miércoles, 30 de septiembre de 2009

Amigos en Madrid

Ya estoy en Madrid, y ya estoy estresado. Llamaré, o no, según, porque nada está claro cuando vengo a Madrid, hasta el punto de que a veces no sé por qué vengo, quizá hiciera mejor quedándome donde estoy y pasando el verano mirando al techo, al río, al perro que merodea por la acera de enfrente y olisquea el hidrante, el hierrajo para aparcar bicicletas, el bordillo que se desmigaja, el chicle casi seco. Llamo porque tengo que llamar, porque llevo la cabeza cuajada de deudas de gratitud o de cariño y así, porque sí, va pasando la vida con la sensación de que la flauta, si suena (y cuando suena), lo hace estrictamente por casualidad. Así que llamo, o escribo, como se hace ahora, y elijo armas y fecha y les dejo a ellos, a mis amigos escasos, a mis amigos circunstanciales, que elijan lugar y, como cada vez (una vez al año, todo lo más) ellos eligen una plazuela del centro de la ciudad. Es una de esas plazuelas que se prestan a calificarlas con un adjetivo que me pone los pelos de punta: “deliciosa”. Me consta que hay en este mundo miles de personas a las que no les temblaría el pulso, ni les pestañearía el ojo, ni les picaría el culo al escribir “en una deliciosa plazuela del centro de la ciudad”. Yo no soy así, y no puedo: me tiembla el pulso, me pestañea el ojo derecho y me pica el culo ahora mismo, porque no lo puedo soportar. Manías, si se quiere, pero es que los de letras, los seudointelectuales que no sabemos de nada pero hablamos de casi todo, ya se sabe cómo somos: maniáticos y odiositos. Cada vez que me topo con el adjetivo de marras en un texto, ya sea una novela, una revista, un estudio literario o una reseña cinematográfica, me pongo de mal humor. Reconozco que de buena gana agarraría a ese adjetivo por el pescuezo, lo sacudiría con violencia y lo insultaría y lo vejaría verbalmente hasta hacerle sentir un dolor espiritual mucho más intenso que cualquier dolor físico. Con saña y maldad genuinas. Luego lo echaría a una palangana y lo anegaría de vómitos purulentos, cagadas de perros y palomas, lixiviados de basuras y cualquier otro producto repulsivo que tuviera a mano, y pasearía con él por calles céntricas para que todo el mundo pudiera ver y oler la repugnancia absoluta del adjetivo “delicioso”. Para terminar, no dudaría en arrojarlo, con palangana y todo, a la tolva de un camión de la basura, o mejor aún, me subiría a una de esas patéticas pasarelas peatonales que cruzan sobre las autopistas urbanas, me apostaría sobre el carril derecho y, a esa hora en la que el tránsito es aún fluido pero muy intenso, lo dejaría caer para que el primer camión lo hiciera trizas y sus restos resultaran irreconocibles hasta para su madre. Aún me quedaría un momento para regocijarme con los juramentos que dirigiría el camionero a los restos de toda aquella inmundicia, adheridos por doquier a su vehículo.

Quedo, pues, en esta plaza céntrica con mis ínfimos amigos cibernéticos, porque nobleza obliga, o quizá porque sí y punto, qué motivo tengo para darle tantas vueltas, al fin y al cabo. De no ser por mi sadismo latente, dado a maquinar todo tipo de barbaridades para martirizar algo tan inasible como un adjetivo, hasta es posible que acuda de muy buen talante al encuentro. Por eso es una pena tener manías, porque cuando menos te lo esperas, te echan a perder un día entero y jamás llegas a descubrir por qué. Este es, con demasiada frecuencia, mi caso, y me temo que esta reunión amistosa no va a ser una excepción. La deliciosa mala leche está servida, señoras y señores, sírvanse, que paga la casa.

El recorrido desde el lugar en que acostumbro alojarme cuando estoy en Madrid hasta la plazuela en cuestión es sencillo: tomo la línea marrón del metro (la 4, creo), que no está en obras, y me dejo llevar sobre los raíles, como flotando, a unos pocos centímetros del abundante polvo de hierro que liberan las ruedas de los vagones, a escasa distancia de la mugre inefable de los túneles y de la monotonía ondulatoria de los cables que recorren las paredes, hasta la penúltima estación por la parte de Argüelles, a saber, San Bernardo. Y eso es lo que hago, y lo hago con cierto atisbo de satisfacción y esperanza, tras haber disipado mi delicioso enojo con una rápida carrera desde el departamento hasta la boca del metro.

En el escuchimizado vagón, porque he de decir que los vagones de algunas líneas del metro de Madrid son escuchimizados, como de juguete, demasiado pequeños para personas de verdad, y por añadidura el interior está plastificado y redondeado como esos coches y aviones de juguete que se venden a veces como complemento para muñecos y muñecas de niños de seis a once años, en ese escuchimizado receptáculo, digo, se me cruza por la mente otra de mis fobias: “coqueto”. Estos vagones son “coquetos”. En general, si alguien usa ese adjetivo lo que quiere decir es que un objeto determinado no tienen las cualidades necesarias para pertenecer a la clase de la que se supone que es miembro, ya sea por tamaño, calidad o circunstancias diversas, pero que se puede obviar esa deficiencia porque el objeto en cuestión está bien decorado u ornamentado. El ejemplo más característico es un departamento (un piso, como se dice en España) cuyo dueño lo describe como coqueto. Lo que quiere decir en realidad el dueño es: vendo o alquilo infravivienda sobrevaluada, o vendo o alquilo inmunda ratonera indigna de que una persona digna la llame hogar, pero repleta de detalles triviales, fútiles y de muy buen gusto con los que busco ocultar ciertas carencias fundamentales sin tener que ajustar el precio. A lo largo de mi vida he ocupado varios de esos departamentos coquetos, así que sé bien de lo que hablo cuando hablo de dignidad y de ratoneras. Y así, al entrarme entre ceja y ceja que este vagón del metro de Madrid, tan plastificado y redondeado que parece una casita de muñecas, es coqueto, la mala leche que había cosechado gracias a la deliciosa plazuela y que con posterioridad había logrado neutralizar en parte con la citada carrerilla y bajando las escaleras a calzón quitado, como si fuera un agente secreto perseguido por toda la policía del lugar, la mala leche, digo, se me cuaja al instante entre los parietales y me cae sobre la frente y los arcos superciliares en forma de nube negra, esa nube negra que conozco bien porque me ronda siempre y, a veces, cuando se asienta, no quiere moverse durante horas.

Lo malo de la nube negra no es la visibilidad: lo veo todo, lo entiendo todo, lo capto todo. Lo malo de la nube negra es el presagio negro que la acompaña y que es imposible verbalizar, porque siempre es sorpresivo. Sé que el desastre está ahí, agazapado. Ni siquiera está esperando porque sabe de antemano cuál es su momento, cuál es su intención. Soy yo el que espera, iracundo y un poco amedrentado, que el presagio haga acto de presencia. En el ínterin, el vagón se sigue deslizando sobre los raíles y ante mí charlan con efusión cuatro jóvenes de veintitantos años, uno de ellos sentado bajo mi sobaco derecho, los otros tres justo al otro lado de mi nube negra. Discuten sobre si el examen de conducción de motocicletas es fácil o difícil, qué ejercicios son los más complicados o arriesgados y cuál es el vehículo idóneo para pasar las pruebas sin dificultad. Analizo su forma de hablar, que en gran medida me resulta familiar, puesto que hace quince años yo hablaba más o menos así, pero detecto una pequeña cantidad de expresiones y vocablos que para mí son nuevos, y eso me causa cierta desazón. Una década no es mucho, pero claro, tampoco es poco, y esto demuestra que estoy perdiendo contacto con la lengua viva de la que durante muchos años fui usuario y promotor, la lengua de mi ciudad. La conclusión inmediata y fácil es que me estoy convirtiendo en un bicho raro. Por suerte, ninguno de los cuatro jóvenes dice “delicioso” ni “coqueto”. Tampoco es de esperar que lo digan en lo que queda de trayecto, habida cuenta de que su registro verbal es profuso en sustantivos como puta, culo, mierda, cojón o coño, verbos como cagar, joder y tomar por saco e interjecciones compuestas y larguísimas, como mentiendeloquetequiodecir. En otras palabras, estos aspirantes a motoristas están bastante más lejos de los epítetos que me han amargado la tarde de lo que yo estoy de su jerga madrileña.

A medio camino, más concretamente en la estación de Velázquez, se sube al vagón coqueto un sujeto delicioso que paso a describir sin demora. Salta a la vista que es pobre, aunque no lleva harapos. También es viejo, diría yo de unos setenta y tantos años, y a primera vista da la impresión de que la vida no lo ha tratado de la mejor manera, a juzgar por ciertos vicios posturales, dificultades motrices y pequeños achaques que se aprecian según se va moviendo hacia el único espacio vacío que queda. Viste una especie de gabardinilla ligera de color almizclado, harto extraña para un día de julio en Madrid, y unos pantalones de buen corte pero muy raídos y como cuatro tallas más grandes de lo debido. Llegado al centro del vagón, alza la voz chillona y quejumbrosa para explicarnos que, no teniendo oficio ni empleo, ni mucho menos pensión de jubilación o invalidez, las circunstancias lo obligan a usar el magín para obtener algún ingreso y poder comer todos los días. Como quiera que en su juventud, expone con un tono análogo al de una salmodia, tuviera mejor suerte y se le hizo estudiar bachillerato y algunos años de universidad, en la memoria lleva algunos fragmentos de la literatura clásica aprendidos en aquel tiempo. Para nuestro solaz, se dispone ahora a recitar, en castellano y en gallego, un fragmento de uno de los poemas más conocidos de Rosalía de Castro. Sin mudar ni un ápice el tono de voz ni hacer siquiera una pausa, sin inmutarse por las campanitas sintéticas o por la voz femenina, en exceso melosa, que anuncia la próxima estación, el personaje recita:

Adiós, ríos; adiós, fontes;
adiós, regatos pequenos;
adiós, vista dos meus ollos:
non sei cando nos veremos.

Etcétera. Al terminar el cantar, y de nuevo sin pausa ni cambio alguno en la entonación, más como si rezara que como si recitara, dice “ahora en castellano” y empieza otra vez el mismo poema, sustituyendo algunas palabras gallegas por otras del otro idioma. Llegados a la estación de Colón, el recitador se mueve con dificultad por el vagón y extiende una mano en la que apenas caen unos céntimos. Recauda, eso sí, muchas sonrisas y una buena dosis de socarronería a la que contribuyen con largueza los aspirantes a motoristas.

Alcanzamos la estación de San Bernardo sin más incidentes que reseñar. Ya en la superficie, noto que la nube negra se está concentrando, quizá por efecto del cielo despejado y la agradable brisa que hace más llevadero el calor veraniego. Pongo rumbo sur y pronto me encuentro recorriendo los deliciosos rincones del antiguo barrio de Universidad, en el que abundan los coquetos balcones de las casas de ladrillo que jalonan esas calles estrechas e irregulares, ora deliciosas, ora coquetas. Siete minutos después desemboco en la plazuela de marras y siento que la nube negra se enquista entre ceja y ceja, controlada y apocada, pero con ganas de quedarse allí toda la tarde y parte de la noche. Los presagios más negativos se agolpan ante mis ojos, en versión limitada, y me previenen ante la escena que se me presenta, en apariencia apacible, a saber, una amena reunión de amigos lejanos en un café coqueto ubicado en una deliciosa plazuela del casco histórico. Una vez más se me revuelven las tripas ante la carga adjetival, y una vez más contengo la náusea como un jabato (no así la nube negra, que vuelve a crecer y me va cubriendo el entendimiento como una especie de catarata mental) y ocupo una mesa. Es temprano y no puedo reconocer a ninguno de mis amigos en los rostros de las otras tres personas que veo, excluido el camarero.

Durante los cuarenta minutos siguientes, la nube negra no logra impedir que examine con parsimonia mi mano derecha, mi mano izquierda, las costuras laterales del pantalón, los remaches de la mesa de aluminio, el acabado de la botella de cerveza, que es de molde y no soplada, no recuerdo quién me enseñó a distinguir los dos tipos de vidrio pero aún me acuerdo cómo se distinguen, el texto íntegro de la etiqueta de cada botella, y ya he pedido dos, de dos marcas diferentes, para diversificar el material de lectura y establecer comparaciones, mi mano derecha (otra vez), la suela de la bota izquierda, que necesita medias suelas desde hace como seis meses porque además ahora que está tan gastada cada vez que llueve, y mira que llueve en esa bendita ciudad en la que vivo ahora, corro el riesgo de romperme la crisma porque en los pavimentos lisos resbala como si fuera hielo, las manos de una mujer que ha llegado después y que tiene bonitas manos pero también un marido o acompañante o novio o amante muy celoso que no me quita el ojo de encima y creo que a punto está un par de veces de levantarse para decirme algo porque yo, mortalmente aburrido, dirijo la mirada más veces de las convenientes hacia las manos de su mujer o acompañante o novia o amante, porque son muy bonitas o a mí me lo parecen así en la distancia, las contraventanas del edificio en cuya planta baja se encuentra el café coqueto en el que he ocupado una mesa, porque no sé si he dicho, creo que no, así que lo digo ahora, que la mesa que he ocupado está en la terraza del café y, por lo tanto, estoy sentado en medio de la deliciosa plazuela en la que he quedado con esos amigos míos a los que veo poco (como una vez al año, a veces menos), el campanario de la iglesia aledaña, que no sé ahora si es campanario o espadaña y me gustaría que fuera espadaña porque rima con aledaña, las costuras laterales del pantalón (de nuevo), las manos de la mujer, aprovechando ahora que el celoso está hablando por el celular y, como casi todas las personas que hablan por el celular, parece como si de repente se estuvieran meando y no pueden parar de moverse sin rumbo fijo. Y también me fijo en la extravagante silueta que aparece ahora por el callejón, dispuesta a sacudirme el tedio, o al menos a disiparme un porcentaje de la nube negra. Pero solo un porcentaje pequeño.

Es una mujer de cuarenta y pocos años la que acaba de doblar la esquina. Lleva una camiseta negra de tirantes y uno de esos pantalones militares que son como sacos, con docenas de bolsillos por todas partes. Se lo sujeta con una cuerda de escalada a modo de cinturón, y en esa misma cuerda lleva dos mosquetones, también de escalada, que mantienen sujetos a un perro labrador y a un galgo. Trae el pelo suelto, enmarañado y sucio y se le ven marcas o manchas en la cara y en los brazos. Si al recitador del metro la vida no le había tratado bien, a esta mujer parece que la vida la ha arrastrado por el arroyo una buena cantidad de veces. Al hombro lleva la guitarra más vieja y desvencijada que haya visto en los últimos años. Yo no suelo exagerar. Y sé algo de guitarras. La mujer mira un poco alrededor y también, como el recitador de Rosalía de Castro, alza la voz. Esta voz es la voz cascada y arrastrada de las mendigas o las adictas a quién sabe qué sustancias, la conozco bien porque se oye con frecuencia en el metro, en la calle, en las terrazas como esta. Dice la mujer que va a cantar un popurrí de cantautores españoles y que si le podemos ayudar con lo que sea, que nos lo agradece mucho de antemano. Los primeros rasgueos de la guitarra me revolucionan la nube negra, que se me baja hasta la nariz y casi me hace toser. Suena a mil demonios, espantosa, horrible, indescriptiblemente mal. Qué pena, me digo, qué pena ver cómo el tiempo y el desgaste estragan de esa manera a un instrumento que con toda probabilidad hace veinte años tendría un sonido celestial. Y justo cuando estoy pensando en el sonido celestial, la mujer empieza a cantar esa de los caminos que se cruzan donde el mar no se puede concebir y regresa siempre el fugitivo. Qué voz, madre. El contraste con la facha que lleva hace que el torrente cristalino destaque mucho más que si procediera de una muchacha hermosa, joven y arreglada. Vocaliza y entona con la precisión de una profesional, y tiene potencia suficiente para tapar (por fortuna) las notas más o menos aleatorias de la pobre guitarra. Se pasea por la terraza y yo, obnubilado y pasmado a partes iguales, la sigo más con la oreja que con el ojo. Se me pone al lado y, en uno de los interludios del popurrí, me dice con la voz cascada del principio: “¿me sueltas el galguito que haga pis?”. Desarmado y desorientado por la petición, me quedo mirándola a los ojos sin reaccionar. Repite la petición: “¿me sueltas al galguito?”, y entonces yo entiendo, pero para hacer lo que ella dice tengo que meter la mano en una maraña de cuerdas y trabillas bastante sucias y, dicho sea de paso, bastante próximas a la zona púbica, que se me acerca y se me aleja al compás de la canción de la muralla. Hago un gesto de incomprensión o de indecisión con las manos o con los hombros, o quizá con todo el cuerpo, y entonces ella, en un gesto rapidísimo, deja de tocar un instante y suelta al galguito, que sale corriendo como alma que lleva el diablo hacia el centro de la plazuela deliciosa, donde cagan y mean los perros coquetos y no coquetos con libertad, igualdad y fraternidad y donde los maniáticos como yo podemos encontrar todo tipo de productos infecciosos y no infecciosos para humillar a ciertos adjetivos odiosos.

Sigue cantando ella, recorriendo luiseduardoautes, joanmanuelserrats, pacoibáñeces, amanciopradas y demás tonadas de sobra conocidas, interpretándolos con gracia y decisión, sin esfuerzo aparente, sin marrar una nota (con la voz) y obnubilando al escaso personal que la escucha. Al acabar el breve recital extiende un pañuelo para recoger monedas. Yo le voy a dar un par de euros, pero antes le pregunto si quiere que le afine la guitarra. Ella hace un gesto inequívoco de rechazo y protección: no quiere soltarla. Le explico, como explico en este texto, que sé de guitarras y que me doy cuenta de que el puente está roto, así que voy a tener mucho cuidado de no desplazarlo de su sitio. Le pregunto también si no tiene otra y entonces me mira muy seria. Luego mira al suelo. Después, contesta.

--Sí que tengo --y después de una pausa agrega--. En casa tengo la que usó Manolo Tena en su último concierto.

Mi mirada no le oculta primero la sorpresa y luego la incredulidad; más bien, se la transmite con más precisión que las palabras. Pone una mueca de cansancio mientras me repite lo mismo y agrega que es la auténtica y que Manolo, amigo suyo, se la dio. Casi a modo de prueba me alarga la guitarra destrozada, se sienta en la silla que tengo enfrente y me dice que a ver qué puedo hacer.

* * *

Creo que no hice mucho, porque desde ese momento ella empezó a hablar de su vida y sus milagros y no solo se me desvaneció por completo la nube negra, sino que perdí el interés por la calidad del sonido de la guitarra. Conocer a aquel personaje, que había sido cantante profesional en grupos, en teatro y en estudio, y que conocía personalmente a la mitad más uno de la movida madrileña, del panorama cantautoril español, y del teatro musical de los noventa, fue toda una experiencia que compensó con creces aquella tarde de aciagos presagios e infructuosas esperas.

Estuve hablando con ella unos diez o quince minutos, o más bien ella habló sola casi todo el tiempo, y puedo asegurar que soltó por aquella boca material para varias novelas, diez o doce reportajes periodísticos, la mitad de actualidad y la mitad históricos, y varios poemas, uno de ellos sobre el uso de la guitarra como máquina del tiempo. Yo me limité a hacer las preguntas imprescindibles para ir hilando temas y evitar que divagara, porque era mucho el terreno que tenía para divagar. Por ahí tengo las notas que me puse a escribir aquella misma noche, nada más volver a casa. Quizá algún día, cuando sea viejito y tenga nietos y fume en pipa y me sorprenda el amanecer insomne sentado en un cómodo sillón junto a la ventana desde la que contemplaré un nuevo amanecer anaranjado en el trágico futuro postnuclear, me decida a escribir sobre ella. Pero la historia de aquella mujer es harina de otro costal y sería demasiado largo entrar ahora a relatar una vida que, como digo, da para muchísimas más páginas. Ahora tengo que dar remate a la faena, a saber describir esa tarde con mis amigos.

* * *

Se va la cantora y se va la guitarra, un poco menos desafinada, a mi modo de ver, o de oír, y se va el galguito y se va el labrador. Poco me entusiasma ya la idea de pedir la tercera cerveza y seguir analizando, después de cincuenta minutos o más, las muescas de otra botella y la literatura de otra etiqueta, las costuras del pantalón, la suela de la bota, la mano derecha, la mano izquierda incluida la trayectoria de las venas que, con el paso de los años, se va haciendo más enrevesada y tridimensional, al igual que el sistema de lunares que cubren el brazo y marcan el recorrido hasta la zona donde se generan, que según otra de mis manías es la parte alta de la espalda, no sé por qué tengo esa idea de que todos los lunares que tengo nacen ahí, en la chepa, y luego, por las noches, van resbalando poco a poco hacia los lugares que algo o alguien les había asignado de antemano, y las uñas, si las tengo largas o cortas, y quizá podría mordisquearme una para igualarla a las demás, aunque esto siempre suele acabar en desastre porque si empiezo a morderme una acabo por mordérmelas todas y las manos se quedan hechas un cisco y luego voy a visitar a Azucena, que es mi diosa de las manos bonitas, es decir, es una antigua amistad y un amor platónico nunca llevado a buen puerto, o como diría nuestro amigo común Joaquín, tan innecesariamente zafio pero siempre gracioso, un amor de los que siempre raspan porque nunca te lo has pasado por la piedra, y me saludará Azucena y me dará un beso y un abrazo que todavía me trastornan y me desasosiegan y luego me tomará de las manos con sus manos perfectas y me sonreirá y me dirá te ves como siempre y me preguntará cómo has estado y lo siguiente es que me mire las manos y entonces verá que me he mordido las diez uñas y que las tengo hechas cisco y se le apagará la sonrisa brillante que tanto me gusta y no quiero que eso suceda así que mejor voy a dejarme las uñas quietas y dedicarme a las manos de la mujer. Pero la mujer coqueta de manos deliciosas ya se ha ido con su telefónico celoso a otra parte y yo llevo sentado aquí más de una hora. La nube negra sigue sin aparecer. Es el momento de volver al vagón de metro para muñecas (para uñas, para lunares, para venas), recorrer la línea marrón (la 4, creo) en sentido opuesto y poner cara de calabacín al llegar a casa, dando las explicaciones más sucintas posibles. Por fortuna, allí siempre hay alguien dispuesto a echar una partida de parchís, de cinquillo, de escoba, de tute, de Monopoly o de ajedrez. También hay tijeras para las uñas y crema para las manos. No hay guitarras ni ningún instrumento musical, ni tampoco animales que no sean de peluche, pero es que en esta vida, que es de perros y de flautas que suenan por casualidad, no se puede tener todo.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Dignidad y galletitas de la suerte

—No se puede, le digo, no se puede hacer eso. Es indigno y, si fuera supersticioso, como tú, diría que te puede atraer la mala suerte.

A Valentín la mirada socarrona y sobrada se le torna de inmediato preocupada y angustiosa. Si hay algo en este mundo que le dé miedo, pero miedo de verdad, es la mala suerte. Un mal de ojo, una maldición dirigida a no se sabe bien quién, un espejo roto, una escalera o un gato pueden convertir a este pedazo de hombretón en un chiquillo asustadizo.

—No me digas eso, que me jodes la tarde, macho.

—He dicho si fuera supersticioso, que no lo soy.

—Entonces a qué te refieres —pregunta alterado.

—Me refiero a la dignidad del comensal: vienes aquí, te tomas la sopa que más te gusta, la disfrutas como un cerdo...

—Oye, oye —me interrumpe.

—Bueno —concedo y sonrío; pienso un poco—, como un cerdo, no: como un rey, como un pachá, como un emperador o como un almirante de la mar océana.

—Ese último me ha gustado —me vuelve a interrumpir. Yo asiento y hago una pausa.

—Pues terminas de comer como un almirante de la mar océana, y en ese estado de satisfacción y plenitud llega la cuenta con las dos galletitas de la suerte, una para ti y otra para mí. Coges una, la abres y la lees. Si te gusta, haces observaciones sobre lo agudo que es el escritor, o bien te ilusionas con lo que está por venir, o haces un chascarrillo porque el texto de la galletita tiene un doble sentido que viene muy al caso con una circunstancia del trabajo, de la familia o del barrio. Hasta puede que la guardes unos días en el bolsillo de la chaqueta, o que la claves en el panel de la oficina con una chincheta para que, de tanto verla, se te quede para siempre en la memoria.

Hago otra pausa. Miro a Valentín y me doy cuenta de que no solo sigue la explicación sino que la está disfrutando: ya no hay nervios y sonríe. Todo lo que digo son cosas que le he visto hacer cuando venimos al restaurante chino. Estoy preparando el terreno y ahora viene lo peor, lo que le borrará otra vez la sonrisa de la cara.

—Pero si no te gusta, como la de hoy, ¡ah, si no te gusta la arrugas, la tiras y dices bah! Pues no, Valentín, la suerte es la suerte, y puede ser buena o puede ser mala. Y la suerte no es que te toque frasecita buena o frasecita mala, no. La suerte es lo que va dentro de la galletita, sea favorable o sea desfavorable, te agrade o te desagrade, te entretenga o te aburra. O la digieres, o estás faltando a tu dignidad de comensal.

Se pasa Valentín los dos minutos siguientes haciendo muecas, iniciando reproches que no termina, alzándose de hombros y manoteando al aire (en una de esas casi vuelca uno de los tazones de sopa que van y vienen sin cesar en las hábiles manos de los camareros de este diminuto restaurante). Al final, vencido y humillado, se agacha y recoge el papel arrugado que había quedado junto al pie de la mesa. Lo despliega con desgana y lo aplasta con los dos pulgares sobre la mesa. Hace una mueca grotesca y afecta la voz para leer en voz alta: "Te toca hacer una pequeña donación. Es justo y necesario". Y añade, de su propia cosecha: "tócate las narices".

De camino a la oficina va enumerando las posibilidades: que si esta ONG que me han dicho que no estafa, que si una orden religiosa que mi tía siempre dice que andan con el agua al cuello, que si fulanitos sin fronteras. Yo divago también, pero no con las instituciones que reciben donaciones, sino con la mente de Valentín. Es tan crédulo, o quizá tan pusilánime (o peor aún, las dos cosas), que dentro de un par de horas, cuando me decida a explicarle que todo eso de la dignidad del comensal de restaurante chino es una patraña que me he inventado para pasar el rato y no hablar del trabajo, ya habrá hecho la donación.

viernes, 4 de septiembre de 2009

La Biblia y yo

A qué viene eso de copiar ahí un capítulo del Eclesiastés, me pregunta uno de los muchos personajes imaginarios que rondan este blog.

Leyendo Estrella distante, la segunda novela de Roberto Bolaño, si no me equivoco, me topé con un piloto que dibujaba en los cielos de Concepción (Chile) los primeros versículos del Génesis, en latín. Hacía esto en 1973, mientras sobrevolaba uno de los muchos y muy concurridos centros de detención que los militares habían organizado en los días siguientes al golpe de estado.

Cuando acabé la novela, busqué la Biblia y leí el libro del Génesis. Me gusta leerlo de cuando en cuando por dos cosas: la primera, porque la descripción de la creación del mundo me parece hermosa; la segunda, porque ahí están casi todos los mitos ancestrales de nuestra sociedad: la respuesta al famoso "de dónde venimos", la base única e indivisible del árbol genealógico humano, la rivalidad atávica entre el bien y el mal, el pecado original como fuente de sufrimiento y motor de la redención, el concepto de paraíso perdido, la lucha fratricida, el premio y el castigo como métodos fundamentales de aprendizaje en el seno de una familia.

Pasé entonces a un libro de Bertrand Russell que se titula La conquista de la felicidad, que es como un libro de autoayuda, pero más serio y reflexivo. Hay que decir que ese libro tiene un gran inconveniente para quien quiera leerlo hoy, a saber, que su elemento de referencia es un hombre (no mujer) de clase media, de 1930 y de un país que ya por aquel entonces estaba en el escasísimo club de los países desarrollados. Hecha esa salvedad, da gusto leerlo: uno se siente identificado, se llena de empatía hasta las orejas y encuentra técnicas interesantes para encauzar ciertas sensaciones y emociones impertinentes. Cuando Russell describe lo que él llama el fastidio, y que podemos identificar en gran medida con ese sentimiento tan actual que es el hastío, o el tedio, acude a tres fuentes literarias antiguas que profundizan en el asunto. Una de ellas es el Eclesiastés, que Russell describe con gran acierto como la obra de un hombre cansado de probar todos los vicios posibles. Es inmensamente rico, lo ha hecho todo, lo ha experimentado todo, y se encuentra con que nada le satisface. No entraré en detalles pero, una vez más, al terminar el libro de Russell, abrí la Biblia y leí el libro del Eclesiastés, del que el mismo comentarista que organiza la Biblia que tengo en casa afirma que "su enseñanza es imperfecta". Pese a que representa otro de los temas clásicos de la literatura, el Eclesiastés me pareció un peñazo. Ahora bien, en el capítulo 12 encontré algo similar a lo que veo en el relato de la creación: una estética hermosa y un montón de elementos que me son conocidos, y no porque yo esté viejo ya (apenas), sino porque mis padres han entrado de lleno en esa etapa última de la vida y da la casualidad de que últimamente he pasado bastante tiempo con ellos, observándolos, escuchándolos e identificando poco a poco esos elementos de los que hablo.

De postre, y para que se vea la actualidad de los temas de la Biblia, mencionaré una novela titulada Night Train, del escritor británico Martin Amis, por la que me preguntó otro de mis personajes de ficción hace unos días. La novela trata, entre muchas cosas, de ese sentimiento de insatisfacción absoluta que refleja el autor del Eclesiastés. La diferencia es que en este caso se trata de una joven estadounidense, de facciones perfectas, cuerpo perfecto, inteligencia perfecta, carrera perfecta, familia perfecta, novio perfecto, ingresos perfectos, hábitos perfectos que, en cuestión de quince minutos, decide suicidarse. La diferencia es, pues, que esa joven carecía del espíritu dramático que al autor del Eclesiastés le sobraba, hasta el extremo de restregárnoslo en las narices hasta la nausea. Ella no: ella, cuando siente que nada le satisface, pese a que todo el mundo la considera perfecta en todas sus facetas, decide terminar, sin dramas.

Esto es solo el planteamiento de la novela; el resto es mucho más complejo y enjundioso y merece la pena. Por desgracia, la traducción al español que he ojeado por ahí es bastante mala, cosa comprensible porque es dificilísimo traducir un texto como ése sin perder información a carretadas, casi en cada párrafo.