lunes, 5 de marzo de 2012

Una visita a la sal de la tierra

El gran lago salado de Utah al atardecer. Montañas nevadas en todos los puntos cardinales. Bisontes y ciervos pastando a mi lado. Tormentas en el horizonte.

viernes, 2 de marzo de 2012

Camarero, una de bilis

Ahora que los vapores putrefactos de la burocracia van haciendo mella en mi capacidad creativa; ahora que la rutina y la grisura sin fin se van asentando en el fondo de mis arterias; ahora que la total ausencia de contrastes se ha adueñado por completo de unas ocho horas diarias de mi vida; ahora, justo ahora, viene a caer en mis manos una novela de Sinclair Lewis.

Lewis fue el primer premio Nobel de literatura de nacionalidad estadounidense (1930). Precedió a otros dos, casi tan desconocidos, en esa misma década: Eugene O'Neill (1936) y Pearl Buck (1939), y se adelantó por muchos años a los grandes, a saber, Faulkner (1949), Hemingway (1954) y mi estimado Steinbeck (1962). A estos les siguió una larguísima sequía que interrumpió brevemente Toni Morrison en 1993, y desde entonces, los americanos no han repetido.

La novela que cayó en mis manos se titula Babbitt que, junto con Main Street y It can't happen here, se cuenta entre sus novelas más conocidas. También escribió muchísimos relatos y alguna que otra obra de teatro, pero de todas estas obras la única que ha pasado a la historia (de una manera un poco chusca) es Bongo the circus bear, gracias al hecho, casi fortuito, de que Disney la eligió para uno de sus cortos de dibujos animados.

Desde las primeras páginas me sorprendió la prosa de Lewis. Trataba yo de buscar equivalencias o similitudes con escritores más o menos coetáneos (piénsese en Faulkner y Hemingway, sobre todo) y no las encontraba. Más bien todo lo contrario: el estilo socarrón, acelerado y divertidísimo de los capítulos iniciales de Babbitt era casi lo opuesto, en lo estético y en lo lingüístico, a esos otros autores que me han parecido siempre, por más que me gusten, ceremoniales y dramáticos como curas en la homilía. Lewis retrata con maestría la parte fea de la sociedad estadounidense y, en contra de la tradición de ese país, se niega a elevar a los protagonistas de sus mundanas historias al nivel de héroe o de antihéroe (que al fin y al cabo es lo mismo). No, los personajes de Lewis son mediocres al principio de la historia, llevan vidas mediocres durante el relato y terminan su existencia como las personas mediocres que siempre han sido. Tampoco hay buenos ni malos en sentido estricto, como sucede en casi toda la literatura estadounidense, ni hay nadie con una necesidad imperiosa de dar sentido a su existencia mediante la glorificación de los elementos vulgares y corrientes de la vida cotidiana. Esa vida, la cotidiana, se limita a transcurrir mientras nosotros, lectores y a la vez protagonistas, nos percatamos de cómo somos y cómo reaccionamos ante ciertas situaciones, tanto en lo social como en lo personal.


Todo esto sería insufrible si no estuviera bien regado (a veces empapado y chorreando) en el sarcasmo y la ironía que dominan toda la prosa de Lewis. Se diría que el escritor está deseando dar rienda suelta a un centenar de odios, desprecios y desagrados que ha ido cultivando con todo el cuidado del mundo durante largos años. Desprecia el sistema político, rechaza la estructura social, abjura de la maquinaria económica, considera que la institución familiar es una farsa y un refugio para débiles, y así nos lo hace saber, página tras página, sin dejar títere con cabeza. Lewis es, sin duda, un escritor rabioso. Y a la vez, un excelente escritor, porque por más que sus textos estén cargados de esa amargura profunda y completa, no puede uno dejar de leer y, de cuando en cuando, echar una buena carcajada.

Fui al sitio web de los premios Nobel y leí su discurso de aceptación del premio. Otra sorpresa: el tono socarrón y la bilis rezuman también por los cuatro costados de ese documento. En él deja claro su profundo desprecio por la Academia America de las Letras y todos sus miembros, algunos de los cuales, por cierto, cuando supieron que Lewis había sido galardonado con el premio Nobel, afirmaron que la Academia Sueca había insultado a los Estados Unidos al premiar a un escritor que tanto había atacado a su propio país. El jurado del Nobel tomó nota, por lo que se ve, y más tarde se tomó su venganza. En su discurso, Lewis no solo habla de la Academia, sino que aprovecha para hacer un extenso estudio del panorama literario de su país en aquel momento. Nombra a dos docenas o más de escritores, colegas suyos, que en su opinión habrían resultado igual de insultantes, puesto que la Academia tampoco les daba, por aquel entonces, la menor importancia. Entre ellos hay muchos escritores malditos, como Dreiser y Upton Sinclair (horror, un socialista), pero ahí va una sorpresa más: también hay nada menos que tres futuros premios Nobel de literatura: O'Neill, Faulkner y Hemingway. En otras palabras, Lewis no era solo un contestatario, ruidoso o protestón: estaba muy bien informado y se movía con soltura en los círculos literarios que poco después serían la vanguardia creativa de su país. En ese sentido, fue un precursor de todos esos grandes nombres y, en cierta medida, contribuyó a allanar el camino de una nueva estética que se consolidó en la época de posguerra y es, hasta hoy, un referente imprescindible para la literatura universal.

Aun así, el odio o el desprecio a Sinclair Lewis siguen vivos en los Estados Unidos. Si bien casi todos los temarios de literatura de los institutos públicos lo tienen en la lista, hay un detalle que yo considero significativo del poco valor que se da a su obra: al contrario que sus famosos contemporáneos de los años 20 y 30, las obras de este escritor están hace tiempo en el dominio público y se pueden descargar de sitios como el Proyecto Gutenberg.

Es posible que, como dicen algunos críticos, la prosa de Lewis no tenga una calidad memorable, pero es eficiente y rápida. Se deja leer sin esfuerzo y comunica mucho más que otros estilos de la misma época, más pesados y obtusos. Pero lo más importante, en mi opinión, es su mensaje sobre ese país, "el más contradictorio, el más deprimente, el más incitante de todos hoy día", en el que la mayoría de sus habitantes, "y no solo los lectores, sino también nosotros, los escritores, seguimos teniendo miedo de toda literatura que no sea una glorificación de todo lo americano, una glorificación de nuestros vicios y también de nuestras virtudes" (citas del discurso de aceptación del Nobel).

Lewis critica en sus libros muchas de las cosas que ahora, con movimientos como los Occupy, están de plena actualidad: la excesiva influencia e importancia de los contactos personales en todas las esferas del poder, la intromisión permanente del capital en la política pública, la doble moral que por una parte incentiva el uso de estereotipos sociales y por el otro los rechaza e incluso castiga a quienes no los usan debidamente (piénsese en el sexo, la comida, los coches, etc.) y la necesidad constante de competir e ir a más en una infinita carrera hacia ninguna parte. Cabe argumentar que muchos de estos factores están presentes en la mayoría de las sociedades occidentales. Es muy cierto, pero no hay que olvidar que la voz de Lewis nos llega desde los años veinte, epoca de Clarín y Valle-Inclán en España. No cabe imaginar que una hija de la Regenta se pasara el día de juerga con su enamorado, yendo de la heladería al cine y del cine al centro comercial, pidiéndole a papá que le deje el coche o, mejor todavía, que compre un segundo coche como los vecinos de al lado. Sin embargo, esa es la vida de Babbitt y su modélica familia: una vida que no presenta diferencias fundamentales respecto de la que lleva hoy día cualquier Babbitt equivalente en los Estados Unidos. Con ello quiero decir que los valores y esquemas que critica Lewis ya estaban consolidados en una sociedad madura hace ocho décadas, y siguen presentes. En los países de América Latina o en España, esos valores y esquemas son mucho más recientes y, en algunos casos, ni siquiera existen.

Sigo leyendo a Sinclair Lewis con gran interés. Con seis años de Estados Unidos a las espaldas, me llama mucho la atención lo lúcidos que son los retratos costumbristas que presenta en las escenas de sus novelas. Uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en los últimos ochenta años. Y quién sabe, es posible que, en efecto, en lo fundamental nada haya cambiado.