martes, 22 de diciembre de 2009

Privado

Santiago lleva en el carrito dos escobas. No son para barrer, sino para su privado. Ahora que bajan las temperaturas, en cuanto junta suficiente comida, agua y los dos dólares que cuesta entrar en el metro, se mete en la primera estación. Si es hora punta, espera que la muchedumbre vaya aclarando. Cuando llega un tren casi vacío, se mete a buscar una esquina. Busca ese lugar en el que se juntan cinco asientos sin ventana, al fondo de los vagones, junto a la puerta inútil que debería comunicar un coche con otro, pero que está bloqueada por la empresa de transportes. Cuando encuentra una de esas esquinas libres, se sienta, coloca el carrito en diagonal, como mirando al mundo, y levanta las dos escobas en forma de aspa, una a cada lado. Las asegura bien a los flejes del carrito con unas tiras de alambre para colocar encima el abrigo extendido como un biombo. Así queda parapetado: quienes entran en el vagón apenas le ven las piernas, quizá uno de los zapatos. Ése es su privado.

Se quita entonces la mitad de la ropa que lleva. Él nota el olor, por supuesto, pero ya está acostumbrado. La gente que va en el vagón no. Por eso, cuando se quita la ropa, la mitad del pasaje se cambia al anterior o al siguiente. A él, en su privado, le da igual. Estira su manta, se apoya con comodidad en la esquina, se hurga los entresijos, se hace su higiene, que solo él sabe en qué consiste. A veces tiene un poco de perfume o jabón para paliar el hedor. En las papeleras se encuentra de todo. Cuando termina, hurga de nuevo en las bolsas de plástico y saca la Biblia. Mira el sello de la contratapa: "Placed by the Gideons, do not remove". Le gusta mirar ese sello porque trae recuerdos. Un viaje, el último, un hotel, unas cervezas, un cubo de hielo. Luego Nueva York, luego nada. Apoya la Biblia en el asiento, a su derecha, y va señalando con el dedo y leyendo en silencio, memorizando cada versículo, hasta que el calor de la calefacción y el vaivén del tren le hacen dormir. Sabe que, desde el momento en que instala su privado tiene entre una y cuatro horas de descanso. Los días de semana, menos. Los sábados, domingos y festivos, mucho más.

La madrugada pasada, cuando los dos guardias de seguridad lo sacaban del vagón con su privado a cuestas, se dio cuenta de que una muchacha flaca y triste lo estaba mirando. Los guardias le hicieron las preguntas de siempre y luego se marcharon escaleras arriba. Entonces la chica se le acercó y le preguntó si quería un cigarrillo. Él lo aceptó sin decir nada. Ella se sentó a su lado en el banco. Lo miraba de arriba abajo, de arriba abajo. Santiago ya está acostumbrado a que lo miren así, no le importa. Él no la miraba mucho a ella, en parte por respeto, en parte porque no era muy bonita. Fumaron en silencio. Al acabar el suyo, ella dijo «yo también estoy sola». Se levantó y se fue caminando al otro extremo del andén desierto. Poco después llegó el tren. Ella lo tomó. Él se quedó sentado, mirando, como de costumbre. Estaba sola, me dijo Santiago, pero se ve que todavía tenía a dónde ir.

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