El epílogo de esta serie sobre Azar Nafisi no podía ser más que otro libro. Poco después de haber terminado todas las novelas que se citan en Reading Lolita in Tehran y el libro mismo, la biblioteca pública de mi ciudad anunció que Nafisi presentaría en persona su nuevo libro, titulado The Republic of Imagination. Compré la entrada y me di el gran placer de estar a tres filas de distancia de la escritora y profesora de literatura durante un par de horas.
A la salida, compré el libro (era una ocasión especial) y le pedí un autógrafo, en inglés y en persa. Hablamos unos minutos, sobre todo de la forma en que los americanos pronuncian los nombres y los apellidos extranjeros y de los problemas y trabajos que nos dan esas pronunciaciones. Luego nos despedimos y seguimos cada uno con lo suyo: ella de exiliada y yo de expatriado, que no es lo mismo, ni mucho menos.
Si Reading Lolita in Tehran es la obra con la que Nafisi intenta explicar, a través de la literatura en inglés, la revolución iraní y la trasformación de la sociedad y la cultura de su país natal, The Republic of Imagination es el libro en el que la misma escritora se pregunta por qué ha decidido, después de tantos años, someterse a la ceremonia, que antaño le pareció absurda, de jurar lealtad a la bandera de los Estados Unidos y adoptar la nacionalidad de su país de adopción. Lejos de ser un alegato a la democracia, la libertad y las oportunidades, The Republic plasma las peculiaridades de los estadounidenses desde prismas muy poco comunes, y por eso es un libro tan rico y tan interesante: porque mira a donde no mira casi nadie. No se molesta en huir de los estereotipos, las frases hechas y las mentiras que, de tanto repetirse, se han convertido en verdades (todos somos iguales, cualquiera puede ser presidente, todos los extranjeros son bienvenidos, aquí hay libertad de verdad, etc.), puesto que el libro se ocupa, precisamente, en la gente que, como ella, no cuadra en todas esas ideas preconcebidas. En la gente que se queda al margen de la cultura dominante y, sobre todo, en quienes, por muy diversas razones, tienen serias dificultades para encontrar un lugar cómodo en la sociedad estadounidense.
En esta ocasión, los autores principales en los que Nafisi basa su análisis socio-literario son Carson McCullers, Mark Twain, James Baldwin y Sinclair Lewis. Este último, al que ya reseñé en el blog hace cuatro años, es un ejemplo radical de rechazo social para un autor que, fuera de su país, resultó tener trascendencia suficiente como para recibir el premio Nobel de literatura. Los otros tres, en sus estilos peculiares, también fueron notables elementos de fricción social y cultural en un país que se las da de demócrata e igualitario, pero en el que aún queda mucho por hacer a ese respecto.
Con The Republic hice lo mismo que con Reading Lolita: fui a la biblioteca y leí primero los libros fundamentales de los cuatro autores para disfrutarlo más. Debo decir que lo disfruté más que el primero y que mi conocimiento del panorama literario americano se ha enriquecido muchísimo. Es un placer leer a tan buena lectora.
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domingo, 12 de junio de 2016
lunes, 30 de septiembre de 2013
Dos Passos, Hemingway y una forma muy rara de escribir la historia
Este
verano, mi asesora de lectura veraniega me planteó un nuevo reto. En lugar de
leer una novela, propuso un libro de historia sobre dos escritores, a saber,
John Dos Passos y Ernest Hemingway. Acepté el reto y me lo zampé, de lo cual me
alegro mucho, a pesar de todos los pesares que, por supuesto, enumero más
adelante.
El
libro en cuestión se titula La ruptura: Hemingway, Dos Passos y el asesinato
de José Robles. El autor es Stephen Koch. La premisa básica que plantea es
la siguiente: en los años treinta, Ernest Hemingway y John Dos Passos, dos famosos
escritores y periodistas estadounidenses, comparten no solo la profesión, sino
una gran amistad personal y también una pasión muy concreta: España. En los
primeros meses de la guerra civil, el misterioso asesinato de un amigo común, José
Robles, hace aflorar sus diferencias políticas y destruye para siempre su
amistad.
Robles,
exiliado político español, era profesor de la Universidad Johns Hopkins de
Baltimore y traductor al español de Dos Passos y Sinclair Lewis. Al inicio de la
guerra civil, acepta un cargo político-militar en el gobierno de la república.
Meses después es secuestrado en su casa de Valencia y desaparece para siempre. Se
supone que una milicia no identificada lo arrestó y lo ejecutó, pero nunca se
ha sabido exactamente quién componía esa milicia y qué motivos tenía para
ejecutarlo. Cuando los dos escritores supieron que había sido asesinados,
Hemingway aceptó el hecho afirmando que en una guerra suceden esas cosas (lo
que hoy día llamaríamos “efectos colaterales”), mientras que Dos Passos se indignó
ante lo que consideró un asesinato más de las purgas estalinistas.
Una vez
planteada esa premisa, Koch empieza a contarnos la vida de Hemingway y Dos
Passos a partir de sus agradables estancias en París, unos años antes de que
empezara el conflicto español. En la primera página, esos dos protagonistas se
convierten en “Hem” y “Dos”, respectivamente, porque según el autor esos eran
los apelativos cariñosos que usaban sus allegados. Es posible que Koch, después
de tantos metido entre sus papeles, se considere allegado de los dos, pero esa
decisión inicial anticipa una tendencia general del libro: nos vamos a meter de
cabeza en la vida íntima de Dos Passos y Hemingway.
Koch no
describe, sino que novela, y con maestría, la vida de los escritores y de su
entorno personal y profesional antes, durante y después de la guerra civil
española. Cuando reconstruye escenas y diálogos concretos, uno tiene la
sensación de estar allí delante, a escasos metros de aquellas grandes figuras
históricas, en los escenarios míticos de Madrid, Valencia, Barcelona, Florida,
Nueva York y París durante los años treinta. Koch es un excelente narrador y
sabe cómo atrapar al lector en una atmósfera realista y verosímil.
El problema
es que el mismo autor alega que este libro es de carácter científico y
estrictamente histórico. El aparato crítico que lo acompaña es, en efecto,
formidable pero entonces cabe preguntarse cómo es posible, desde esa
perspectiva estrictamente histórica, reconstruir todos esos diálogos
personales, a veces íntimos; cómo se puede revivir cada escena y describir
incluso los movimientos de los personajes por la habitación de un hotel, como quien
se refiere a un movimiento de tropas (debidamente documentado) durante una
batalla.
La
respuesta es que Koch utiliza su espléndida técnica narrativa para presentar
los hechos más llamativos, los que mejor sustentan sus hipótesis. En ocasiones,
la estructura de este libro me ha recordado la clásica estructura descriptiva-narrativa
de los reportajes seudocientíficos que han inundado las cadenas de televisión
de todo el mundo y que gozan de una enorme popularidad: primero se plantea una
premisa sorprendente o llamativa (“¡tiburones asesinos!”, “¡los misterios del
zigurat perdido!”). Después se alimentan las expectativas de los espectadores
con una buena dosis de datos circunstanciales, normalmente mezcla de creencias
populares y datos científicos comprobados. Esto se adereza con varios casos
reales (entrevistas y grabación sobre el terreno) que tengan que ver con el
tema de que se trate, aunque sea tangencialmente. Por último, se suele llegar a
la conclusión de que el misterio o el peligro siguen ahí, con lo cual las
expectativas de los espectadores quedan intactas.
No
quiero decir con esto que Koch sea tan superficial como lo son, en general,
esos reportajes, ni que utilice datos seudocientíficos. Lo que pretendo decir
es que utiliza esa misma estructura, pero tenemos la inmensa suerte de que los
datos circunstanciales y los casos reales, numerosísimos y variadísimos en este
libro, están narrados con un estilo atractivo e impecable. Si uno se olvida del
rigor científico y de la necesaria relación causa-efecto, el libro es una
auténtica joya, un mosaico de anécdotas sobre Hemingway (sobre todo), Dos
Passos (no tanto) y la guerra civil española que llega a emocionar.
Ahora
bien, si uno pretende llegar a alguna parte en el ámbito científico-histórico,
este libro puede resultar exasperante. En no pocas ocasiones el autor desestima
la información de sus fuentes con argumentos indemostrables que van muy bien
con la premisa inicial pero no tanto con el rigor investigador. Me refiero a
las numerosas veces en las que, después de aludir a una cita histórica o a un
extracto de una carta, opina que lo que decía el personaje en cuestión no
coincidía con lo que en realidad pensaba, o que disimulaba o mentía. El uso
interesado de las citas también es preocupante, puesto que indica cierto sesgo
que puede afectar no solo al anecdotario que sustenta las hipótesis principales
del libro, sino también a esas hipótesis propiamente dichas. Por ejemplo, en la
página 69 dice (cito la traducción de Nuria Barroso, que es la que pude leer):
“Puedes escribir tan bien que me da miedo”,
se regocijaba Hem en una carta a Dos tras leer 1919, y era cierto; párrafo tras párrafo,
Dos Passos escribía tan bien o incluso mejor que cualquier escritor de su
época.
Uno
entiende que aquí el autor quiere poner de relieve cierto grado de competencia
o envidia (probablemente sana) entre los autores. No tiene nada de particular.
Ahora bien, en cuanto la leí, tuve la sensación de que ya la había leído. Retrocedí
un poco y, en efecto, encontré la cita completa veinte páginas más atrás, pero
en un contexto totalmente diferente:
“Puedes escribir tan bien que me da miedo que
te pase algo.”
La cita
de la página 69 está cortada y sacada de contexto, porque a Hemingway no le da
miedo la calidad literaria de Dos Passos, sino la posibilidad de que deje de
escribir por algún motivo y se pierda ese talento. ¿Es aceptable usar la misma
cita, recortada a voluntad, para ilustrar dos ideas distintas? A mí me parece
que no. Este es el tipo de cosas por las que el libro de Koch huele un poco a
chamusquina.
Se
queda uno, pues, con la impresión de que en realidad el autor quería escribir
una novela, no un libro de investigación. Tiene un montón de historias que
contar, tiene un estilo narrativo excelente y quiere que los hechos históricos
avalen a toda costa su versión de los hechos, para lo cual va eligiendo los que
le conviene y apartando o ajustando los que no. La labor de investigación, que
en efecto es ingente (basta echar un vistazo por encima a la bibliografía y las
notas) queda así algo deslucida por la actitud selectiva que adopta Koch para
que ninguna de sus ideas sufra batacazos en ningún momento.
Este peculiar
rasgo del libro se torna muy evidente cuando Koch habla de los dos escritores,
sus personalidades y sus ideas políticas. Uno se lleva la impresión de que el
autor conoce a Hemingway y a Dos Passos mejor que sus madres. Al tratarlos con
esa familiaridad, lo que hace es dejar a la vista de los lectores sus propias afinidades,
fobias y manías, con toda seguridad han ido aflorando durante todos esos años
de investigación y búsqueda de datos. Hemingway es, para Koch, un personaje
hedonista y egocéntrico con una necesidad compulsiva de éxito y reconocimiento,
un tipo más o menos descerebrado e influenciable de cuya vanidad se valieron
diversas fuerzas políticas para promoverse y hacerse publicidad. Hemingway es,
sin duda, la obsesión de Koch, mientras que Dos Passos representa un papel
secundario en el libro y sirve sobre todo para contrastar sus actitudes,
siempre moderadas y reflexivas, con las de su amigo, a menudo impulsivas y
desatinadas.
En la
parte política tenemos una estructura similar: todo lo que, de una u otra
manera, tiene su origen o inspiración en la Unión Soviética y el Frente Popular
es sinónimo de conspiración, maldad, fracaso, traición y muerte. Según Koch, es
la Unión Soviética (o más bien la tendencia estalinista de la Unión Soviética) la
que asesina a José Robles por saber demasiado; es la Unión Soviética la que se aprovecha
de los dos escritores y acaba por enemistarlos; es la Unión Soviética, de
hecho, la culpable de que la guerra civil española fuera como fue. En
contraste, Franco y las tropas sublevadas solo aparecen en el libro como
aparecería un huracán o un terremoto, es decir, como un factor políticamente
neutro que se limitaba a estar allí y a avanzar inexorablemente hacia el otro
bando. La influencia política de las otras potencias, incluidas la de los
Estados Unidos, el Reino Unido y las fuerzas fascistas de Alemania e Italia,
brilla por su ausencia: es como si no existieran.
En
resumen, tengo la impresión de que este libro es un inmenso esfuerzo por
demostrar las premisas iniciales. En ese esfuerzo, la obra gana en lo
literario, pero pierde en rigor histórico porque el autor va etiquetando a
todos los personajes y valorando todos los hechos. Así, niega al lector la
posibilidad de juzgar libremente y extraer sus propias conclusiones sobre los
procesos que no están claros o sobre los que no hay información suficiente.
Además, al construir personajes casi literarios en lugar de describir los actos
y los dichos de los personajes históricos, predispone al lector y lo obliga a
ver a Hemingway y a Dos Passos a través de sus ojos.
Al
cerrar el libro, me quedé con la impresión de que Koch debería haber escrito
una novela en lugar de un análisis histórico. Bastaría con haber explicado a
los lectores que la obra se basaba en datos históricos pero que, a fin de
cuentas, lo que le importaba era exponer sus ideas y sentimientos respecto de
Ernest Hemingway, sus obras y su tiempo. De esa manera, esas ideas,
sentimientos y convicciones no habrían chocado con los datos contrastables y habría
podido caracterizado a sus personajes como le hubiera dado la gana (que es lo
que ha hecho, a fin de cuentas). En una historia novelada, y con otro título, uno
comprendería mejor, entre otras cosas, por qué en la segunda mitad el libro se
convierte en una detalladísima biografía de Ernest Hemingway que se aleja cada
vez más de la guerra civil española, de John Dos Passos, del asesinato de José
Robles y de todo lo demás hasta el punto de culminar, 22 años después del fin
de la contienda española y 24 después de ese asesinato, con el suicidio del
escritor.
viernes, 2 de marzo de 2012
Camarero, una de bilis
Ahora que los vapores putrefactos de la burocracia van haciendo mella
en mi capacidad creativa; ahora que la rutina y la grisura sin fin se
van asentando en el fondo de mis arterias; ahora que la total ausencia
de contrastes se ha adueñado por completo de unas ocho horas diarias de
mi vida; ahora, justo ahora, viene a caer en mis manos una novela de
Sinclair Lewis.
Lewis fue el primer premio Nobel de literatura de nacionalidad estadounidense (1930). Precedió a otros dos, casi tan desconocidos, en esa misma década: Eugene O'Neill (1936) y Pearl Buck (1939), y se adelantó por muchos años a los grandes, a saber, Faulkner (1949), Hemingway (1954) y mi estimado Steinbeck (1962). A estos les siguió una larguísima sequía que interrumpió brevemente Toni Morrison en 1993, y desde entonces, los americanos no han repetido.
La novela que cayó en mis manos se titula Babbitt que, junto con Main Street y It can't happen here, se cuenta entre sus novelas más conocidas. También escribió muchísimos relatos y alguna que otra obra de teatro, pero de todas estas obras la única que ha pasado a la historia (de una manera un poco chusca) es Bongo the circus bear, gracias al hecho, casi fortuito, de que Disney la eligió para uno de sus cortos de dibujos animados.
Desde las primeras páginas me sorprendió la prosa de Lewis. Trataba yo de buscar equivalencias o similitudes con escritores más o menos coetáneos (piénsese en Faulkner y Hemingway, sobre todo) y no las encontraba. Más bien todo lo contrario: el estilo socarrón, acelerado y divertidísimo de los capítulos iniciales de Babbitt era casi lo opuesto, en lo estético y en lo lingüístico, a esos otros autores que me han parecido siempre, por más que me gusten, ceremoniales y dramáticos como curas en la homilía. Lewis retrata con maestría la parte fea de la sociedad estadounidense y, en contra de la tradición de ese país, se niega a elevar a los protagonistas de sus mundanas historias al nivel de héroe o de antihéroe (que al fin y al cabo es lo mismo). No, los personajes de Lewis son mediocres al principio de la historia, llevan vidas mediocres durante el relato y terminan su existencia como las personas mediocres que siempre han sido. Tampoco hay buenos ni malos en sentido estricto, como sucede en casi toda la literatura estadounidense, ni hay nadie con una necesidad imperiosa de dar sentido a su existencia mediante la glorificación de los elementos vulgares y corrientes de la vida cotidiana. Esa vida, la cotidiana, se limita a transcurrir mientras nosotros, lectores y a la vez protagonistas, nos percatamos de cómo somos y cómo reaccionamos ante ciertas situaciones, tanto en lo social como en lo personal.
Todo esto sería insufrible si no estuviera bien regado (a veces empapado y chorreando) en el sarcasmo y la ironía que dominan toda la prosa de Lewis. Se diría que el escritor está deseando dar rienda suelta a un centenar de odios, desprecios y desagrados que ha ido cultivando con todo el cuidado del mundo durante largos años. Desprecia el sistema político, rechaza la estructura social, abjura de la maquinaria económica, considera que la institución familiar es una farsa y un refugio para débiles, y así nos lo hace saber, página tras página, sin dejar títere con cabeza. Lewis es, sin duda, un escritor rabioso. Y a la vez, un excelente escritor, porque por más que sus textos estén cargados de esa amargura profunda y completa, no puede uno dejar de leer y, de cuando en cuando, echar una buena carcajada.
Fui al sitio web de los premios Nobel y leí su discurso de aceptación del premio. Otra sorpresa: el tono socarrón y la bilis rezuman también por los cuatro costados de ese documento. En él deja claro su profundo desprecio por la Academia America de las Letras y todos sus miembros, algunos de los cuales, por cierto, cuando supieron que Lewis había sido galardonado con el premio Nobel, afirmaron que la Academia Sueca había insultado a los Estados Unidos al premiar a un escritor que tanto había atacado a su propio país. El jurado del Nobel tomó nota, por lo que se ve, y más tarde se tomó su venganza. En su discurso, Lewis no solo habla de la Academia, sino que aprovecha para hacer un extenso estudio del panorama literario de su país en aquel momento. Nombra a dos docenas o más de escritores, colegas suyos, que en su opinión habrían resultado igual de insultantes, puesto que la Academia tampoco les daba, por aquel entonces, la menor importancia. Entre ellos hay muchos escritores malditos, como Dreiser y Upton Sinclair (horror, un socialista), pero ahí va una sorpresa más: también hay nada menos que tres futuros premios Nobel de literatura: O'Neill, Faulkner y Hemingway. En otras palabras, Lewis no era solo un contestatario, ruidoso o protestón: estaba muy bien informado y se movía con soltura en los círculos literarios que poco después serían la vanguardia creativa de su país. En ese sentido, fue un precursor de todos esos grandes nombres y, en cierta medida, contribuyó a allanar el camino de una nueva estética que se consolidó en la época de posguerra y es, hasta hoy, un referente imprescindible para la literatura universal.
Aun así, el odio o el desprecio a Sinclair Lewis siguen vivos en los Estados Unidos. Si bien casi todos los temarios de literatura de los institutos públicos lo tienen en la lista, hay un detalle que yo considero significativo del poco valor que se da a su obra: al contrario que sus famosos contemporáneos de los años 20 y 30, las obras de este escritor están hace tiempo en el dominio público y se pueden descargar de sitios como el Proyecto Gutenberg.
Es posible que, como dicen algunos críticos, la prosa de Lewis no tenga una calidad memorable, pero es eficiente y rápida. Se deja leer sin esfuerzo y comunica mucho más que otros estilos de la misma época, más pesados y obtusos. Pero lo más importante, en mi opinión, es su mensaje sobre ese país, "el más contradictorio, el más deprimente, el más incitante de todos hoy día", en el que la mayoría de sus habitantes, "y no solo los lectores, sino también nosotros, los escritores, seguimos teniendo miedo de toda literatura que no sea una glorificación de todo lo americano, una glorificación de nuestros vicios y también de nuestras virtudes" (citas del discurso de aceptación del Nobel).
Lewis critica en sus libros muchas de las cosas que ahora, con movimientos como los Occupy, están de plena actualidad: la excesiva influencia e importancia de los contactos personales en todas las esferas del poder, la intromisión permanente del capital en la política pública, la doble moral que por una parte incentiva el uso de estereotipos sociales y por el otro los rechaza e incluso castiga a quienes no los usan debidamente (piénsese en el sexo, la comida, los coches, etc.) y la necesidad constante de competir e ir a más en una infinita carrera hacia ninguna parte. Cabe argumentar que muchos de estos factores están presentes en la mayoría de las sociedades occidentales. Es muy cierto, pero no hay que olvidar que la voz de Lewis nos llega desde los años veinte, epoca de Clarín y Valle-Inclán en España. No cabe imaginar que una hija de la Regenta se pasara el día de juerga con su enamorado, yendo de la heladería al cine y del cine al centro comercial, pidiéndole a papá que le deje el coche o, mejor todavía, que compre un segundo coche como los vecinos de al lado. Sin embargo, esa es la vida de Babbitt y su modélica familia: una vida que no presenta diferencias fundamentales respecto de la que lleva hoy día cualquier Babbitt equivalente en los Estados Unidos. Con ello quiero decir que los valores y esquemas que critica Lewis ya estaban consolidados en una sociedad madura hace ocho décadas, y siguen presentes. En los países de América Latina o en España, esos valores y esquemas son mucho más recientes y, en algunos casos, ni siquiera existen.
Sigo leyendo a Sinclair Lewis con gran interés. Con seis años de Estados Unidos a las espaldas, me llama mucho la atención lo lúcidos que son los retratos costumbristas que presenta en las escenas de sus novelas. Uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en los últimos ochenta años. Y quién sabe, es posible que, en efecto, en lo fundamental nada haya cambiado.
Lewis fue el primer premio Nobel de literatura de nacionalidad estadounidense (1930). Precedió a otros dos, casi tan desconocidos, en esa misma década: Eugene O'Neill (1936) y Pearl Buck (1939), y se adelantó por muchos años a los grandes, a saber, Faulkner (1949), Hemingway (1954) y mi estimado Steinbeck (1962). A estos les siguió una larguísima sequía que interrumpió brevemente Toni Morrison en 1993, y desde entonces, los americanos no han repetido.
La novela que cayó en mis manos se titula Babbitt que, junto con Main Street y It can't happen here, se cuenta entre sus novelas más conocidas. También escribió muchísimos relatos y alguna que otra obra de teatro, pero de todas estas obras la única que ha pasado a la historia (de una manera un poco chusca) es Bongo the circus bear, gracias al hecho, casi fortuito, de que Disney la eligió para uno de sus cortos de dibujos animados.
Desde las primeras páginas me sorprendió la prosa de Lewis. Trataba yo de buscar equivalencias o similitudes con escritores más o menos coetáneos (piénsese en Faulkner y Hemingway, sobre todo) y no las encontraba. Más bien todo lo contrario: el estilo socarrón, acelerado y divertidísimo de los capítulos iniciales de Babbitt era casi lo opuesto, en lo estético y en lo lingüístico, a esos otros autores que me han parecido siempre, por más que me gusten, ceremoniales y dramáticos como curas en la homilía. Lewis retrata con maestría la parte fea de la sociedad estadounidense y, en contra de la tradición de ese país, se niega a elevar a los protagonistas de sus mundanas historias al nivel de héroe o de antihéroe (que al fin y al cabo es lo mismo). No, los personajes de Lewis son mediocres al principio de la historia, llevan vidas mediocres durante el relato y terminan su existencia como las personas mediocres que siempre han sido. Tampoco hay buenos ni malos en sentido estricto, como sucede en casi toda la literatura estadounidense, ni hay nadie con una necesidad imperiosa de dar sentido a su existencia mediante la glorificación de los elementos vulgares y corrientes de la vida cotidiana. Esa vida, la cotidiana, se limita a transcurrir mientras nosotros, lectores y a la vez protagonistas, nos percatamos de cómo somos y cómo reaccionamos ante ciertas situaciones, tanto en lo social como en lo personal.
Todo esto sería insufrible si no estuviera bien regado (a veces empapado y chorreando) en el sarcasmo y la ironía que dominan toda la prosa de Lewis. Se diría que el escritor está deseando dar rienda suelta a un centenar de odios, desprecios y desagrados que ha ido cultivando con todo el cuidado del mundo durante largos años. Desprecia el sistema político, rechaza la estructura social, abjura de la maquinaria económica, considera que la institución familiar es una farsa y un refugio para débiles, y así nos lo hace saber, página tras página, sin dejar títere con cabeza. Lewis es, sin duda, un escritor rabioso. Y a la vez, un excelente escritor, porque por más que sus textos estén cargados de esa amargura profunda y completa, no puede uno dejar de leer y, de cuando en cuando, echar una buena carcajada.
Fui al sitio web de los premios Nobel y leí su discurso de aceptación del premio. Otra sorpresa: el tono socarrón y la bilis rezuman también por los cuatro costados de ese documento. En él deja claro su profundo desprecio por la Academia America de las Letras y todos sus miembros, algunos de los cuales, por cierto, cuando supieron que Lewis había sido galardonado con el premio Nobel, afirmaron que la Academia Sueca había insultado a los Estados Unidos al premiar a un escritor que tanto había atacado a su propio país. El jurado del Nobel tomó nota, por lo que se ve, y más tarde se tomó su venganza. En su discurso, Lewis no solo habla de la Academia, sino que aprovecha para hacer un extenso estudio del panorama literario de su país en aquel momento. Nombra a dos docenas o más de escritores, colegas suyos, que en su opinión habrían resultado igual de insultantes, puesto que la Academia tampoco les daba, por aquel entonces, la menor importancia. Entre ellos hay muchos escritores malditos, como Dreiser y Upton Sinclair (horror, un socialista), pero ahí va una sorpresa más: también hay nada menos que tres futuros premios Nobel de literatura: O'Neill, Faulkner y Hemingway. En otras palabras, Lewis no era solo un contestatario, ruidoso o protestón: estaba muy bien informado y se movía con soltura en los círculos literarios que poco después serían la vanguardia creativa de su país. En ese sentido, fue un precursor de todos esos grandes nombres y, en cierta medida, contribuyó a allanar el camino de una nueva estética que se consolidó en la época de posguerra y es, hasta hoy, un referente imprescindible para la literatura universal.
Aun así, el odio o el desprecio a Sinclair Lewis siguen vivos en los Estados Unidos. Si bien casi todos los temarios de literatura de los institutos públicos lo tienen en la lista, hay un detalle que yo considero significativo del poco valor que se da a su obra: al contrario que sus famosos contemporáneos de los años 20 y 30, las obras de este escritor están hace tiempo en el dominio público y se pueden descargar de sitios como el Proyecto Gutenberg.
Es posible que, como dicen algunos críticos, la prosa de Lewis no tenga una calidad memorable, pero es eficiente y rápida. Se deja leer sin esfuerzo y comunica mucho más que otros estilos de la misma época, más pesados y obtusos. Pero lo más importante, en mi opinión, es su mensaje sobre ese país, "el más contradictorio, el más deprimente, el más incitante de todos hoy día", en el que la mayoría de sus habitantes, "y no solo los lectores, sino también nosotros, los escritores, seguimos teniendo miedo de toda literatura que no sea una glorificación de todo lo americano, una glorificación de nuestros vicios y también de nuestras virtudes" (citas del discurso de aceptación del Nobel).
Lewis critica en sus libros muchas de las cosas que ahora, con movimientos como los Occupy, están de plena actualidad: la excesiva influencia e importancia de los contactos personales en todas las esferas del poder, la intromisión permanente del capital en la política pública, la doble moral que por una parte incentiva el uso de estereotipos sociales y por el otro los rechaza e incluso castiga a quienes no los usan debidamente (piénsese en el sexo, la comida, los coches, etc.) y la necesidad constante de competir e ir a más en una infinita carrera hacia ninguna parte. Cabe argumentar que muchos de estos factores están presentes en la mayoría de las sociedades occidentales. Es muy cierto, pero no hay que olvidar que la voz de Lewis nos llega desde los años veinte, epoca de Clarín y Valle-Inclán en España. No cabe imaginar que una hija de la Regenta se pasara el día de juerga con su enamorado, yendo de la heladería al cine y del cine al centro comercial, pidiéndole a papá que le deje el coche o, mejor todavía, que compre un segundo coche como los vecinos de al lado. Sin embargo, esa es la vida de Babbitt y su modélica familia: una vida que no presenta diferencias fundamentales respecto de la que lleva hoy día cualquier Babbitt equivalente en los Estados Unidos. Con ello quiero decir que los valores y esquemas que critica Lewis ya estaban consolidados en una sociedad madura hace ocho décadas, y siguen presentes. En los países de América Latina o en España, esos valores y esquemas son mucho más recientes y, en algunos casos, ni siquiera existen.
Sigo leyendo a Sinclair Lewis con gran interés. Con seis años de Estados Unidos a las espaldas, me llama mucho la atención lo lúcidos que son los retratos costumbristas que presenta en las escenas de sus novelas. Uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en los últimos ochenta años. Y quién sabe, es posible que, en efecto, en lo fundamental nada haya cambiado.
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