Hace unos días, el estado unido de Utah asesinó legalmente a una persona que había asesinado ilegalmente a otras dos personas. Leí dos artículos al respecto.
El primero, en el New York Times, explicaba este asesinato de Estado, o «ejecución», con mucho detalle. La redactora, que fue invitada a ser testigo del hecho, se concentró en describir el entorno en el que sucedió, los detalles de cada momento y sus propios sentimientos al respecto.
El segundo, en el Guardian (Reino Unido), era obra de un equipo de redactores que estaban distribuidos entre Inglaterra y Utah. En lugar de explicar lo obvio (la ejecución), este segundo artículo contaba que la familia de uno de los dos asesinados se sentía muy aliviada por esta ejecución, mientras que la familia del segundo asesinado llevaba años pidiendo que lo dejaran vivir, que no lo mataran, que no se cobraran sangre con sangre en nombre de su familiar muerto.
Para un periodista estadounidense, informar sobre un asesinato, lícito o no, es pura rutina. De hecho, lo único que era noticia en este caso era que el condenado había elegido un pelotón de fusilamiento en lugar de la inyección letal. Para un periodista europeo, no hay nada rutinario en un asesinato ordenado por el estado. De hecho, ni siquiera es rutina informar sobre un asesinato común. En toda España se denuncian cada año tantos asesinatos como en la ciudad de Washington (algo menos de 200). Aquí en Nueva York lo habitual es que se sobrepasen los 500 anuales. El total anual de los Estados Unidos suele rondar los 15.000. En números muy burdos, digamos que aquí hay un asesinato por cada 20.000 personas, mientras que en España hay uno por cada 200.000. Hablo solo de asesinatos (murder), no de homicidios (homicide or manslaughter).
Hay algo que se me agarra al estómago en todo esto. Imagino a un juez diciendo: "agarren a este tío y métanlo en prisión durante 25 años; yo me encargaré de que todas las solicitudes de perdón y conmutación, cursadas por él y por otros cientos de personas e instituciones, sean rechazadas. En un momento dado ordenaré que lo saquen de la celda, le tapen la cabeza con una bolsa negra, lo aten a una silla y le metan cuatro tiros en el pecho a bocajarro". Lo imagino y me parece obsceno, porque en lugar de un juez lo que veo es un Al Capone o un líder terrorista haciendo valer su autoridad y su sed de venganza.
Hay, en mi opinión, una obscenidad tremenda en todo el proceso. Está, por ejemplo, el tono natural y resignado con el que los periodistas estadounidenses explican el asesinato, con todos sus detalles ridículos e hipócritas. También están las observaciones del público en general que, aun siendo de todos los colores, suelen contener una gran cantidad de expresiones de apoyo e incluso de intensificación de estas ejecuciones legales. Uno tiene la sensación de estar en un país en guerra en el que prevalece un espíritu de agresión y revancha, o en uno de esos estados pobres con muy bajo desarrollo social donde la vida, por desgracia, no vale gran cosa y no es difícil morir violentamente a una edad más bien temprana.
Yo veo esta cultura obscena de la muerte por todas partes. En un día normal no es difícil toparse con ella. Los policías, que llevan siempre pistola y chaleco antibalas, rinden público homenaje a sus compañeros muertos poniendo carteles, pegatinas y todo tipo de parafernalia martiriológica en las oficinas, las comisarías, los coches y las furgonetas. Si uno mira al interior de ciertos coches de policía puede ver armas bastante sofisticadas. Los policías de barrio fundan hermandades para ayudar a viudas/os y huérfanos porque, como es sabido, aquí el Estado no ayuda ni a sus acólitos, y rememoran su muerte con todo lujo de detalle. Los malos, por su parte, tienen procesos paralelos y no es difícil ver a gente por la calle que viste una camiseta-denuncia con la cara de una persona muerta por la policía, o fiestas callejeras que celebran a uno u otro delincuente conocido y acribillado en algún tiroteo hace diez o veinte años. En el metro y el autobús hay números de teléfono a los que uno puede llamar para dar pistas sobre sospechosos de haber disparado contra policías. En este caso no es la policía la que fomenta esta campaña, sino una asociación sospechosamente anónima de "vecinos preocupados" que por algún extraño motivo me trae aromas del GAL español y de otras muchas "guerras sucias" que ha habido y hay por el mundo, guerras en las que los Estados Unidos tienen una larga experiencia. También hay campañas en las que se explica que es ilegal pintar pistolas de verdad para que parezcan de juguete, o a la inversa, pintar pistolas de juguete para que parezcan de verdad, procedimientos ambos que jamás se me habían pasado por la cabeza pero que, en apariencia, son tan habituales como para financiar una campaña pública en el metro, dirigida a ocho millones de personas.
Esta cultura en la que viven inmersos los estadounidenses tiene su fiel reflejo en las películas y series televisivas que exportan al mundo entero. Uno siempre tiene la sensación de que en esas películas y series televisivas muere demasiada gente y que debe de ser una exageración. Hasta que vive aquí, claro. Entonces se da cuenta de que si bien las películas explícitamente violentas (tipo Stallone, Seagal, Lundgren, Schwarzenegger y demás) si exageran, existe una base real muy patente. La profusión de muertes violentas que inunda los productos de entretenimiento americanos no es un invento, sino una realidad cotidiana.
Lo sorprendente es que la mayoría de las personas que, fuera de los Estados Unidos, ven esas películas y series, percibe esa violencia inherente y omnipresente, esa violencia social, como un elemento atractivo de la ficción que está consumiendo, y no como lo que es, a saber, una especie de maldición que lo empaña todo y obliga a la sociedad entera a doblegarse ante los fuertes y los bestias y bailar a su ritmo día tras día para sobrevivir.
La bonanza de las inmensas empresas de seguridad privada y la siempre creciente influencia de los colegios de abogados en la política del país son dos factores que cierran muy bien el círculo de la violencia. En primer lugar, la justifican: el mundo es un sitio peligroso, hay que protegerse (¿en cuántas películas hemos oído cosas como esa?). Si aceptamos que el mundo es un sitio peligroso, estamos dando carta de naturaleza a los delincuentes. Esto es imprescindible si uno quiere fundamentar su sociedad en la lucha contra los malos, y no en la erradicación de los problemas sociales que generan "malos". En segundo lugar, dado que "el mal existe", uno necesita a los abogados, no solo para que nos legitimen, a los buenos, cuando decidamos ejecutar a un malo, sino también para que redacten las leyes que nos separan a nosotros, los buenos, de los malos sin ningún género de dudas.
Este círculo vicioso del peligro y la protección en el que todo el mundo participa de forma muy activa es el germen de la actitud paranoica que se suele atribuir a la política exterior de los Estados Unidos (la "doctrina de la seguridad"). Es curioso observar que, hasta la legislatura de Tony Blair, los británicos nunca habían compartido esa doctrina. Véase, sí no, lo que pasó entre 1933 y 1939. ¿Habría visto Blair demasiadas series estadounidenses? ¿Se habría contagiado? Y lo que es más importante: ¿por qué vemos la paranoia en la política exterior de los Estados Unidos y no la vemos en las series y las películas? ¿Tan clara está la línea divisoria entre ficción y realidad para quienes no están en el ajo?
Yo no lo veo claro. Se agradecen los comentarios.