para estas personas, organizar un viaje al centro de Oxford supone mucho tiempo y enormes esfuerzos de negociación familiar, conseguir que los niños se abriguen, preparar el cochecito del bebé y la pañalera y demás. El autobús tampoco sale gratis, claro, ya se lo pueden imaginar. ¿Cuál de esas dos comunidades logrará organizar una oferta de servicios para financiar la biblioteca de su barrio?

Una de las pocas cosas que, en el momento actual, hacen más soportable la vida de la madre joven de la segunda comunidad es la sesión semanal de lectura en la biblioteca del barrio, que queda cerca de casa. Puede ir andando con los dos bebés y pasar un rato sentada en un lugar cálido, limpio, seguro y agradable, un lugar en el que tanto ella como sus niños son bienvenidos. Pero, ¿tiene esa mujer, o alguna de las madres o de los ancianos que usan la biblioteca, todo ese caudal de bienestar y confianza social y conexiones políticas y experiencia administrativa y tiempo libre y energía que les permitirían presentarse voluntarios en las mismas condiciones que la gente de la primera comunidad? ¿Y cuánta gente podría presentarse voluntaria para ese trabajo, cuando tienen ya tantísimas cosas que hacer?

Lo que personalmente considero odioso de esta cultura de las ofertas públicas es que pone a un grupo, o a una escuela, en contra de otro. Si uno gana, el otro pierde. Siempre me ha parecido odioso. Esto empezó cuando abandoné la docencia, hace 25 años. Ya entonces pude ver el derrotero por el que iban las cosas. En cierto modo es una forma de eludir la responsabilidad. Elegimos con nuestro voto a ciertas personas para que tomen decisiones, pero resulta que esas personas no quieren tomar decisiones e instituyen este despropósito de las ofertas de servicios con las que, a la postre, no se les puede responsabilizar del resultado: “bueno, si la comunidad tenía verdadero interés en esto, debería haber presentado una oferta mejor; no puedo hacer nada al respecto, tengo las manos atadas”.

El proceso siempre acaba con la victoria de un lado y la derrota del otro. Está diseñado así. Es una importación de los peores excesos del fundamentalismo de mercado al territorio que siempre había estado a salvo de ellos, a esa parte de nuestra vida pública y social que no se había visto sometida nunca a la presión comercial del tener que ganar o perder, sobrevivir o morir, que es la esencia misma de la religión del mercado. Como todos los fundamentalistas cuyas manos frías y húmedas manejan los resortes del poder político, los fanáticos del mercado van a acabar con todos los sectores humanos, revitalizadores, generosos, imaginativos y dignos de nuestra vida pública. Yo creo que poco a poco nos vamos percatando de la verdad que subyace a esos fanáticos del mercado y a su credo. Vemos ahora que el viejo Carlos Marx ponía el dedo en la llaga cuando señalaba que el mercado acabaría por destruir todo lo que conocemos, todo lo que consideramos sólido y seguro. Es el disolvente más potente que se conozca. “Todo lo que es sólido se diluye en el aire”, dijo, “todo lo que es sagrado se profana”.

El fundamentalismo del mercado, esta locura que ha infectado a la raza humana, es como un fantasma avariento que acecha en las salas de reuniones, los consejos y los comités desde los que se dirigen hoy día los destinos de este mundo.

En el mundo que yo conozco, el mundo de los libros, las editoriales y las librerías, era frecuente que un editor leyera un libro, le gustara y lo publicara. Justificaba su decisión en la calidad del texto y en su previsión de si el autor sería capaz de escribir más libros. A veces el libro vendía montones de ejemplares y a veces no, pero no importaba mucho porque el editor sabía que los escritores necesitan publicar tres o cuatro libros para encontrar su voz narrativa y captar la atención del público. Ciertos editores de éxito sabían que determinados escritores jamás se venderían bien, pero los seguían publicando porque les gustaban. Era una labor humana administrada por seres humanos. El asunto eran los libros, y quienes trabajaban en editoriales y librerías consideraban que los libros eran reflejos del espíritu humano: cápsulas de deleite, de consolación o de conocimientos.

Eso se acabó cuando el fantasma avariento de la locura del mercado se hizo con el control del mundo editorial. Las editoriales las dirigen hombres de negocios, no hombres de letras. El fantasma avariento les susurra al oído: ¿por qué publicas a ese hombre? No se vende lo suficiente. No lo publiques más. Mira la lista de ventas del año pasado: más de la mitad no llegó a best seller. Este año tienes que publicar solo best sellers. ¿Por qué publicas a esa mujer? Solo le gusta a un grupo minoritario. Las minorías no nos van bien. Queremos duplicar los beneficios de cada uno de los libros que publiquemos.

Así, las decisiones se toman por motivos errados. La felicidad y el gozo no cuentan; los libros se publican no porque sean buenos, sino porque se parecen a los que están en las listas de best sellers, porque el único criterio es el beneficio.

El fantasma avariento está por todas partes. Ese edificio de oficinas no da suficiente dinero: derríbalo y construye pisos. Los pisos no dan suficiente dinero: échalos abajo y pon un hotel. El hotel no da suficiente dinero: desmantélalo y abre unos multicines. Los multicines no dan suficiente dinero: cárgatelo y construye un centro comercial.

El fantasma avariento entiende muy bien el concepto de beneficio, y eso es lo único que es capaz de entender. No comprende las iniciativas que no dan beneficio alguno porque no se han creado con esa finalidad, sino para otra. Es incapaz de entender, por ejemplo, las bibliotecas. A ver, esa sucursal: ¿cuánto dinero ganó el año pasado? ¿Por qué no suben las multas por retrasos? ¿Por qué no cobran las tarjetas de biblioteca? ¿Por qué no cobran las búsquedas por el catálogo? Las reservas, las reservas: tendrían que cobrarlas mucho más caras. Esos estantes de ahí, ¿qué tienen? ¿Filosofía? ¿Y cuánta gente los consultó la semana pasada? ¿Tres? Vacíen esos estantes y pongan biografías de famosos.

Para eso piensa el fantasma avariento que son las bibliotecas.

Por supuesto que no voy a culpar al consejo regional de Oxfordshire del colapso de la dignidad social que se está produciendo en todo el mundo occidental. El consejo tiene amplios poderes y gran autoridad, pero no tanta. El origen de la situación actual se remonta a un tiempo pasado y a una jerarquía superior, más allá de la flamante oficina que ocupa hoy el Sr. Keith Mitchell [Director del consejo regional de Oxfordshire]. Es todavía más antigua y poderosa que la eminente, por no decir monumental, figura de Eric Pickles. Para encontrar el verdadero origen habría que hacer un largo viaje al pasado, y no sería descabellado hacer una primera parada en Chicago, cuna de la famosa Chicago School of Economics, que fomentó la libertad a ultranza del mercado y la reducción extrema del tamaño del gobierno.

Se podría ir un poco más atrás, hasta fines del siglo XIX, y echar una mirada al concepto de “organización científica del trabajo”, término con que se hacía referencia a la idea de Frederick Taylor de que uno podía conseguir que un empleado trabajara más si dividía la labor en partes mínimas, calculaba cuánto se tardaba en hacer cada cosa, y así sucesivamente. En otras palabras, la transformación de la confección humana en producción mecánica en masa.

Uno podría continuar viajando hacia el pasado hasta bien entrada la prehistoria. La fuente primigenia es, probablemente, la tendencia que tenemos algunos de nosotros, y que es parte de la herencia psicológica de nuestros ancestros más distantes, la tendencia, digo, a buscar soluciones radicales, verdades absolutas y respuestas abstractas. Todos los fanáticos y fundamentalistas comparten esa tendencia, que a los demás nos resulta tan extraña y desagradable. La teoría dice que deben hacer tal y cual cosa, y ellos la hacen sin tener en cuenta las consecuencias humanas, y mucho menos el costo social o el terrible daño que sufre el tejido de todo lo digno y lo humano.

Me temo que esos fundamentalistas van a estar siempre entre nosotros, de una forma o de otra. Lo que hay que hacer es mantenerlos lo más lejos posible de los resortes del poder.

Quiero terminar volviendo a las bibliotecas. Me gustaría decir algo sobre mi relación personal con las bibliotecas. Al parecer el Sr. Mitchell piensa que los escritores solo defendemos las bibliotecas porque somos parte interesada, es decir, que nos metemos en el asunto por dinero. Yo esperaba que, con arreglo a las normas del debate público, se presentaran argumentos sustantivos antes de llegar a la descalificación personal. El hecho de que el Sr. Mitchell haya utilizado tan pronto este recurso es un claro indicio de que no tiene mucha fe en el resto de sus planteamientos.

No, Sr. Mitchell, no es por dinero. Lo hago por amor.

Aún recuerdo mi primer comprobante de biblioteca. Debió de ser allá por 1957. Mi madre me llevó a la biblioteca pública que quedaba al final de Battersea Park Road y me inscribió. Yo estaba emocionado. ¡Tantísimos libros, y me dejaban llevarme los que quisiera! Me acuerdo de algunos de los primeros libros que saqué y que me cautivaron: los libros de los Mumin, de Tove Jansson; una novela infantil francesa titulada Cien millones de francos. ¿Por qué me gustaban? ¿Por qué los leía una y otra vez y los sacaba cada dos por tres? No lo sé, pero menudo regalo para un niño, la oportunidad de descubrir que se puede amar un libro, que se pueden amar los personajes que hay en él, que se puede hacer amigo de ellos y vivir sus aventuras con la imaginación.

¡Y el secreto! ¡La bendita intimidad! Nadie puede interponerse, nadie puede invadirte, nadie sabe siquiera lo que está pasando en ese maravilloso espacio que se abre entre el lector y el libro. Ese espacio, abierto y democrático, lleno de vibraciones, lleno de euforia y de miedo, lleno de estupefacción, donde las propias emociones e ideas se te devuelven clarificadas, magnificadas, purificadas y con más valor. Eres ciudadano de ese gran espacio democrático que se abre entre el libro y tú. Y la institución que te dio el libro es la biblioteca pública. ¿Cómo podría yo transmitir la magnitud de ese regalo?

En algún lugar de Blackbird Leys, en algún lugar de Berinsfield, en algún lugar de Botley, en algún lugar de Benson o en Bampton, por mencionar solamente los nombres de las comunidades que empiezan por B y cuyas bibliotecas van a ser clausuradas, en algún lugar de cada una de esas comunidades hay ahora mismo un niño, muchos niños como yo, en mis años de Battersea, niños que solo necesitan hacer ese descubrimiento para darse cuenta de que ellos también son ciudadanos de la república de la lectura. Solo la biblioteca pública les puede hacer ese regalo.

Un tiempo después vivíamos en el norte de Gales, donde había una biblioteca móvil que circulaba por los pueblos y venía a nuestra zona cada quince días. Supongo que yo tendría unos dieciséis. Un día vi una novela cuya portada me intrigó, así que me la llevé, sin saber nada del autor. Se titulaba Balthazar y era de Lawrence Durrell. El Cuarteto de Alejandría (volvemos otra vez a Alejandría) era muy famoso por aquel entonces; muy valorado, muy inflado por la crítica. Ahora no está tan bien considerado, pero no tengo por costumbre despreciar lo que me ha gustado en el pasado, y me enganché a este libro y a los otros (Justine, Mountolive y Clea), que me apresuré a leer a continuación. Adoraba aquellas historias de gente bohemia, rica y cosmopolita que tenía sus aventuras amorosas y hablaba de la vida y del arte y otras cosas en aquella hermosa ciudad. Otro estupendo regalo de la biblioteca pública.

Después vine a Oxford para estudiar en la universidad y se abrieron ante mí, en teoría, todos los tesoros de la Biblioteca Bodleiana, una de las mejores del mundo. En la práctica, no me atreví a entrar. Me intimidaba aquella grandeza. No me acostumbré a moverme por la Bodleiana hasta mucho más tarde, cuando ya era adulto. La biblioteca que usé en mi época de estudiante fue la vieja biblioteca pública que está en la parte de atrás de este mismo edificio. Si hay alguien aquí que sea tan viejo como yo, supongo que la recordará. Un día vi un libro de un escritor al que no había oído mencionar nunca, Frances Yates. Se titulaba Giordano Bruno y la tradición hermética. Lo leí, cautivado y asombrado. Me cambió la vida, o por lo menos modificó el rumbo de mi desarrollo intelectual. Cambió sin duda la novela con que andaba trasteando, la primera, en lugar de prepararme para los exámenes finales. Una vez más, un descubrimiento trascendental en mi vida, que se produjo únicamente gracias a que existía una enorme sala llena de libros en la que yo tenía permiso para entrar cuando quisiera y sacar cualquiera de ellos.

Un último recuerdo, en este caso de hace apenas un par de años: estaba tratando de averiguar por dónde discurren todos los ríos y arroyos de Oxford para un libro que estoy escribiendo, El libro del polvo. Fui a la Biblioteca Central y allí, con la ayuda de un avispado miembro del personal, me las arreglé para dar con varios mapas antiguos que me mostraron justo lo que quería saber. Los fotocopié y ahora están clavados en la pared de mi cuarto, donde puedo ver exactamente lo que necesito.

Otra vez la biblioteca pública. Sí, estoy escribiendo un libro, Sr. Mitchell, y sí, espero hacer algún dinero con él. Pero no alabo el servicio de las bibliotecas públicas por dinero. Les tengo cariño a las bibliotecas públicas por lo que me hicieron cuando era niño y estudiante y adulto. Les tengo cariño porque su presencia en un pueblo o en una ciudad nos recuerda que ciertas cosas son ajenas al beneficio, cosas de las que el beneficio no entiende, cosas que tienen el poder de confundir al fantasma avariento del fundamentalismo de mercado, cosas que nutren la dignidad cívica y el respeto del público por la imaginación, el conocimiento y el valor de los placeres sencillos.

Por eso tengo cariño a las bibliotecas, y lo mismo les pasa a los habitantes de Summertown, Headington, Littlemore, Old Marston, Blackbird Leys, Neithrop, Adderbury, Bampton, Benson, Berinsfield, Botley, Charlbury, Chinnor, Deddington, Grove, Kennington, North Leigh, Sonning Common, Stonesfield, Woodcote.

Y de Battersea.

Y de Alejandría.

Dejen en paz las bibliotecas. Ustedes no entienden el valor de lo que tienen a su cargo. Es demasiado precioso para destruirlo.

Mire, yo fumo y fumo mucho

«La literatura se aposentó en mis entrañas como un virus contra el que no caben defensas ni se ha inventado aún la vacuna. Me poseyó y me posee con esa entereza de algunos amores y algunas mujeres, no me ha soltado jamás, no me ha dejado libre, pero me ha exigido serlo ante el resto de las cosas reales». Palabras de Torrente Ballester que saludan al visitante, palabras que enmarcan el retrato que le hiciera el pintor Damián Flores, que sirve de pórtico a la muestra y que también tiene su anécdota: acabado el cuadro, el escritor le recordó al pintor: «Mire, yo fumo y fumo mucho». Y a Flores no le quedó más remedio que añadir un cigarrillo en la mano de don Gonzalo.

(Publicado en el ABC de hoy; envidio de antemano a todos los que puedan visitar esa exposición)

martes, 25 de enero de 2011

Monstruos y pesadillas

Comparto con Sir Paul McCartney la admiración por un grupo musical muy joven llamado MGMT. Proceden de una zona del mundo que conozco bien y su música, que considero original y sorprendente, me atrae mucho.

Hace unos días busqué el vídeo de una de sus canciones más conocidas, Kids. Nada más empezar a verlo, me topo con una sorpresa: una cita atribuida a Mark Twain que, en realidad, es de Federico Nietzsche:

«Aquel que lucha con monstruos, cuídese de no llegar a ser monstruo a su vez. Y si miras por mucho tiempo un abismo, el abismo también mira dentro de ti.»

La segunda sorpresa es el vídeo en sí mismo. Creo que basta con verlo para entender por qué me sorprendí. MGMT tiene fama de hacer vídeos de gran impacto visual (véase otro, también famoso, de su canción Time to pretend) y en Kids han cubierto el cupo con creces. Hay que reconocer que el montaje le va muy bien a la letra de la canción. Entre los temas recurrentes del grupo están la nostalgia por la infancia perdida, la adolescencia mal asumida, la búsqueda constante de frustraciones infantiles que expliquen algo del comportamiento de los jóvenes actuales y cosas por el estilo.

Me puse a mirar los comentarios al vídeo en dos sitios muy populares, Vimeo y Youtube. En Vimeo, casi todos los participantes subrayaban los elementos creativos del montaje y el mensaje subyacente. Algunos mencionaban lo perturbador que resulta ver a un bebé rodeado de monstruos por todas partes, pero no lo criticaban per se, como sí sucedía, y con mucha fuerza, en los comentarios de Youtube. En este último sitio, los mensajes se centraban en el sufrimiento del bebé, criticaban el carácter absurdo del vídeo y, en general, evitaban entrar en mayores detalles.

Hubo uno que me llamó la atención. Decía algo así como: «buf, esto no es nada: si queréis ver algo fuerte, buscad el vídeo Born Free de M.I.A.».

Creo que ya he hablado de M.I.A. Es una cantante nacida en Sri Lanka que ahora mismo vive más o menos en el mismo sitio que MGMT y que yo. Su padre se dedicaba a la política y murió de forma violenta en su país de origen. La familia pertenece a la minoría tamil. Sus creaciones están repletas de respuestas a la violencia que se vive desde hace décadas en su país y, en general, de denuncias contra todas las actitudes represivas y agresivas que hay por el mundo. Su música tiene un componente de provocación política muy molesto para los estadounidenses, los británicos y algunos más. El vídeo que cito más arriba se puede ver en Vimeo, pero en Youtube está restringido con las mismas etiquetas que ciertas cosas como la pornografía, por ejemplo. Es muy violento, y con un mensaje tan diáfano que no hay que explicar nada. Basta con verlo.

En los comentarios a este vídeo sucede algo parecido a lo que vi en el de MGMT: mientras en Vimeo se abren diversos frentes de debate, casi todos constructivos, tanto sobre los valores estéticos del vídeo como sobre sus muchas dimensiones interpretativas, en Youtube casi todo el público se deja arrastrar por un solo hilo, el de la discriminación, y por supuesto el debate muere en el absurdo más lamentable.

Soprende saber que este vídeo está restringido (no prohibido, como se dice por ahí), mientras miles y miles de otros vídeos comerciales como éste de Faster no sólo se emiten para todos los públicos sino que van precedidos por un cartel de la institución de censura estadounidense en la que se dice que es válido "para el público apropiado", sin especificar cuál es ese público apropiado. Vale decir que en este último no se ve a una pareja en la intimidad de su dormitorio ni se ve cómo salta la sangre de las personas que son abatidas a tiros pero, ¿qué hay del mensaje subyacente? El mundo está saturado de películas como esta y, sin embargo, los vídeos que se censuran son los que presentan el tipo de violencia que queda al margen de la estética oficial. Los demás se divulgan con un moderno nihil obstat cinematográfico.

Al mismo tiempo, en una plataforma tan enrarecida por la autocensura como Youtube, me sigue resultando facilísimo ver vídeos de entrenamiento de terroristas en Somalia, Iraq, Afganistán, Daguestán, Chechenia y muchos otros sitios, con bellísimas canciones de estilo nashid. No es que me guste: es que espero que en algún momento los responsables de Youtube acaben por poner coto a quienes publican esos materiales. Si uno busca un rato más (digamos veinte minutos), puede ver operaciones de sabotaje completas, tiroteos, voladuras de infraestructuras, ataques contra soldados de ejércitos y milicias diversos y, por supuesto, ejecuciones, muchas ejecuciones reales, vejación de cadáveres y yo qué sé cuántas cosas más. En Youtube. Sin etiquetas ni banderitas, abierto a todo el personal.

Me pregunto, pues, a qué estamos jugando. Hay cientos de comentarios que critican a los monstruos imaginarios que asustan a un bebé en el mismo sitio web en el que se puede uno pasar horas viendo ejecuciones sumarias reales, y en estas últimas no hay más que comentarios de apoyo, alabanza y gracias a Dios. Nos obcecamos en analizar la ética de una serie de imágenes que son producto de la imaginación de alguien, denostándolas por violentas, mientras damos la espalda al hecho incontrovertible de que hay millones de personas que no hacen más que imaginar cómo será vivir un día sin violencia.

Decía en un post anterior que estaba leyendo Los cuatro jinetes del apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez. Hace unos días lo terminé, pero aún no he escrito nada al respecto. Ahora, con todas estas reflexiones, se me ocurre decir que las imágenes de la primera guerra mundial que describe el autor del libro se comparan bien con lo que he estado viendo esta noche en Youtube por cortesía de los combatientes islamistas. Blasco Ibáñez lamenta que a principios de siglo se hubiera perdido el concepto antiguo de "guerra entre caballeros" y se recurriera al salvajismo, sobre todo por parte de los alemanes. Yo creo, en primer lugar, que Blasco Ibáñez no había estado en ninguna guerra antes de estar en esa y, por lo tanto, no tenía elementos de juicio. En segundo lugar, pienso que las guerras antiguas no fueron más humanas ni más dignas que las del siglo XX, sino distintas. Los refinamientos de crueldad que describe, por ejemplo, el premio Nobel de literatura Ivo Andric en su impresionante novela Un puente sobre el Drina, no tienen parangón con lo visto en las trincheras del Marne. No puedo evitar, al recordar ese libro, la descripción pormenorizada del empalamiento de un mozo del pueblo a manos de los verdugos turcos.

Del mismo modo, todas estas guerras no declaradas que se libran ahora mismo en el mundo no me parecen ni más humanas, ni más crueles que lo leído en los jinetes y en muchos otros libros sobre la guerra. Es, para decirlo en pocas palabras, el mismo horror. Por eso es importante que todos, desde los novelistas españoles decimonónicos hasta las cantantes tamiles del siglo XXI, digamos con claridad que todas las guerras son la misma mierda, sobre todo ahora que los políticos que hace cinco o diez años echaban pestes de ciertos conflictos malditos los han justificado, amparado, potenciado y financiado sine die.

El niño del vídeo de MGMT llora, muerto de miedo, entre monstruos. Es natural. La gente que escribe en los comentarios afirma que eso es muy cruel. No les falta razón, pero eso es una imagen, y esa imagen afirma o denuncia, a mi modo de ver, que medio mundo vive así, rodeado de monstruos, y que a esas personas ni siquiera le es dado llorar y buscar los brazos de su mamá.

jueves, 13 de enero de 2011

Atentados de primera, segunda y tercera clase

En un rincón perdido de una zona poco recomendable de un país en decadencia, las actividades de un enfermo de esquizofrenia y un armero sin escrúpulos desembocaron en un incidente lamentable en el que perdieron la vida varias personas. Entre los heridos había una representante del congreso de ese país.

Por motivos que no se me escapan, pero de los que no me quiero ocupar ahora, el mundo entero se puso a debatir quiénes tenían la culpa de lo que había pasado. Mientras el debate arreciaba en la superficie y las más altas autoridades del país en decadencia expresaban su consternación y declaraban su inquebrantable voluntad de hacer esto y aquello y lo de más allá, yo pensaba que lo mejor para evitar que a uno le afecten esos casos es alejarse todo lo posible de aquella zona perdida del mundo en la que prácticamente todos tienen una pistola o más. Largarse del país en decadencia. Y así, sumido en meditaciones perogrullescas y poco realistas, iba llegando al fondo del andén de la estación de la calle 14 (dirección sur), donde creía entrever un bulto del tamaño aproximado de un humano tendido sobre el costado.

Pensé de inmediato en esas campañas que veo en el metro y que alientan al ciudadano a dar la alarma si ven algún objeto sospechoso en las vías, en los túneles o en cualquier parte de las estaciones. Son graciosas esas campañas, porque el sistema de metro de esta ciudad está tan decrépito y abandonado que hay grandes acumulaciones de basura y desperdicios por todas partes. Si alguien quisiera atentar, poner una bomba, como en Madrid y en Londres, no tendría más que apartar un poquito una de las inmensas bolsas de basura que hay tiradas por todas partes y colocar un paquete. O ponerlo en una bolsa de basura, que no llamaría la atención en lo más mínimo. O mejor aún, darle forma de vagabundo dormido.

No había movimiento en el bulto que digo. Pensé que era humano porque en la base había cartones, señal habitual de que hay alguien durmiendo encima. Los materiales que lo cubrían eran muy variados, pero en general eran plásticos y mantas. Sin acercarme demasiado, traté de detectar ese olor característico que despiden quienes llevan tiempo viviendo en la calle. Nada. Al acercarme un poco más, surgió de la parte izquierda del bulto, la más cercana a las vías, una rata.

Nada más salir se volvió hacia mí, me miró y se quedó quieta unos instantes. Después se metió en el bulto otra vez, para surgir otra vez casi de inmediato, acompañada ahora por una rata de tamaño mayor (y no es que la primera fuese precisamente pequeña). Me observaban las dos. Yo las observaba a ellas y me preguntaba si se puede tener de mascota, o de animal de compañía o de protección, a un par de roedores como esos, tan grises, tan sucios, tan plagados de infecciones. Un instante después me preguntaba si de verdad habría algo o alguien ahí metido.

Rugió el convoy por el túnel. La escena tocaba a su fin. Un segundo antes de que el primer vagón entrara en la estación, las dos ratas se volvieron y desaparecieron por debajo de una puerta, aplastando mágicamente sus cuerpos para adaptarlos al tamaño de una ínfima rendija. Me metí en el vagón. Se cerraron las puertas.

No era descabellado pensar que hubiera una persona debajo de aquel montón de plásticos y mantas frecuentado por ratas. Si no estaba en ese momento, igual había salido a buscar tabaco. Esa persona, si existía, podía ser un enfermo mental sin el debido tratamiento, como el que mencioné al principio. Claro que con toda probabilidad no tendría pistola. Pensé que, quizá, podía tener ideas políticas, sociales o religiosas de carácter extremista e incluso violento. Claro que con toda probabilidad no podría hacerse con materiales explosivos. Pensé, en fin, que hasta para cometer delitos y masacres necesita uno tener contactos, hablar con gente. O al menos, tener un poco de suerte en esta vida.