En este artículo del Guardian, Elizabeth Day plantea una hipótesis de por qué los reality shows no solo no pasan de moda, sin que proliferan, se multiplican y ganan cada vez más audiencia.
Como no veo tele, reconozco que solo puedo hablar de oídas. A principios de siglo, por curiosidad, me acerqué a la pantalla y vi un par de programas que me aburrieron soberanamente, así que no he vuelto a intentarlo. Sin embargo, algunos de estos programas tienen un impacto tan profundo en ciertas sociedades que es difícil sustraerse a ellos: están en los periódicos, en la radio, en Internet y en las conversaciones del barrio, del trabajo y del metro. Así que sí, vuelvo a tener curiosidad y este artículo me desvela muchas cosas.
Por una parte, dice, nuestra sociedad está cada vez más fracturada: vivimos lejos de la familia, vivimos lejos del trabajo, no nos hablamos mucho con los vecinos, nos desplazamos en coches y, en general, nuestro contacto con las demás personas es mucho más escaso que hace veinte o treinta años. Quienes ven uno de estos programas pasan entre dos y tres horas con los concursantes, que son "gente como uno", o sea, personas de esas con las que ya no nos comunicamos directamente. Hay una clara proyección personal (quizá no identificación) del espectador con el concursante. El primero proyecta sus anhelos y sus frustraciones en el segundo, y no le cuesta porque ve a las claras que es exactamente como él. Los concursantes están viviendo una odisea personal y, por supuesto, la audiencia prefiere verlos corriendo aventuras y evitar que vuelvan a la caja del supermercado, el foso del taller o la máquina empaquetadora de la fábrica. Por eso los apoyan con un entusiasmo mucho mayor que el que mostrarían jamás por una estrella de cine o un gran deportista, en los que no pueden proyectarse porque los consideran muy superiores, y con los que no pueden identificarse salvo por conceptos abstractos (la nacionalidad, por ejemplo). Por eso lloran y se desconsuelan cuando el sueño se acaba y tienen que volver a mezclarse con la multitud. Con nosotros.
Por otra parte, esta relación con los concursantes de los reality shows nos aporta una dosis, probablemente necesaria, de interés y preocupación por nuestros semejantes: qué hacen, cómo se sienten, qué les gusta y no les gusta, cómo les va y qué tienen previsto para el futuro. La gran ventaja que tiene esa relación-reality respecto de las relaciones reales es que no tiene riesgo alguno. Los concursantes no pueden decirnos que les caemos mal, que no nos quieren o que somos feos o tontos. Es una relación que jamás se podrá estropear, porque es unilateral. Si de repente alguno nos cae mal, podemos defenestrarlo sin remordimientos. Podemos ser crueles, incluso, y no habrá represalias. De hecho, lo más probable es que coincidamos en nuestro odio y nuestra crueldad con cientos de miles de personas. Participar en linchamientos públicos (artísticos, claro) también une y también dispara las endorfinas.
Muy relacionada con este último factor de la unilateralidad está la sensación de control. Quien ve esos programas sabe que puede participar y que su opinión se tendrá en cuenta. Uno puede votar por Internet, por teléfono móvil o directamente en el estudio, como público en directo, y mostrar su amor o su odio por cada uno de los concursantes. Lo que pase es, en parte, cosa nuestra. Estamos determinando el futuro de esas personas. En realidad, somos un poco sus padres, sus madres, sus jefes, sus tutores o sus sargentos chusqueros. Ahí también se mezcla el valor melodramático de todos estos productos: solo puede ganar uno. Desde el principio sabemos que va a haber lágrimas, dolor y sufrimiento. Desde el principio sabemos que casi todos los sueños van a acabar por romperse, que todo eso no es real y que muchos de los concursantes serán flor de un día. Y aun así los apoyamos, porque nos gusta (siempre nos ha gustado) el drama, y porque es infinitamente mejor observar el drama ajeno desde el sillón, con el pañuelo en ristre, que participar de los dramas reales de la vida cotidiana, que podrían estar esperándonos detrás de la puerta. Varios de los analistas que Day entrevista en su artículo comparan estos productos con las novelas de Dickens, los programas de televisión ñoños de los años cincuenta y otros muchos tear jerkers (sacalágrimas) del pasado.
Y ahí, con Dickens, es donde me entra la vena sensible, por aquello de la literatura. Pienso cuántos autores construyen sus novelas, poemas y narraciones con las mismas premisas que utilizan los productores de televisión para hacer sus reality shows. Pienso en esos productores como ávidos lectores de literatura melodramática, de tratados de psicología y sociología, de estadísticas socioeconómicas. Tiene mérito, la cosa, aunque seamos tantos los que criticamos ciegamente el fenómeno. Tiene mérito haber encontrado un sustituto masivo, global y ecuménico (hay realities hasta de ser buen musulmán) a las novelitas de cambiar, a las radionovelas y a tantísimas otras válvulas de escape lacrimoso como ha ido inventando el ser humano a lo largo de la historia. De hoy en adelante, gracias a ese excelente artículo de esta periodista británica, me cuidaré muy mucho de denostar esos programas a la ligera.
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