Llevo diez años leyendo (y traduciendo) informes y correspondencia sobre Ruanda, Burundi y la República Democrática del Congo. Reconozco que en todos esos años no he puesto mucho interés en entender lo que traducía, entre otras cosas porque casi todo me parecía un galimatías inexplicable de palabros raros, facciones que se matan unas a otras sin sentido, y bestias pardas que masacran a la población civil por un quítame allá esas pajas.
En diciembre del año pasado cayó en mis manos un documento sobre la región de los grandes lagos (los Kivus del Congo, Burundi y Ruanda). Desde la primera página me di cuenta de que aquello tenía otro estilo, otro aire. Había nombres y apellidos, no solo partidos políticos y milicias; había direcciones postales concretas, nombres de hoteles y bares, modelos de armas utilizadas en atentados; tipos de vehículos robados en sitios muy específicos. No era la habitual masa amorfa de información desinformante: aquello era personal, directo y concreto.
Al final de la lectura estaba yo en condiciones de seguir la pista a una serie de "buenas piezas", de esos que en las noticias llaman señores de la guerra pero de cuyo nombre normalmente no nos acordamos ni por casualidad. Los busqué por Internet, los analicé en la Wikipedia francesa, que tiene un quintal de información sobre esta gente y estos países, y me picó la curiosidad.
Un nombre que aparecía por todas partes era el de Gérard Prunier, periodista, investigador e historiador francés que se ha pasado los últimos treinta años de su vida pateándose la cintura de África. Fui a la biblioteca y me encontré con un majestuoso volumen suyo titulado "Africa's world war: Congo, the Rwandan genocide, and the making of a continental catastrophe". (Aunque el autor es francés, está escrito en inglés. No sé si hay traducciones.)
Después de leerlo, todo ese galimatías ha cobrado sentido. He releído algunos de los informes que parecían no tener pies ni cabeza y ahora entiendo por qué. Es como si alguien leyera las noticias de un periódico español de hoy sin tener la más mínima idea de quiénes son Rajoy, Aguirre, Chacón, Urkullu o Fraga Iribarne. Era imposible, claro, pero además hay otro factor: la información sobre los países del centro de África es objetivamente insuficiente porque la inmensa mayoría de los autores que escriben sobre ellos los analizan con criterios externos, a saber, los criterios estándar de los estados modernos y desarrollados.
Hay que echarle valor al libro, en primer lugar por eso: porque prácticamente todos los referentes socioculturales me eran ajenos. Por poner un ejemplo, en cierto momento Prunier utiliza una definición de "estado" que, en nuestros países, puede llegar a resultar casi obscena, pese a que sigue siendo rigurosamente cierta: un estado es una unidad geopolítica en la que un solo actor consigue tener el monopolio del uso lícito de la violencia (la definición, de fines del siglo XIX, se debe al pensador alemán Max Weber). Lo curioso es que, si uno aplica esa definición, en apariencia tan primitiva y trasnochada, a muchos países de África, se encuentra con la sorpresa de que muchos de ellos no son estados. Así, poco a poco, el autor va desmontando la tendencia del lector a "pensar en occidental".
Al tiempo que iba pasando páginas, he ido leyendo reseñas sobre la historia reciente de todos los países implicados en el conflicto post-genocidio (una docena, desde Libia hasta Sudáfrica), de todos los protagonistas vivos y muertos, y de toda la geografía de la zona. En total, me ha costado un mes digerir el libro, pero gracias al estilo metódico y detallado de Prunier, y gracias a su capacidad tanto para el análisis como para la síntesis, he comprendido por fin lo que pasó antes y, sobre todo, después del genocidio de Ruanda.
Para ser exactos, me costaba entender cómo era posible que después de semejante masacre en un país enano (Ruanda) se liara la que se lió durante los ocho años siguientes (1996-2004) y acabaran muriendo cuatro veces más personas en esa guerra (se calcula que unos tres millones y medio de personas) que en aquel aciago año de 1994. Cómo era posible que el ejército del país enano, traumatizado además por aquellos hechos, invadiera el país más grande de la región, controlara la mayor parte de sus extracciones de minerales y llegara a combatir en las calles de la capital, Kinshasa, pocos meses después de haber cruzado la frontera, en la otra punta del país. Prunier describe, analiza, establece vínculos, relaciones causa-efecto, y de hecho consigue que esa misión imposible, o quizá absurda, resulte clara y diáfana (aunque no lógica).
Hay varios tópicos sobre el asunto que el autor desmonta a base de azotar al lector con datos inapelables, muchos de los cuales provienen de su participación activa en grupos de expertos sobre la región, entrevistas con los protagonistas de la historia (incluidos ministros, vicepresidentes y comandantes de los ejércitos con los que mantiene relaciones personales) y, por supuesto, informes, estadísticas y artículos periodísticos. Ya he mencionado los criterios externos, como la definición de estado. Hay otros menos obvios. El que más me ha sorprendido es el de los recursos naturales. Mucha gente sostiene que la guerra del Congo fue instigada por las grandes potencias para hacerse con el control de las minas de diamantes y coltán de Katanga y los Kivus. Prunier demuestra que este no fue uno de los factores desencadenantes de la guerra del Congo y que, de hecho, las grandes potencias no obtuvieron beneficios especiales de los sucesivos cambios de gobierno tras la caída del régimen de Mobutu (1996), ni lo pretendían tampoco. Al término de la guerra, la mayoría de los concesionarios de minas eran africanos, con algún que otro pequeño participante australiano, chino y europeo.
El segundo mito desmontado, más llamativo por lo imprevisto, es el terrible destino de los refugiados ruandeses en el Congo. La mayor parte de los analistas afirma que casi todos volvieron a Ruanda al empezar la guerra. Prunier, junto con otros historiadores, considera que la invasión del Congo obligó a casi un millón de personas a desplazarse por todo el país (pero nunca a Ruanda, donde pensaban que les esperaba un destino aún peor) y que esos desplazamientos, provocados por ataques indiscriminados contra los campamentos de refugiados, acabaron por diezmar a esa población y condenarla a muerte, no bajo el fuego de ningún ejército, sino por inanición, agotamiento, enfermedades, heridas, desesperación y abandono. Durante la crisis de los refugiados, la comunidad internacional guardó silencio porque la inmensa mayoría de los invasores procedía de Ruanda, y se suponía que lo que estaban haciendo era combatir contra los llamados génocidaires. Era mucho suponer que todo ruandés que estuviera en 1998 el Congo fuera un génocidaire, y de hecho no lo eran: la inmensa mayoría de ellos eran civiles que habían huido del terror, pero sí era cierto que los militares del antiguo régimen estaban allí, con ellos, y en muchas ocasiones se habían rearmado y controlaban los campamentos. El cargo de conciencia internacional era grande, y el ejército ruandés no quería correr el riesgo de que el puñado de auténticos génocidaires acabara por organizar una rebelión con todos aquellos refugiados para atacar Ruanda de nuevo. Por lo tanto, los invasores ruandeses aprovecharon ese sentimiento de culpa de la comunidad internacional para aplicar una "solución final" al problema. Nadie los detuvo, e incluso mucha gente alabó su intervención porque, al fin y al cabo, otro objetivo declarado de la invasión era derrocar al régimen del nuevo presidente del Congo, Laurent Désiré Kabila, que mire usted por dónde, se había convertido en una espina clavada en el costado de las potencias internacionales tras la caída del telón de acero y del despótico Mobutu.
En fin, yo explico muy mal estas cosas porque soy nuevo, pero Prunier lo hace muy bien porque tiene un conocimiento íntimo, personal de la historia de esa región del mundo. Este libro es enciclopédico (la bibliografía y las notas ocupan por sí solas 160 páginas) y, aunque en la introducción da la impresión de que exige amplios conocimientos previos sobre la cuestión, también aporta la información de fondo sobre los países que participaron en la contienda, sus motivaciones y los resultados que obtuvieron. Como explica el autor, se trata quizá de la primera guerra colonial intra-africana, en la que la influencia de las potencias europeas y los Estados Unidos fue mínima. También dice, y uno no puede por menos que estar de acuerdo, que marcó un tremendo punto de inflexión en la historia general de África. La historia que cuenta este libro es tan fundamental que con su contenido se puede explicar, por ejemplo, por qué en los combates recientes de la región de Abyei (entre Sudán y Sudán del Sur) algunas milicias usan camionetas y blindados que les regaló el ejército de Gadafi para que lucharan contra los insurgentes de la "primavera" libia. Explica también por qué Zimbabwe está en el marasmo socioeconómico en el que está, cuando en 1996 era, junto con Uganda, uno de los candidatos a convertirse en la "Suiza de África" (título que ahora mismo parece cortado a medida para Ruanda, a pesar de los pesares). Y explica también cómo la doctrina de la seguridad en la "guerra contra el terror" está reemplazando con mucho éxito a la trasnochada doctrina de la seguridad en la guerra fría a la hora de patrocinar y apoyar desde los países desarrollados a los regímenes totalitarios, o de aplastar o sabotear los procesos democratizadores de los países en desarrollo.
Prunier, que tardó diez años en escribir este libro, lo dedica a la memoria de Seth Sendashonga, amigo suyo y ex ministro del interior de Ruanda, condenado al exilio por poner en duda las ideas que sirvieron de base al nuevo régimen ruandés del presidente Paul Kagame. Ese régimen fue uno de los principales instigadores de la guerra que se describe en el libro y, según Prunier, también es responsable del asesinato de Sendashonga en Nairobi (1998) (al segundo intento), que se describe con lujo de detalle en un anexo del libro.