Ya he contado en este blog que, desde que vivo donde vivo, apenas compro libros porque las bibliotecas públicas son fastuosas y porque mis generosos y desprendidos vecinos tiene la sana costumbre de dejar en la puerta de su casa los libros que ya han leído. Así he ido encontrando muchos de los títulos que comento en Escalera, y así mantengo intacta mi tendencia a la lectura anárquica y desestructurada.
Hace unos tres años iba yo cargando con las bolsas de la compra cuando de repente vi un volumen oscuro, oscurísimo, tirado en el escalón de uno de esos brownstones clásicos del barrio. Sin color, sin marcas, apenas se veían unas letras doradas en el lomo. La portada y la contraportada eran de color granate. Lo tomé, por supuesto, y leí en el lomo el nombre de la autora, Azar Nafisi, y el título del libro, “Reading Lolita in Tehran” (“Leer Lolita en Teherán”). No me sonó de nada, pero como me encantan las cosas raras, lo metí en la bolsa con la lechuga, el pan y el zumo.
Empecé a leer con curiosidad pero sin mucho convencimiento. La autora recibía en su casa de Teherán a cuatro chicas jóvenes, servía té y planteaba una conversación sobre la vida cotidiana y unas lecturas de literatura inglesa. Por motivos que no vienen al caso, no me interesó en ese momento y lo dejé. Casi un año después lo volví a abrir y esta vez fui leyendo con más paciencia, como corresponde a un libro que no es una novela sino una crónica o unas notas personales. Entonces vi otra cosa: vi una profesora de la universidad de Teherán, poco después de la revolución islámica, que invita a cuatro alumnas a estudiar en su salón lo que hasta hace poco era su clase normal de literatura inglesa y ahora es una actividad clandestina, subversiva, quizá delictiva y bastante peligrosa para todas ellas. Vi cómo, en aquel salón, esas cinco personas reconstruían durante un par de horas la vida que les habían robado en menos de dos años las autoridades religiosas de su propio país. Y ahí sí, me puse a leer con muchísima más atención.
Este libro, que no es una novela, está escrito en inglés y no en persa aunque su autora es de Irán. Nafisi, profesora de literatura inglesa, reside en los Estados Unidos desde principios de los ochenta y adoptó la nacionalidad de ese país hace bien poco (de eso hablaré en otro post, supongo). El libro lo escribió cuando ya estaba en el exilio. Ironías de la vida, aunque no es una novela, por culpa de este libro he leído una cantidad ingente de novelas, porque resulta que es, al mismo tiempo, un tratado de historia reciente de Irán y una lección de literatura inglesa.
Nafisi escoge cuatro autores de lengua inglesa para describir el proceso histórico de la revolución islámica en Irán, vista desde la perspectiva peculiar de quien enseña una materia (literatura extranjera) que la ideología dominante de la revolución (el extremismo islámico) rechaza por ceñirse poco y mal a sus ideas y sus dogmas. A partir de sus análisis literarios, explica con maestría los procesos sociales, políticos e individuales que se van sucediendo desde las primeras revueltas contra el Sha hasta la instauración definitiva del régimen de los ayatolás y la posterior guerra contra Iraq. Los personajes literarios, sus pensamientos y su forma de actuar, nos dan la clave para entender qué está pasando en Teherán en 1978 y años sucesivos.
El libro es un ingente comentario de texto que se lee casi como una novela porque está mezclado con la descripción de una época trepidante de la historia iraní. Llaman mucho la atención las descripciones de la vida cotidiana, de cómo esa vida cotidiana va mutando y transformándose, casi día a día, al ritmo de los acontecimientos políticos. Termina con la marcha voluntaria de la autora, primero a Europa y luego a los Estados Unidos. Está narrado en primera persona e incluye muchas reflexiones personales que enriquecen la lectura.
En cada capítulo, Nafisi explica lo que ha pasado durante unos meses, tanto en el plano político como en su vida personal. Luego se reúne con sus alumnas y se dedica a interpretar esa evolución buscando paralelos en los personajes de tal o cual novela. Cuando me di cuenta de la mecánica del libro, decidí visitar la biblioteca y leer a los cuatro autores que utiliza antes de seguir adelante: Vladimir Nabokov (en concreto “Lolita”), F. Scott Fitzgerald (y sobre todo “El gran Gatsby”), Henry James y Jane Austen. Me di un buen baño con cada uno de ellos y después volví al libro. Entonces sí que empecé a disfrutar y aprovechar a fondo lo que estaba leyendo.
En el próximo post explicaré los cuatro capítulos del libro.
lunes, 30 de mayo de 2016
jueves, 26 de mayo de 2016
El soldado Murakami
Atenas, seis de la mañana. En un lateral de la plaza Sintagma, donde apenas hay un alma a estas horas, hay un japonés más bien feo y bajito que solo viste calzado deportivo y un pantalón corto. Discute con otros dos japoneses, estos vestidos de forma más convencional, que a juzgar por la camioneta de la que han salido deben de ser el equipo de una unidad móvil de la NHK, televisión nacional japonesa. Si entendiéramos japonés sabríamos que el hombre del pantalón corto increpa al cámara y le repite: «yo he venido aquí a correr la carrera y no a engañar a la gente». El cámara se disculpa sin cesar y promete filmar la carrera completa. Poco después, el hombrecillo echa a correr por las calles de la capital griega, rumbo al noroeste, hacia la localidad histórica de Maratón, que supuestamente se encuentra a 42 km de distancia. Protegido del intenso tráfico de las autopistas tan sólo por la camioneta de la NHK, que lo sigue de cerca, el corredor va contando cadáveres de perros y gatos por el arcén. En unos minutos el sol se levanta y empieza a sentirse el implacable calor mediterráneo de primeros de agosto. El hombre del pantalón corto se pregunta si ha sido buena idea correr de Atenas a Maratón en esa época del año...
Esta es una de las muchas y muy jugosas anécdotas que cuenta Haruki Murakami en un libro que tituló, parafraseando a Raymond Carver, «De qué hablo cuando hablo de correr». El corredor es él mismo y la historia es real, tan real como la vida misma, y el final de la historia es estupendo también.
(Nota para quienes hayan corrido alguna vez un maratón, un ultra o un triatlón: recomiendo leer este libro, aunque solo sea por la descripción, a mi modo de ver magistral, que hace de las sensaciones por las que atraviesa en su primer maratón, en su primer y único ultra [100 km] y en varios triatlones.)
Murakami dice en la introducción que ese libro no son sus memorias y lo repite muchas veces a lo largo del libro. Afirma que no es más que una reflexión sobre el hábito de correr y que lo escribió a base de notas sueltas e ideas que se le fueron ocurriendo durante los meses en los que estuvo entrenando para correr el maratón de Nueva York (2006). Aun así, lo cierto es que al terminar la lectura uno cree tener una idea bastante cabal de lo que ha sido la vida de este autor desde su época universitaria hasta el momento actual. Ese hábito, el de correr casi todos los días de la semana, es el hilo conductor que utiliza para contarnos muchas más cosas sobre su vida y su personalidad.
Por motivos culturales, es previsible que un japonés sea disciplinado y estricto consigo mismo, lo cual va bien con el deporte. Es previsible, pero a mí me pilló desprevenido el grado de disciplina y exigencia que describe este hombre en todas las facetas de su vida, incluida la escritura. Como si fuera demasiado.
Explica Murakami que de joven se dedicaba a regentar locales nocturnos de jazz en Tokio, pero que un día le dio la ventolera, lo dejó todo y se puso a escribir. Así, tal cual. Sin preparativos, sin drama, sin dudas, sin nada. En seco. En otras palabras, su descripción me dio a entender que escribió esa novela igual que se corre un maratón, pero sin entrenar.
Se cansó, claro que se cansó. Como bien explica en muchas ocasiones, tanto al escribir una novela como al correr un maratón, uno casi siempre se agota antes de terminar y tiene que sacar fuerzas de flaqueza durante el último tramo. Pero la terminó, y supuestamente sin preparativos.
Dice también que en ese momento, con la novela terminada y enviada a una editorial, no le importaba que se la publicaran, que ni siquiera le importaba que a la gente le gustara o no. Lo fundamental para él era haber terminado lo que se había propuesto y hacerlo lo mejor posible. También en esto su experiencia literaria coincide con los maratones porque, como sabrá quien haya participado en uno, al llegar a la meta la sensación de alivio es infinitamente superior a la sensación de satisfacción y lo primero que se pregunta es “qué tiempo he hecho”.
A mí esto me fascinó: me impresionó mucho que solo con disciplina y fuerza de voluntad pudiera empezar y terminar una novela partiendo de cero.
Desde la perspectiva hispana o latinoamericana, esto de usar la disciplina y la constancia como instrumentos fundamentales en lugar de la inspiración, el talento o la imaginación resulta bastante raro. Aclara Murakami que él no tiene ninguna de las dos cosas: ni inspiración, ni talento, y que tiene que hacer un esfuerzo extra para compensar esas carencias. Los bares nocturnos que regentaban me hicieron pensar que provenía de un estrato social popular, quizá barriobajero, y que carecía de vínculos culturales. Sin embargo, he sabido después que tanto su padre como su madre eran profesores de literatura japonesa. En el libro menciona el jazz y su gusto por escritores como Carver (obvio), Fitzgerald y otros, pero no dice que en su juventud leyó cantidades industriales de literatura europea y estadounidense y que consumía, y aún consume, música, cine y demás expresiones creativas occidentales a un ritmo impresionante (sí menciona su inabarcable colección de vinilos y su tendencia compulsiva a comprar todos los que encuentra, pero como hecho contemporáneo). Todo ese bagaje cultural está sin duda en sus novelas, pero al contar la historia de cómo empezó a escribir, uno se queda con la idea de que la primera novela salió de la nada, como si hubiera sido un conjuro. Por toda explicación nos dice que ese empleo le obligaba a tratar con muchísima gente y que por eso entendía la psicología humana lo suficiente como para crear personajes sólidos.
Trabajo diario, constante y duro para alcanzar objetivos concretos y muy precisos, sí, con calendarios, horarios y demás métodos que no solemos asociar a la creación literaria, sí. Pero no es verdad que partiera de cero, no es verdad que tuviera las manos vacías: el sustrato cultural de Murakami era denso y consistente mucho antes de que le diera por ponerse a escribir.
Sorprende también que el propio Murakami nos cuente que todos los años pasa unos meses en Boston en calidad de profesor invitado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las universidades más prestigiosas del mundo. Si damos por buena la descripción de su vida sencilla y espartana, ¿de qué podría hablar en el MIT este expropietario de bares de jazz venido a más gracias a un golpe de suerte con su primera novela? ¿De las ideas que se le ocurren cuando va corriendo? ¿De lo disciplinado que es? Pues no. Como atestiguan sus libros de ensayo, sus traducciones y el resto de su producción escrita, el tipo es brillante y tiene unos conocimientos excepcionales de literatura, música y arte contemporáneos, aunque se empeñe en demostrarnos su humildad y su sencillez, aunque insista en que todo lo que hace y todo lo que logra se debe solo al esfuerzo y la constancia.
No pretendo quitarle al autor su ilusión de pensar que es solo la disciplina lo que le ha permitido llegar hasta donde está. Tampoco se me ocurriría tratar de emborronar esa vida sencilla, sacrificada y metódica que nos presenta en el libro, tan sencilla, sacrificada y metódica como es correr un maratón. No, no quiero cambiar nada porque el libro es excelente, lo disfruté como un niño, me lo leí de un tirón y me inyectó una enorme dosis de moral e inspiración para la vida en general. Ahora bien, sí quiero advertir a los lectores que, si después de haber leído el libro se les ocurre consultar más datos sobre el autor (datos que no haya escrito él mismo), es posible que se les desdibuje la frontera entre el escritor Murakami, de carne y hueso, y el soldado Murakami, protagonista indiscutible de la historia que se cuenta en ese libro.
Esta es una de las muchas y muy jugosas anécdotas que cuenta Haruki Murakami en un libro que tituló, parafraseando a Raymond Carver, «De qué hablo cuando hablo de correr». El corredor es él mismo y la historia es real, tan real como la vida misma, y el final de la historia es estupendo también.
(Nota para quienes hayan corrido alguna vez un maratón, un ultra o un triatlón: recomiendo leer este libro, aunque solo sea por la descripción, a mi modo de ver magistral, que hace de las sensaciones por las que atraviesa en su primer maratón, en su primer y único ultra [100 km] y en varios triatlones.)
Murakami dice en la introducción que ese libro no son sus memorias y lo repite muchas veces a lo largo del libro. Afirma que no es más que una reflexión sobre el hábito de correr y que lo escribió a base de notas sueltas e ideas que se le fueron ocurriendo durante los meses en los que estuvo entrenando para correr el maratón de Nueva York (2006). Aun así, lo cierto es que al terminar la lectura uno cree tener una idea bastante cabal de lo que ha sido la vida de este autor desde su época universitaria hasta el momento actual. Ese hábito, el de correr casi todos los días de la semana, es el hilo conductor que utiliza para contarnos muchas más cosas sobre su vida y su personalidad.
Por motivos culturales, es previsible que un japonés sea disciplinado y estricto consigo mismo, lo cual va bien con el deporte. Es previsible, pero a mí me pilló desprevenido el grado de disciplina y exigencia que describe este hombre en todas las facetas de su vida, incluida la escritura. Como si fuera demasiado.
Explica Murakami que de joven se dedicaba a regentar locales nocturnos de jazz en Tokio, pero que un día le dio la ventolera, lo dejó todo y se puso a escribir. Así, tal cual. Sin preparativos, sin drama, sin dudas, sin nada. En seco. En otras palabras, su descripción me dio a entender que escribió esa novela igual que se corre un maratón, pero sin entrenar.
Se cansó, claro que se cansó. Como bien explica en muchas ocasiones, tanto al escribir una novela como al correr un maratón, uno casi siempre se agota antes de terminar y tiene que sacar fuerzas de flaqueza durante el último tramo. Pero la terminó, y supuestamente sin preparativos.
Dice también que en ese momento, con la novela terminada y enviada a una editorial, no le importaba que se la publicaran, que ni siquiera le importaba que a la gente le gustara o no. Lo fundamental para él era haber terminado lo que se había propuesto y hacerlo lo mejor posible. También en esto su experiencia literaria coincide con los maratones porque, como sabrá quien haya participado en uno, al llegar a la meta la sensación de alivio es infinitamente superior a la sensación de satisfacción y lo primero que se pregunta es “qué tiempo he hecho”.
A mí esto me fascinó: me impresionó mucho que solo con disciplina y fuerza de voluntad pudiera empezar y terminar una novela partiendo de cero.
Desde la perspectiva hispana o latinoamericana, esto de usar la disciplina y la constancia como instrumentos fundamentales en lugar de la inspiración, el talento o la imaginación resulta bastante raro. Aclara Murakami que él no tiene ninguna de las dos cosas: ni inspiración, ni talento, y que tiene que hacer un esfuerzo extra para compensar esas carencias. Los bares nocturnos que regentaban me hicieron pensar que provenía de un estrato social popular, quizá barriobajero, y que carecía de vínculos culturales. Sin embargo, he sabido después que tanto su padre como su madre eran profesores de literatura japonesa. En el libro menciona el jazz y su gusto por escritores como Carver (obvio), Fitzgerald y otros, pero no dice que en su juventud leyó cantidades industriales de literatura europea y estadounidense y que consumía, y aún consume, música, cine y demás expresiones creativas occidentales a un ritmo impresionante (sí menciona su inabarcable colección de vinilos y su tendencia compulsiva a comprar todos los que encuentra, pero como hecho contemporáneo). Todo ese bagaje cultural está sin duda en sus novelas, pero al contar la historia de cómo empezó a escribir, uno se queda con la idea de que la primera novela salió de la nada, como si hubiera sido un conjuro. Por toda explicación nos dice que ese empleo le obligaba a tratar con muchísima gente y que por eso entendía la psicología humana lo suficiente como para crear personajes sólidos.
Trabajo diario, constante y duro para alcanzar objetivos concretos y muy precisos, sí, con calendarios, horarios y demás métodos que no solemos asociar a la creación literaria, sí. Pero no es verdad que partiera de cero, no es verdad que tuviera las manos vacías: el sustrato cultural de Murakami era denso y consistente mucho antes de que le diera por ponerse a escribir.
Sorprende también que el propio Murakami nos cuente que todos los años pasa unos meses en Boston en calidad de profesor invitado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las universidades más prestigiosas del mundo. Si damos por buena la descripción de su vida sencilla y espartana, ¿de qué podría hablar en el MIT este expropietario de bares de jazz venido a más gracias a un golpe de suerte con su primera novela? ¿De las ideas que se le ocurren cuando va corriendo? ¿De lo disciplinado que es? Pues no. Como atestiguan sus libros de ensayo, sus traducciones y el resto de su producción escrita, el tipo es brillante y tiene unos conocimientos excepcionales de literatura, música y arte contemporáneos, aunque se empeñe en demostrarnos su humildad y su sencillez, aunque insista en que todo lo que hace y todo lo que logra se debe solo al esfuerzo y la constancia.
No pretendo quitarle al autor su ilusión de pensar que es solo la disciplina lo que le ha permitido llegar hasta donde está. Tampoco se me ocurriría tratar de emborronar esa vida sencilla, sacrificada y metódica que nos presenta en el libro, tan sencilla, sacrificada y metódica como es correr un maratón. No, no quiero cambiar nada porque el libro es excelente, lo disfruté como un niño, me lo leí de un tirón y me inyectó una enorme dosis de moral e inspiración para la vida en general. Ahora bien, sí quiero advertir a los lectores que, si después de haber leído el libro se les ocurre consultar más datos sobre el autor (datos que no haya escrito él mismo), es posible que se les desdibuje la frontera entre el escritor Murakami, de carne y hueso, y el soldado Murakami, protagonista indiscutible de la historia que se cuenta en ese libro.
viernes, 20 de mayo de 2016
Sin hogar
Hace más de un año que no veo a Richie, el vagabundo del carrito que vendía rosas en la esquina de la calle 42. En su momento, convertí a Richie en un personaje de cuento y lo involucré en una trama de intriga diplomática, aprovechando que entre su esquina y el edificio principal de la ONU no hay más que unos pasos.
También lo he usado como inspiración para otros episodios de ficción que he escrito en este blog. No es que lo eche de menos, porque nos siguen sobrando vagabundos en esta ciudad y ahora, con el buen tiempo, salen de los túneles y se los ve por todas partes. Cuanto más elegante o más turística sea la zona, más vagabundos hay, porque ahí es donde la gente tira más comida y da más limosnas. Si uno quiere ver a los mendigos más famosos de Nueva York, no tiene más que pasear un poco por Times Square, los alrededores del Empire State Building y la estación Grand Central. Los baños públicos son un excelente punto de observación, porque ahí es donde suelen hacer sus abluciones por la mañana. En verano, abandonan temporalmente esos lugares y prefieren lavarse de madrugada en las fuentes de los parques, antes de que llegue la oleada de teléfonos y cámaras digitales.
En fin, hoy me quedé mirando a uno que no conocía, uno bajito, rechoncho, con cara de resignación, que lleva un bastón y camina muy despacio. Viste una cazadora de los Nets y, en su lenta caminata, siempre hace una pausa para conversar con la misma cabina telefónica (la de la esquina de la tercera avenida y la calle 45) y con el mismo poste del andamio que hay frente al restaurante Tulsi, en la 46. Se detiene, mira con parsimonia a la cabina o al poste y, antes de empezar a hablar, se apoya bien en el bastón levantando al mismo tiempo el dedo índice de la mano que le queda libre. Habla bajito, sin prisa, razonando con la cabina (con el poste), como esperando que asienta o que le conteste. Mientras lo miraba, me he quedado pensando en él, en todos los que son como él, incluido Richie, y de repente he oído las voces que me susurraban al oído.
Son voces de muy lejos, de 1986, y de otro continente. Ese año, Paul Simon saltó (de nuevo) a la fama con un disco titulado Graceland en el que incluyó mucha y muy buena música africana. En una de las canciones participa un grupo clásico y mítico del género South African township music llamado Ladysmith Black Mambazo, y con las voces de ese grupo cantó Paul Simon esa canción que se me vino a la mente mientras miraba al hombre que razona con las cabinas de teléfono.
miércoles, 18 de mayo de 2016
Gente imposible
La oscuridad de los túneles del metro me fascina desde que era muy pequeño. Entonces, igual que ahora, me quedaba mirando aquella boca negra, insondable, totalmente plana y vacía o, más bien, llena de negrura, y me imaginaba todo lo que pasaba allí dentro. Me gustaba sobre todo ver aparecer aquellos dos puntos minúsculos que eran los faros del tren (los ojos del tren, nos mira el tren, nos busca con la mirada) al fondo del túnel, tan tenues, tan poca cosa que apenas lograban penetrar la densa oscuridad que los rodeaba. Los faros iban sujetos a dos hilitos brillantes, los raíles, y se iban haciendo cada vez más grandes, cada vez más reales, hasta que uno o dos segundos antes de entrar en la estación se distinguían por fin los colores, rojo y blanco, de los vagones que llegaban tronando y resoplando.
Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.
Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.
Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura
Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.
Hoy es más o menos igual, aunque haya un poco más de luz. La estación y el tren, iluminados y brillantes, son como cápsulas de supervivencia en las que atravesamos ese mundo desconocido e inefable en el que con toda seguridad habitan nuestras peores pesadillas. Esa masa plana de negrura, rasgada de vez en cuando por alguna misteriosa luz de color, por algún cometa en forma de lámpara o de semáforo, nos vigila, o nos acecha, y nunca se decide a atacarnos. Nosotros, con la confianza que da la claridad, nos sentimos seguros, tranquilos, incluso relajados, leemos un libro, oímos música o sencillamente perdemos la mirada para no encontrarnos con los ojos de los demás pasajeros. Y así la negrura nos engulle sin violencia, nos digiere y por último nos vomita en otro arco de luz, en otra estación.
Si uno pone atención, puede ver cosas en ese trayecto invisible. Si uno fija la vista en la oscuridad y deja que se dilaten las pupilas, puede ver los tubos, los cables, las misteriosas hornacinas excavadas o esculpidas en las paredes de los túneles. Uno puede ver, dentro de esas hornacinas, grafittis y firmas hechas con pinturas de spray, algunas muy recientes, otras casi borradas por la mugre y el polvo, ese polvo de hierro que despiden las ruedas de los vagones y que da a los túneles su espeso tinte opaco. Uno imagina, pues, que hay quien pasea por esos túneles, bote de pintura en ristre, para ilustrar con su arte la oscuridad más absoluta.
Si uno pone atención, puede llegar a distinguir escaleras, portillos y otros accesos en esos túneles. Entonces los carteles de “prohibido pasar” que se ven en las estaciones y que, en principio, parecen ridículos (¿quién se metería en la boca del lobo?), cobran mucho más sentido. Poco a poco la curiosidad se aviva. La curiosidad hace que nos coloquemos al borde del túnel, donde se chocan la pared pintada de la estación y la pared ennegrecida del túnel, como una alegoría del bien y del mal, del día y de la noche o de la vida y la muerte. Hace que nos quedemos ahí, esperando a que las pupilas se dilaten y empiecen a aparecer los contornos, los reflejos y los volúmenes. Y un día, por casualidad, se ve algo. Se ve a alguien. Durante una fracción de segundo, una silueta que no puede existir: un ser (¿humano?) que no puede estar ahí. Apenas un hombro y una cabeza, quizá un brazo. Y nada más. ¿Es posible? No parecía una alucinación. No. Parecía un ser. Luego llegó el tren y rompió la negrura
Desde entonces no dejo de mirar por las ventanas todas las tardes, todas las mañanas. No dejo de mirar a la boca de los túneles, como cuando era pequeño. Me cubro la cara con ambas manos para protegerme de la luz y busco, busco, busco. Busco ratas. Topos. Murciélagos. Cavernícolas. Gente. Ahí dentro. Gente imposible en un mundo invisible.
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