miércoles, 23 de diciembre de 2009

Un poco de lírica popular contemporánea

Who controls the past now controls the future. Who controls the present now controls the past. Who controls the past now controls the future. Who controls the present now?

Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
Quien controla hoy el presente, controla el pasado.
Quien controla hoy el pasado, controla el futuro.
¿Quién controla hoy el presente?

Testify, Rage against the machine

martes, 22 de diciembre de 2009

Privado

Santiago lleva en el carrito dos escobas. No son para barrer, sino para su privado. Ahora que bajan las temperaturas, en cuanto junta suficiente comida, agua y los dos dólares que cuesta entrar en el metro, se mete en la primera estación. Si es hora punta, espera que la muchedumbre vaya aclarando. Cuando llega un tren casi vacío, se mete a buscar una esquina. Busca ese lugar en el que se juntan cinco asientos sin ventana, al fondo de los vagones, junto a la puerta inútil que debería comunicar un coche con otro, pero que está bloqueada por la empresa de transportes. Cuando encuentra una de esas esquinas libres, se sienta, coloca el carrito en diagonal, como mirando al mundo, y levanta las dos escobas en forma de aspa, una a cada lado. Las asegura bien a los flejes del carrito con unas tiras de alambre para colocar encima el abrigo extendido como un biombo. Así queda parapetado: quienes entran en el vagón apenas le ven las piernas, quizá uno de los zapatos. Ése es su privado.

Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.

La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.

viernes, 18 de diciembre de 2009

No sé, no sé

A veces me han llamado lunático. A veces me han dicho que estoy en las nubes. A veces me acusan de echar a volar la imaginación. Acepto todos los cargos y me declaro culpable. Lo que no me pueden pedir es que un sábado por la mañana, con un sol radiante, todavía en pijama y a medio desayunar, suene el timbre de la calle y yo me ponga a pensar en el cosmódromo de Baikonur.

Pensé varias cosas: el dueño del edificio, una amiga de mis hijas, el vecino de abajo (otra vez), el cartero, pero no pensé en el cosmódromo de Baikonur ni en los satélites de órbita baja.

Cuando bajé y vi al tipo con el mono (buzo, overol) azul pensé, eso sí, en los contadores del gas, del agua y de la electricidad, que están en el sótano, y desde que cerraron el negocio que había ahí, hace dos meses, me ha dado más de un dolor de cabeza porque los empleados de las empresas distribuidoras no pueden leerlos y me mandan lecturas ponderadas (o sea, facturas altísimas que no tienen nada que ver con mis consumos habituales). Así que vi al tipo con mono azul y no me dio por pensar en un cohete Soyuz apto para el lanzamiento de seres humanos elevándose sobre el cielo de Kazajstán.

El tipo me preguntó, como esperaba, si yo tenía llave del sótano. Cuando le dije que no, él explicó que no había ningún problema, que venía de la compañía del gas, como yo había constatado hacía un rato por el logotipo del uniforme, y que quería instalar un dispositivo nuevo para automatizar la lectura del contador. Y yo no caía todavía: no se me pasaban por la imaginación las transmisiones pasivas de datos por vía estratosférica.

—Le explico —me dijo—: acérquese más a la puerta. ¿Ve ese edificio de enfrente? ¿Ve la cajita gris que hay encima de la trampilla del sótano?

Miro y, en efecto, veo una cajita gris de unos diez centímetros de lado, con aspecto de recién instalada, en el edificio de enfrente. Digo que sí con la cabeza.

—Bueno, pues una vez al mes, esa cajita le manda la lectura del contador a un satélite que hay por aquí encima en alguna parte, y el satélite rebota la información a nuestra oficina y emitimos automáticamente la factura. Así no tenemos que andar yendo, viniendo, llamando y demás. ¿Comprende?

Y yo, que ya iba comprendiendo, visualizaba las plataformas de lanzamiento en el lejano Baikonur, los cuerpos desechables del lanzador Soyuz, las ojivas con varias etapas de satélites, el centro de control, las radiocomunicaciones, las antenas parabólicas para el seguimiento, las filas de camiones que traen toneladas y toneladas de combustible sólido a temperaturas muy por debajo de cero...

—Pero no se preocupe: dígale al dueño del edificio que nos llame, concertamos una cita y en unos días lo tenemos todo listo, ¿vale?

—Vale —contesto maquinalmente.

—Pues venga, ahí le dejo el papelito. Hasta luego y gracias.

—Gracias.

Me da la espalda y echa a andar hacia la calle. Me fijo en sus botas, en su camioneta, que también lleva el logotipo, en el aparato medidor que lleva en la mano y que no ha podido usar, en tantas y tantas cosas que van a caer en desuso en cuanto este tipo instale la cajita gris. Pienso en la maravillosa simplificación: ahora, para leer el contador, no hay que hacer nada porque un satélite lo lee y un ordenador se encarga de emitir la factura. Y me digo: ¿que no hay que hacer nada? ¿Cómo que no hay que hacer nada? ¡Hay que lanzar cohetes desde Kazajstán, hay que poner satélites en órbita baja, hay que transmitir datos por la estratosfera y hacer que un ordenador los entienda y emita facturas a mi nombre! ¡Y que las envíe a mi casa! ¿Que no hay que hacer nada? Y pienso: ¿maravillosa simplificación?

jueves, 3 de diciembre de 2009

Abundancia

Son las siete. Hace bastante frío, casi cero grados. Ya está todo oscuro. Esta calle, que no nombraré, es oscura, estrecha y fea. De vez en cuando pasa una persona, pero a los efectos está desierta. Yo espero a una persona en esta esquina, parado, y desde aquí veo también la calle que cruza, un poco más ancha y fina, pero igualmente cochambrosa. Detrás de mí hay un bar muy ruidoso regentado por unos franceses que se llama Café Noir. Justo enfrente, al otro lado de la calle, hay otro bar, más elegante. Lo frecuenta gente mucho más selecta que el grupo de europeos que suele agolparse en el Café Noir.

Como todos los jueves, hoy hay barbacoa gratis para todos los clientes del bar elegante. A la puerta del local, dos cocineros mexicanos organizan una inmensa parrilla. El humo repta por la fachada del enorme edificio y se pierde de vista allá por el sexto piso. El olor impregna el aire. Casi diría que impregna la ropa y el pelo, incluso a esta distancia. Me pregunto, mientras miro, mientras huelo, qué pensarán de eso los vecinos.

Si uno sigue andando por esa acera de enfrente, al fondo se ven unos paneles de madera pintados de azul que bloquean el paso. Dos carteles:
  • Peatones: usen la acera de enfrente
  • Para reportar condiciones peligrosas en este lugar de trabajo, llame al número bla bla bla. No tiene que dar su nombre.
Al pie de los dos carteles asoma, bajo una luz mortecina que apenas alcanza al suelo, una rata de buen tamaño. La rata y yo estamos más o menos equidistantes de la barbacoa. Husmea el buen aroma que desprende la carne. Los cocineros la ven y hacen algún comentario que no alcanzo a oír. Parece que el primero le propone algo al segundo. "Chale", contesta el segundo con una sonrisa, "no manches". Pero el primero insiste. Se quedan quietos un instante con la mirada fija en el roedor.

En ese momento llega un Bentley a la puerta del bar. (Un Bentley, para quien no tenga el gusto, es un coche británico; en esta ciudad se venden modelos de segunda mano a partir de 130.000 dólares.) Sale él, con atuendo sport; le abre la puerta a ella y sale ella, con vestido formal, pero informal (ellas saben cómo hacer estas cosas) y muchos brillos en las muñecas y el cuello. Entran los dos juntos, rubios, altos y fascinantes, en el bar.

Mientras tanto, el primer cocinero ha cortado dos trocitos de grasa del costillar y se ha puesto en cuclillas. Alarga la mano hacia los paneles azules, muy quieto, y la rata se va acercando, con muchos rodeos, con timidez, alzando de vez en cuando las patas delanteras. El segundo cocinero lo trata de mamón y de cabrón y amaga con patearle el trasero. La rata se espanta, pero no se marcha: retrocede un poco y se queda mirando agazapada detrás de una inmensa bolsa de basura.

Las oscuras ventanas del bar se alumbran de repente con un destello; dos, y tres: alguien se está haciendo una foto con alguien. Para pasar el rato me imagino una conversación de los figurines que acaban de entrar. ¿Champán, quizá? Pero cariño, si hemos venido para la barbacoa, ¿no será mejor un Burdeos? Sí, claro, claro. Tú siempre tan atenta a estos detalles. Más fotos, más flashes. La gente importante de verdad sabe aguantar esos destellos sin pestañear, sin que se le marque ni una sola arruga en el ojo ni en la comisura.

La rata se vuelve a acercar, ahora más segura. El segundo cocinero ya se está quieto y observa. El otro no se mueve, esperando que su invitada recoja el premio. Entonces me doy cuenta de que por el panel azul pululan otras dos, tres, cuatro, cinco ratas. Mantienen la distancia, pero ahí están, acechando. El primer cocinero, impasible, aguanta con el brazo en su lugar mientras la rata original se da la vuelta, mira a sus congéneres y eriza el pelo del lomo en un movimiento espeluznante.

De repente, la rata da un salto hacia la mano del primer cocinero. Éste se incorpora, da un paso atrás y tropieza con su compañero, que a su vez topa con la barbacoa. Dos costillares caen al suelo y las cinco ratas no invitadas corren hacia ellos. Los dos cocineros se ponen a patearlas como locos hasta que consiguen espantarlas.

El segundo cocinero recupera los costillares, que han caído al pie de un árbol. Los miran. Se miran. Miran alrededor. No ven a nadie. Sí. Me ven a mí. Y me miran. Y yo los miro. No alcanzamos a vernos las caras porque está demasiado oscuro, pero por mi actitud ellos deducen que yo no voy a decir nada, que no voy a hacer nada. El segundo cocinero se da media vuelta y, con una punta del delantal, empieza a limpiar los costillares. Cuando termina, los coloca otra vez en la parrilla. El primer cocinero, que debe de tener una herida de la rata, se envuelve la mano con una servilleta y aprieta, aprieta la mano y aprieta los dientes. Se dobla. Se va para dentro.

En ese momento llega la persona que yo estaba esperando. Nos saludamos, empezamos a hablar, emprendemos la marcha y la escena se diluye, se queda atrás, atrás, como un azucarillo que se va sumergiendo en una taza de te, como un conjunto de ruidos absurdos que genera una extraña confusión. Es una confusión que aún me dura, y que me hace pensar en las múltiples, complejas e íntimas relaciones que vinculan a las ratas con los Bentleys.