En un rincón perdido de una zona poco recomendable de un país en decadencia, las actividades de un enfermo de esquizofrenia y un armero sin escrúpulos desembocaron en un incidente lamentable en el que perdieron la vida varias personas. Entre los heridos había una representante del congreso de ese país.
Por motivos que no se me escapan, pero de los que no me quiero ocupar ahora, el mundo entero se puso a debatir quiénes tenían la culpa de lo que había pasado. Mientras el debate arreciaba en la superficie y las más altas autoridades del país en decadencia expresaban su consternación y declaraban su inquebrantable voluntad de hacer esto y aquello y lo de más allá, yo pensaba que lo mejor para evitar que a uno le afecten esos casos es alejarse todo lo posible de aquella zona perdida del mundo en la que prácticamente todos tienen una pistola o más. Largarse del país en decadencia. Y así, sumido en meditaciones perogrullescas y poco realistas, iba llegando al fondo del andén de la estación de la calle 14 (dirección sur), donde creía entrever un bulto del tamaño aproximado de un humano tendido sobre el costado.
Pensé de inmediato en esas campañas que veo en el metro y que alientan al ciudadano a dar la alarma si ven algún objeto sospechoso en las vías, en los túneles o en cualquier parte de las estaciones. Son graciosas esas campañas, porque el sistema de metro de esta ciudad está tan decrépito y abandonado que hay grandes acumulaciones de basura y desperdicios por todas partes. Si alguien quisiera atentar, poner una bomba, como en Madrid y en Londres, no tendría más que apartar un poquito una de las inmensas bolsas de basura que hay tiradas por todas partes y colocar un paquete. O ponerlo en una bolsa de basura, que no llamaría la atención en lo más mínimo. O mejor aún, darle forma de vagabundo dormido.
No había movimiento en el bulto que digo. Pensé que era humano porque en la base había cartones, señal habitual de que hay alguien durmiendo encima. Los materiales que lo cubrían eran muy variados, pero en general eran plásticos y mantas. Sin acercarme demasiado, traté de detectar ese olor característico que despiden quienes llevan tiempo viviendo en la calle. Nada. Al acercarme un poco más, surgió de la parte izquierda del bulto, la más cercana a las vías, una rata.
Nada más salir se volvió hacia mí, me miró y se quedó quieta unos instantes. Después se metió en el bulto otra vez, para surgir otra vez casi de inmediato, acompañada ahora por una rata de tamaño mayor (y no es que la primera fuese precisamente pequeña). Me observaban las dos. Yo las observaba a ellas y me preguntaba si se puede tener de mascota, o de animal de compañía o de protección, a un par de roedores como esos, tan grises, tan sucios, tan plagados de infecciones. Un instante después me preguntaba si de verdad habría algo o alguien ahí metido.
Rugió el convoy por el túnel. La escena tocaba a su fin. Un segundo antes de que el primer vagón entrara en la estación, las dos ratas se volvieron y desaparecieron por debajo de una puerta, aplastando mágicamente sus cuerpos para adaptarlos al tamaño de una ínfima rendija. Me metí en el vagón. Se cerraron las puertas.
No era descabellado pensar que hubiera una persona debajo de aquel montón de plásticos y mantas frecuentado por ratas. Si no estaba en ese momento, igual había salido a buscar tabaco. Esa persona, si existía, podía ser un enfermo mental sin el debido tratamiento, como el que mencioné al principio. Claro que con toda probabilidad no tendría pistola. Pensé que, quizá, podía tener ideas políticas, sociales o religiosas de carácter extremista e incluso violento. Claro que con toda probabilidad no podría hacerse con materiales explosivos. Pensé, en fin, que hasta para cometer delitos y masacres necesita uno tener contactos, hablar con gente. O al menos, tener un poco de suerte en esta vida.
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