Porque como tantos vagabundos de la ciudad, este señor necesita, entre otras muchas cosas, atención psiquiátrica.
Si uno tiene la mala suerte de cruzarte con su mirada, este vagabundo abrirá desmesuradamente los ojos y dará por iniciada la comunicación con el desventurado ser humano que lo miró. Es una mirada que te atraviesa de parte a parte, te da la vuelta como un calcetín y te incita a decir algo, quizá a saludar. Pero antes de que uno pueda reaccionar llega el improperio. Por ejemplo:
-Todo el puto día batallando para tener que cruzarme ahora con tu cara de imbécil -dice, tranquilo, con una voz de trueno.
En ese momento, uno puede cometer muchos errores. Por ejemplo, volverse y contestar. O seguir mirando. Entonces la tormenta arrecia.
-No, no te pares ahí -dirá el vagabundo agitando levemente una mano que intenta expulsar al advenedizo-, hueles a mierda que apestas. Lárgate y déjame en paz.
Si uno quiere sentir la violencia de toda la artillería pesada de este hombre, no tiene más que quedarse quieto. Poco a poco irá surgiendo una buena retahíla de perlas dedicadas al amor fraterno, la filantropía y la buena vecindad.
-¿Tú eres el cabrón que se caga en las papeleras? Sí, tienes toda la pinta de cagarte en las papeleras. Se te ve capaz, y hueles a mierda, y también a papelera. Bueno, lárgate de una vez y déjame en paz, que se me revuelve el estómago de verte y olerte. Ve al hospital a que te laven bien, hijo de perra. Y deja de cagarte donde comemos los demás, enfermo del demonio.
A continuación, el vagabundo reanuda su camino en espiral hacia ninguna parte, digno y correcto, con su maletín lleno de envases que otros no apuraron. Sin indicios de sufrimiento.