viernes, 11 de febrero de 2011
La triste historia de la televisión (I)
En el bendito año de 1992 vivía yo en un pueblito de la costa mediterránea de España. Se enamoró de mí una muchacha llamada Laura, linda y cariñosa, alta y esbelta, pelo negro, grandes ojos, pocas palabras. En resumen, lo que uno anda buscando.
Una noche, cuando ya hacía un mes que nos conocíamos (en todos los sentidos), le dije que se quedara a desayunar. Se quedó, y al día siguiente llegó con su maleta. Fuimos muy felices, gozamos como era de esperar dadas la edad y las circunstancias, descuidamos nuestras respectivas labores (yo, mi trabajo; ella, sus estudios), dejamos que la casa se convirtiera en un majestuoso desorden y comimos y bebimos cualquier cosa durante un mes más.
Entonces, en un aciago día de julio, ella llegó a casa con un televisor de catorce pulgadas y una antena, los conectó y se dio a la labor de sintonizar los dos canales de la televisión nacional. Dos
horas después estábamos viendo lo que pasaba en la Ciutat Olímpica de Barcelona y en la isla de la Cartuja de Sevilla, una cosa en cada canal. Pasó una hora, no sucedió nada. Pasaron dos horas; me levanté, cansado y con la espalda dolorida. Ella seguía adherida al sofá. Era como si de repente Laura pesara ciento setenta kilos en lugar de cincuenta. Era como si no me oyera cuando le decía dale mi amor, toma un juguito, lávate la cara, levántate y vayamos a hacer esto o aquello. Poseída por la sucesión de imágenes y el cambio constante (un, dos, un, dos), me contestaba con un "sí, ahora, espera que acabe esto", o "déjame ver qué hay en la dos, mira, natación, me encanta".
Marché al bar, en solitario. Como de costumbre, Igor estaba allá, en nuestra mesa habitual, así que hablé y me desahogué. "Estás jodido, hermano", me dijo cuando terminé de explicarle. Contó que había pasado por una experiencia similar con un compañero de habitación en Italia y que se sentía capaz de predecir lo que iba a suceder. "Está infectada y no hay antídoto. Tienes que decidir cómo vas a deshacerte de ella", sentenció. Yo le pregunté si se refería al televisor o a Laura, y él me conestó lo que yo temía. "No quiero dejar a una mina como esa por un problema tan idiota", protesté. "Mira, mira", contestó él, señalando a la gente que poblaba el bar, todos ellos con el cuello torcido hacia atrás para mirar la pantalla que había en la esquina del fondo; "no subestimes a tu enemigo". Me ofreció su asistencia para eliminar el problema, pero insistí en que estaba exagerando. Nos despedimos temprano.
Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Laura no había llegado todavía de la universidad. Desconecté el artefacto maligno, con todo y antena, lo agarré y lo saqué a la puerta de la casa, convencido de que no pasarían ni diez minutos sin que alguien lo viera y se lo llevara sin preguntar. Asunto arreglado.
Ignorante de mí. No me di cuenta de que todo el mundo tiene ya un televisor, y que aquel aparatito de 14 pulgadas no lograría llamar la atención del más pobre de los rateros del barrio. A las ocho entró Laura con el televisor en brazos, dispuesta a colocarlo de nuevo en su sitio y protestando por mi osadía. Me puse delante de la mesita y le dije, como en las películas, que eligiera: "o el televisor, o yo". Me miró, se rió, me dijo que yo era lindo y divertido y que me quería tanto, me ablandó, se colocó de lado para darme un beso, pasó por un rincón abriéndose paso con la cadera, dejó el televisor en su lugar y, antes de conectarlo, me obligó a rendir mis armas ante su ternura.
Me dejó medio dormido en una esquina de la cama, entró un momento al baño y luego volvió corriendo a la sala para conectar de nuevo aquel pozo de imágenes y sonidos. Al rato me levanté. Hice la cena solo, la llamé una vez, dos veces para empezar a comer, pero había bailes folklóricos en el pabellón de Hungría y no me escuchó. Cuando terminé, pasé a su lado para irme a la cama y ahí sí, me detuvo. Me preguntó por qué no le había avisado de la cena. Le dije. Se extrañó. Sacudí la cabeza y me fui a acostar con una Rolling Stone del año pasado que encontré tirada en el pasillo. No pude leer. No pude dormir. Cuando oí que se servía la cena, me asomé por ver de acompañarla, pero se llevó el plato al sofá y siguió mirando la pantalla mientras comía.
Me puse un pantalón y unas playeras y salí a la calle por la ventana sin hacer ruido. Tenía que hablar con Igor.
martes, 8 de febrero de 2011
Organización, organización
But in the very world which is the worldy decidí seguir, pero mientras leía el poema de Wordsworth me topé con otros versos que me llamaron la atención por ser representativos de otra rama del romanticismo, en este caso la política:
Of all of us, the place in which, in the end,
We find our happiness or not at all.
When the world travels on a beaten road,En otras palabras, el objeto de esta parte del poema es el análisis de las formas de gobierno y la redacción de las leyes y constituciones. Ahí es nada.
Guide faithful as is needed, I began
To think with fervour upon management
Of nations, what it is and ought to be,
And how their worth depended on their Laws
And on the Constitution of the State.
O pleasant exercise of hope and joy!
Ese entusiasmo por el estudio de la institucionalidad, que casi dos siglos después goza de excelente salud tanto en el Reino Unido como, sobre todo, en los Estados Unidos, no ha sabido hacerse un hueco en los países hispanohablantes que yo conozco. De hecho, creo que debe de haber pocos países en el mundo que muestren la pasión burocrática y archivística que tienen los Estados Unidos, si es que hay alguno.
Podría ponerme a contar el resto de la divagación, que me llevó a leer textos de Jovellanos, Bolívar y unos cuantos más (tenemos nuestras excepciones, como es natural), pero prefiero no ponerme pesado. Para cerrar el círculo que abrí en el primer párrafo, me atrevería a decir que toda la primera parte de Moby Dick es, en realidad, una larguísima descripción de cómo se establece, se funda (constituye) y se reglamenta una mínima nación independiente, a saber, el barco ballenero Pequod. En esa nación viven durante dos años unos cincuenta ciudadanos y es ahí, en ese microcosmos constituido por el escritor, donde se desarrolla la historia principal de la novela. Sin esas 200 o 300 páginas iniciales en las que redacta la constitución, las leyes y las jerarquías del barco y de cada uno de sus individuos, Melville no habría podido encontrar jamás a la ballena blanca.
Una de las cosas que echo en falta en la literatura actual es precisamente esta: la labor, con frecuencia tediosa, de explicar con mayor o menor detalle al lector cómo funciona el mundo en el que va a suceder todo lo demás. En la literatura clásica, esta parte de la escritura es fundamental, hasta el punto de que ciertas obras se consagran casi exclusivamente a eso, es decir, a construir y describir un sistema o una organización social o humana.
Por el contrario, en la mayor parte de las novelas actuales se sobreentiende que el lector conoce y reconoce tanto el lugar de los hechos como su organización subyacente. Pienso que esa perspectiva es un error, por dos razones: a) las diferencias sociales y culturales son, a menudo, mucho más profundas de lo que nos hacen ver los medios audiovisuales (incluso entre países desarrollados, incluso entre regiones de un mismo país); por lo tanto, la omisión empobrece el texto, y b) la explicación, e incluso la repetición, de cosas sabidas nunca ha estorbado en la literatura; más bien al contrario, en muchas ocasiones ayuda al lector a no perder el hilo o a familiarizarse con los hechos o los personajes.
En cuanto a lo que dice el autor del artículo inicial sobre la posibilidad de que Melville sea precursor de Borges, no digo nada, que yo a Borges no lo he leído.
viernes, 4 de febrero de 2011
Mundo de cristal
La lluvia helada es también una potente fábrica de maldiciones y juramentos. Imagínese la situación siguiente: el hermoso fondant cae sin pausa durante doce horas, empezando a medianoche y terminando a mediodía. Para las ocho, cuando casi todos salimos de casa rumbo al colegio, al trabajo o a lo que sea, el suelo es una pista de patinaje (para los que caminamos), el coche es un bloque compacto e irrompible (para los que van en coche), las escaleras del metro amenazan con provocarnos incapacidad permanente. La lluvia que nos va cayendo encima está, literalmente, a temperatura de congelación. Uno se resigna, pero en su fuero interno abomina de esa sensación de frío y humedad, de los pantalones empapados hasta más arriba de la rodilla, de los empujones, de los trenes que se retrasan, de los coches que salpican, de los paraguazos.
Y aun así, la ciudad está tan bella que no podemos por menos que mirarlo todo, tocarlo todo, acariciar esa tersura vidriosa, esa textura pasmosa, esa capa de cristal interminable que, durante un día, convierte nuestro mundo en una inmensa bandeja de fruta escarchada. Cada vez que nos es dado levantar la mirada, sentimos que queremos más. Que no se termine esta magia, que no salga el sol, que no llegue el deshielo, que el mundo siga siendo de cristal un minuto más. Y que nadie lo rompa.
(Fotos de E. B.)