sábado, 30 de abril de 2011
La nota del suicida
Lu es una de las veinte personas de esa empresa (aproximadamente, las cifras no están claras) que se han suicidado en los últimos tres años en una de las factorías similares a la "iPod City" que ya en 2006 hizo famosa el Daily Mirror británico. Hay quien establece una cronología particularmente tétrica que hace coincidir los suicidios con los lanzamientos de ciertos modelos y productos nuevos. El portavoz de la empresa explica que se han instalado rejas en todas las ventanas de los dormitorios de la ciudad industrial para evitar que la gente siga saltando. En serio. Dice que los suicidios no tienen nada que ver con las condiciones del trabajo: hubo un suicida en el 2007 y los demás decidieron imitarlo, es un efecto de contagio. Pero el periódico inglés The Guardian ha podido ver registros de empleados con hasta 98 horas extra al mes (más de cuatro al día). Ha encontrado registros de 13 días trabajados (incluidas horas extra) con un solo día de descanso. Ha descubierto que, en los dormitorios, los empleados son objeto de escarnio público por motivos tan baladíes como haberse secado el pelo con un secador que no era suyo. Ha sabido que a partir de 2011 los nuevos trabajadores tienen la obligación de firmar, en su contrato con Foxconn, una cláusula en la que se comprometen a no suicidarse (!). Se sabe que uno de los suicidas fue castigado físicamente ante sus compañeros por dejar caer un prototipo de iPad al suelo.
Una vez más, el supervisor dice que todas las horas extra son voluntarias y que los trabajadores deciden si quieren hacer turnos o no. Los obreros, por su parte, alegan que si se niegan a trabajar los turnos extra que les proponen, se arriesgan a que solo les paguen el salario base, a saber, 1.350 yuanes (140 euros) al mes.
El caso es que los países desarrollados siguen pidiendo iPads (y otras cosas) a go-go, y que todos esos productos tienen que salir de las factorías de Foxconn donde trabajaban Lu y todos los demás suicidas sin nota (que se sepa) que han decidido saltar por las ventanas de sus dormitorios.
Mientras en China pasa todo esto, los foros de usuarios de los países desarrollados están llenos de gente indignada por los retrasos en la entrega de los equipos y de críticas a Apple y a las empresas distribuidoras como TNT, FedEx y demás por su falta de seriedad. Los consumidores presionan y presionan para que sus aparatos lleguen lo antes posible. Por supuesto, estas empresas bajan la cabeza y piden disculpas, para después dar media vuelta y presionar a su vez a sus proveedores, entre los cuales destaca Foxconn. Esa empresa, ¿a quién presiona? Es evidente: a sus empleados. El portavoz no tiene empacho en reconocer que a veces incumple la legislación laboral china, que es de lo más benevolente con los empresarios porque total, lo que importa es que los ciudadanos trabajen como chinos, pero alega (no sin razón, pero con una razón cargada de cruel hipocresía) que si quiebran los reglamentos es para calmar la sed de consumo de occidente. Así, la presión no cesa y algunos deciden saltar.
Dice Foxconn que tiene medio millón de personas trabajando en esa factoría. En ese caso, los suicidas serían "pocos" en proporción. Además, los que deciden acabar con todo son tan discretos que no dejan ni una nota (quizá la dejan, pero nunca trasciende) para sus amigos, para su familia, para sus jefes, ni tampoco para el consumismo occidental. Sencillamente se van, se quitan de enmedio, sin dramas y sin explicaciones. ¿O no? No podemos saberlo.
Otra cosa que no puedo hacer es entrar en la mente de los empresarios chinos. Reconozco que esa realidad se me escapa por completo. Ahora bien, si puedo analizar, desde dentro, el consumismo de quienes tenemos dinero suficiente para comprar productos de esos. Nuestro consumismo, tan denostado como poco mitigado (en eso me recuerda a la televisión), es mucho más ciego de lo que parece a primera vista. Tan ciego que es muy difícil exagerar cuando uno trata de explicar hasta qué punto nos tiene agarrados por ahí mismo y hasta qué punto es capaz de anular nuestra capacidad de ponderar con objetividad lo que hacemos día tras día. Por suerte, hay instituciones como Sacom y periódicos como The Guardian que todavía consideran que este tipo de monstruosidades es noticia y que hay que denunciarlas.
Al abordar este asunto me asaltan dos tentaciones un poco arriesgadas. En vista de la generosidad demostrada durante largos años por mis bienamados lectores, creo que merece la pena caer en ambas.
La primera puede parecer banal, pero creo que puede dar mucho juego: consiste en comparar esta situación con la de un niño caprichoso con mucho dinero y un tutor que, en beneficio propio, malcría al niño accediendo a todas sus peticiones y satisfaciendo todos sus caprichos. Es fácil caer en la trampa de identificar al niño caprichoso con "occidente", o con "el mundo desarrollado", y al tutor con China. No va por ahí mi analogía, ni mucho menos. El niño caprichoso es el consumidor con dinero, sea del país que sea. Considero que a ese consumidor con dinero (a mí) lo están tutelando, en efecto, pero quien ejerce la tutela no es China. «Y hasta ahí puedo leer», como decían en el Un, Dos, Tres, porque si entro a analizar a ese tutor se puede abrir la caja de Pandora. Si hay lectores interesados, los animo a que anoten sus propuestas.
La segunda tentación es comparar esta situación con la revolución industrial del siglo XIX. Esa revolución industrial fue un hito en la historia del ser humano: modificó los hábitos cotidianos y los métodos que se utilizaban para extraer y distribuir los recursos del mundo. Muchos años después, todos sabemos que ese fenómeno favoreció, en aquel tiempo, a una ínfima parte de la población mundial e hizo sufrir lo indecible a la inmensa mayoría, sobre todo a los millones de trabajadores semiesclavizados, incluidos los niños, que la impulsaron con su esfuerzo. Sabemos, por ejemplo, con qué frialdad se calculaba la "vida útil" de un niño en un telar de algodón o de un minero en una explotación de carbón. Sabemos que a principios del siglo XX existía un modelo primitivo de globalización y que un ciudadano (rico) del Imperio Británico podía dar la vuelta al mundo no ya en 80 días, sino en poco más de 48 horas, o tener en su mesa productos frescos del otro extremo del mundo.
En mi opinión, la revolución digital va por un camino muy similar. Cambia los hábitos y modifica los métodos que utilizamos para extraer y distribuir el bien más preciado de esta época, a saber, la información. Todos los que nos beneficiamos de ella, que en proporción con la población del mundo somos muy pocos, sabemos (aquí y ahora) que este fenómeno esta medio podrido por dentro, por muchos motivos y en muchas de sus dimensiones, pero ay, esos teléfonos, esas tabletas, esos portátiles tan monos... ¿Cuánto cuesta este, por favor?
Ya, ya me callo. Bueno, casi. Aunque parezca blandengue, melodramático o lo que sea, cuando he visto las edades de esas personas que han saltado por la ventana, he decidido que después de semejante mierda de vida merecían este ínfimo homenaje. Por lo menos esto. Por lo menos algo. Ojalá hubieran dejado al menos una nota.
Caídos en "acto de servicio al consumo", es decir, ensamblando iPads, portátiles y smartphones hasta la muerte, descansen en paz:
Sra. Hou (19 años)
Sr. Liu Bing (21 años)
Sr. Li (28 años)
Sr. Sun Dan-Yong (25 años)
Sr. Ma Xiang-qian (19 años)
Sr. Li (20 años)
Sr. de nombre desconocido (23 años)
Sra. Rao Shu-qin (19 años)
Sra. Ling (18 años)
Sr. Lu Xin (24 años)
Sr. Zhu Chen-ming (24 años)
Sr. Liang Chao (21 años)
Sr. Nan Gan (21 años)
Sr. Li Hai (19 años)
Sr. He (23 años)
Sr. Liu (18 años)
Sr. de nombre desconocido (30 años)
(Recordatorio: varios millones de personas siguen ensamblando aparatos electrónicos en unas condiciones laborales que ningún usuario de esos aparatos consideraría mínimamente aceptables. La inmensa mayoría de los ordenadores personales fabricados hace diez años puede funcionar bien con las tecnologías de hoy en día. La basura electrónica que producimos genera otros círculos viciosos. En muchos lugares. Y no solo la electrónica.)
miércoles, 6 de abril de 2011
Celebrando el fin de una época
Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.
Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.
A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.
Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.
Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.
En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.
Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.
Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.
Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.
En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.
Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.
En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.
Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?
Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.