Quizá por no haber tenido contacto nunca con ejércitos ni milicias, me sorprende mucho ver cómo la gente se mata. Me sorprende, de hecho, constatar que las guerras, las masacres y los genocidios son una característica de la raza humana y uno de los principales motores que impulsan el desarrollo tecnológico y científico. Dicen las estadísticas que, en proporción a la población, cada vez hay menos conflictos armados y cada vez muere menos gente en esos conflictos. Eso está bien, y me alegro mucho, aunque no creo que le sirva de consuelo a quien ve morir a familiares, amigos y conocidos en los países que están ahora mismo en esa situación.
Cuando esas guerras, masacres y genocidios terminan, la gente reacciona de formas muy diferentes, según las circunstancias. Como es habitual, quien tiene una ideología firme y bien interiorizada reacciona en bloque con quienes comparten esa ideología y no tiene dudas, o apenas duda: saben muy bien lo que hay que hacer y procuran que todo el mundo les siga. A otros muchos, que no tenemos el apoyo de una fe o un pensamiento político convincente, o a los que sencillamente no tenemos opinión o preferencia política o religiosa, nos resulta muy difícil asumir y entender lo que pasó. (Por cierto, en todo conflicto hay siempre un tercer grupo de personas, muy influyente, que es el de los que miran desde fuera: los analistas y opinadores de otras zonas u otros países, que influyen más cuanto más participan en la reconstrucción y la rehabilitación del tejido socioeconómico destruido por el conflicto.)
Con todos esos elementos en mente iba yo leyendo la historia de Soldados de Salamina, en la que Javier Cercas, que es también el protagonista de su propia novela, intentaba reconstruir una escena concreta de un personaje concreto de la guerra civil, el periodista, escritor e ideólogo Rafael Sánchez Mazas. Al tiempo que leía, iba buscando información sobre aquella época, los protagonistas y la evolución de la guerra civil española y del pensamiento fascista o totalitario en España. He aprendido mucho sobre el tema y, como suele suceder en estos casos, he terminado con muchas más preguntas que respuestas. Así es el aprendizaje: cuanto más sabemos, más claro va quedando lo poco que sabemos.
Poco después de terminar el libro coincidí con un grupo bastante nutrido de amigos en el Maxi y planteé la pregunta de si alguien tenía conocidos o familiares muertos en guerras, masacres o represiones. ¿Alguien? Resultó que casi todos teníamos. Nos pasamos la tarde entera narrando las historias de abuelos ejecutados en la guerra civil española, familiares torturados o desaparecidos en las dictaduras latinoamericanas, o amigos y hermanos perdidos en el horror de los Balcanes. Por una parte, era terrible ver que casi todo el mundo había perdido a alguien. Por otra, era fascinante escuchar tanto las historias como las opiniones y las reacciones de unos y de otros.
Lo que más me llamaba la atención era la precisión con la que algunos contaban las circunstancias en las que aquellas personas habían sido asesinadas, torturadas, secuestradas o desaparecidas. Me llamaba la atención porque ninguno de los que participábamos en la conversación podíamos (menos mal) relatar el caso de primera mano. Sin embargo, a pesar de no haber estado presentes, algunos teníamos muy claros ciertos detalles, incluso del momento preciso de una ejecución o de una sesión de tortura.
Pensando en el libro de Javier Cercas y en su frustración cada vez que intentaba fijar los hechos desde un punto de vista objetivo, se me ocurrió preguntar a quienes daban esos detalles si podían aportar otros que, cabría pensar, también deberían haber trascendido. Por ejemplo, a una amiga que relató con bastante precisión una escena en la que su tía era torturada, le pregunté: ¿era tu tía la única que estaba con los dos torturadores en esa habitación? No sabía. Un amigo bosnio explicó cómo se habían llevado a su padre a la parte de atrás de su casa para ejecutarlo y reproducía el diálogo que sostuvo con sus verdugos. ¿Quién te contó ese diálogo?, pregunté. Uno de los verdugos, que fue detenido, se lo confesó a mi madre antes de ser ejecutado, contestó. Le pregunté entonces qué grado de fiabilidad daba él a esa confesión, probablemente obtenida en circunstancias poco ortodoxas. En lugar de contestar, mi amigo me preguntó, cortante, si yo estaba poniendo en tela de juicio el relato de su madre. Yo me limité a decir que no, pero el asunto quedó ahí, en el aire.
Tengo la impresión de que, como en el libro de Cercas, todos esos relatos que nos llegan por terceros no son "la historia" ni "la verdad": son más bien como las novelas y las películas, es decir, solo podemos saber lo que el director o el autor nos han querido enseñar, y solo lo podemos "ver" a través de sus ojos y de su memoria. Cuando el relato familiar llega por vías indirectas, y no por una investigación criminal, no es posible pensar que uno sabe nada a ciencia cierta: los narradores sucesivos pueden haber ampliado, acortado, embellecido, dramatizado o transformado radicalmente los hechos. En suma, el relato de terceros no nos permite saber lo que pasó de verdad: puede ser exacto o puede ser pura ficción, o cualquiera de todos los estados intermedios posibles. Si uno quiere determinar los hechos, la única manera es investigar, pero para eso se necesitan libros, hemerotecas, testigos, registros y demás, y en las conversaciones de amigos y familiares eso ni se plantea. Lo único que hay son historias contadas por terceros que, cuanto más se cuentan, más reales se van haciendo en la mente del grupo familiar, y al mismo tiempo más se van distanciando del hecho en sí.
Mi conclusión es que la memoria no es histórica, y mucho menos cuando se trata de asuntos tan trágicos como las guerras. La memoria humana, frágil, incompetente y sensible a las emociones, no es capaz de contrastar hechos de forma fría y calculadora: se nutre de relatos y sentimientos y, por lo tanto, no es capaz de ser histórica, en el sentido en el que hoy entendemos la historia. No es esto una crítica, ni mucho menos. De hecho, pienso que si no tuviéramos ese tipo de memoria, las cosas que nos contamos cuando nos sentamos alrededor de una mesa para tomar un café serían muy parecidas a las actas de una comisión, es decir, mortalmente aburridas.
Para mí, la memoria humana es mítica y dramática, como de hecho lo fue la historia durante muchos siglos, antes de que se empezaran a aplicar los métodos del racionalismo a la investigación. Por eso dudo de que el término "memoria histórica" sea adecuado, y tampoco creo que títulos como "comisión de la verdad" tengan mucho sentido, pero no quiero empezar aquí otra diatriba sobre el concepto de "verdad", porque me alargaría demasiado. Supongo que me hago entender.
Volviendo a la literatura, justo después de aquella conversación tan interesante y emotiva con los amigos del Maxi, volví a casa, abrí el libro que estoy leyendo y ahí mismo me estaba esperando esta cita:
En la historia, hay montones de hechos que es mejor dejar en la sombra. El conocimiento exacto no aporta nada bueno a nuestra vida cotidiana. Lo objetivo no sobrepasa necesariamente a lo subjetivo. La realidad no extingue necesariamente la fantasía. (Matar al Comendador, Haruki Murakami; traducción propia de la versión inglesa)Es otra forma de verlo. No es la opinión de Murakami, sino lo que dice uno de sus personajes en un momento dado, pero sí reconozco esa opinión en mucha gente de mi entorno, y en varios países: "no hurgues en el pasado, no merece la pena y solo te vas a llevar disgustos; acepta las cosas como son y mira hacia delante". Como se puede suponer, ese es uno de los temas de la novela Matar al Comendador. Es evidente que a Murakami le encanta hurgar en el pasado. Y yo reconozco que últimamente siento una curiosidad que antes no tenía.
¿Me estaré haciendo mayor?