miércoles, 21 de septiembre de 2011

Basuritas, basuritas...

Si un país que produce más artículos de los que puede consumir es un exportador neto, un país que produce más basura de la que puede procesar, ¿es un ensuciador neto?

Pregunto esto porque he leído un libro de John Steinbeck cuya existencia desconocía por completo: Travels with Charley. En los Estados Unidos fue muy popular durante los años sesenta y setenta porque en él Steinbeck cuenta cómo se le dio una de las actividades más tradicionales del país: conducir de costa a costa.

Allá por 1960, el escritor, ya consagrado y afincado en una lujosa mansión de Long Island, se percató de que los personajes y las situaciones se le estaban quedando petrificadas: les faltaba frescura, flexibilidad, espontaneidad. Reflexionó sobre el asunto y llegó a la conclusión de que estaba perdiendo contacto con su propia realidad, con su gente y su país. En consecuencia, decidió salir de viaje. Se compró una de esas camionetas con casa incorporada, que ya por aquel entonces estaban de moda, la bautizó Rocinante (ay, estos literatos) y se echó a la carretera desde el extremo del estado de Nueva York hasta Salinas, en California, y vuelta.

En fin, volvamos a la basura, que es el tema que nos ocupa. En su viaje, Steinbeck reflexiona sobre la forma de vida de los estadounidenses de 1960. En un momento determinado dice:
“American cities are like badger holes, ringed with trash--all of them--surrounded by piles of wrecked and rusting automobiles, and almost smothered in rubbish. Everything we use comes in boxes, cartons, bins, the so-called packaging we love so much. The mountain of things we throw away are much greater than the things we use.”
Que viene a significar que las ciudades estadounidenses, ya por aquel entonces, venían a ser como madrigueras de tejones gigantes, rodeadas de basura. También dice al final que "la montaña de cosas que tiramos ocupa mucho más que las cosas que usamos". Esto demuestra que el problema de la basura y el despilfarro no es precisamente nuevo en ese país.

Solo tres páginas despues, el autor reflexiona también sobre los grandes avances que ha traído el progreso. Cuenta que, de vez en cuando, se embarca en su velero (tenía muelle propio enfrente de la casa) y se adentra en el Atlántico. Cuando tiene hambre, echa el anzuelo, pesca algo, lo cocina en una de esas bandejillas de aluminio tan prácticas y se la come con un tenedor de plástico y un vaso de papel. Cuando ha terminado, tira al mar la bandejilla, el tenedor y el vaso con la raspa del pescado y no tiene que preocuparse de limpiar ni ordenar platos y cubiertos.

Tres páginas después.

Uno se pregunta, creo que con razón, si John Steinbeck ponía atención a lo que él mismo pensaba y escribía. Aunque parezca sorprendente, a mí me da la impresión de que no, y también me da la impresión de que esa aparente insensibilidad (o falta de interés) ante las propias ideas y los propios principios es una de las bases del comportamiento social de los estadounidenses en general.

Otro ejemplo, sin cambiar de libro. Hacia el final del viaje, Steinbeck regresa hacia la costa este por Louisiana. En aquella zona del país arrecian los altercados racistas. Martin Luther King Jr. está creciendo como personaje público y el régimen de apartheid de los estados del sur está empezando a resquebrajarse con pequeñas heroicidades como la de esa niñita negra que va a un colegio de blancos, haciendo frente todas las mañanas a una marea humana (que Steinbeck visita) que la apabulla con los insultos y los berridos más obscenos que sus cerebros son capaces de generar. Solo un país que no pone atención a su propio discurso puede pasarse un siglo propungando unos derechos y unas libertades que, además, pone como ejemplo y, al mismo tiempo, tratando a sus propios ciudadanos como mierda.