La lluvia helada es también una potente fábrica de maldiciones y juramentos. Imagínese la situación siguiente: el hermoso fondant cae sin pausa durante doce horas, empezando a medianoche y terminando a mediodía. Para las ocho, cuando casi todos salimos de casa rumbo al colegio, al trabajo o a lo que sea, el suelo es una pista de patinaje (para los que caminamos), el coche es un bloque compacto e irrompible (para los que van en coche), las escaleras del metro amenazan con provocarnos incapacidad permanente. La lluvia que nos va cayendo encima está, literalmente, a temperatura de congelación. Uno se resigna, pero en su fuero interno abomina de esa sensación de frío y humedad, de los pantalones empapados hasta más arriba de la rodilla, de los empujones, de los trenes que se retrasan, de los coches que salpican, de los paraguazos.
Y aun así, la ciudad está tan bella que no podemos por menos que mirarlo todo, tocarlo todo, acariciar esa tersura vidriosa, esa textura pasmosa, esa capa de cristal interminable que, durante un día, convierte nuestro mundo en una inmensa bandeja de fruta escarchada. Cada vez que nos es dado levantar la mirada, sentimos que queremos más. Que no se termine esta magia, que no salga el sol, que no llegue el deshielo, que el mundo siga siendo de cristal un minuto más. Y que nadie lo rompa.
(Fotos de E. B.)
Suena parecido a lo que en Valladolid llaman «cencellada» y que he visto en Aragón: rocío congelado. Parece como si alguien hubiera cogido los árboles de las raíces, los hubiera sumergido en agua y luego los hubiera dejado secar en el aire helado :)
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