Tenía que celebrarlo. Un cambio tan radical, tan fundamental en mi vida merecía una fiesta. Y sin embargo, el viernes por la tarde llegué a casa y me tumbé en el sofá, como de costumbre, sin ganas de hacer mucho excepto comer patatas fritas y beber líquidos con un contenido alcohólico sustancial. Ni siquiera puse la tele. (Algún avispado lector se apresurará a pensar: “claro, porque no tiene”, y en efecto, esa fue la razón principal, pero no la única.) Me embargaba un sentimiento feo, apagado: estás solo, me decía la conciencia. Estás más solo que la una y tus decisiones no valen nada porque no puedes compartirlas, no sabes, no quieres. Estás solo, aislado y cabreado como un mono.
Me acerqué a la computadora y, vaso en mano, busqué y escuché repetidas veces esa canción de los Chieftains que me pone tan melancólico sin motivo aparente. Claro que en este caso había motivo: la celebración en solitario y sin ganas estaba tomando un cariz muy lamentable. Consideré la posibilidad de acercarme al Angry Wade’s para ver si estaba la mafia del billar, con la que a veces lo paso bien, pero la conciencia estaba demasiado negativa y las piernas se negaban a andar sin una razón suficiente.
A la cuarta vuelta de la canción fui a la cocina para rellenar el vaso y me di cuenta de que la cantidad de líquido con contenido alcohólico sustancial era insuficiente para cometer el acto indecente que ya estaba dispuesto a cometer, es decir, emborracharme y llorar o rabiar hasta quedarme dormido en el sofá. Eché mano al bolsillo y vi que tenía un par de billetes gordos. Vino o cerveza, pensé. En la tienducha de la esquina puedo comprar seis cervezas en menos de dos minutos. Miré el reloj. La vinatería todavía está abierta, y ahí puedo comprar algo más digno para la celebración. De acuerdo, dijeron la conciencia y la voluntad: un día es un día.
Pasé por la cocina a recoger la bolsa resistente que suelo llevar a la vinatería. Hice una visita al baño para comprobar que tenía un aspecto suficientemente digno. No era el caso: me lavé la cara, me peiné, me cepillé los dientes y me enjuagué la boca. Un toque de agua de colonia en el cuello. Nunca se sabe.
Me miré en el espejo: iluso, me dijo el reflejo, lárgate ya y vuelve con buen género.
En la vinatería me conocen por el nombre: hola, Camilo. Saben también que me gusta llegar un poco antes de la hora del cierre, como hoy. Matt, el dueño, me saluda y a la vez mira el reloj que tiene colgado en la pared. Quince minutos. Más que suficiente. Lo que no sabe Matt, porque no puede saberlo, es cuál es mi debilidad. No soy de esos clientes que compran “lo de siempre”. Me gusta probar cosas distintas. Por eso vengo a la tienda de Matt: porque tiene buena variedad. Y también por la selección musical que sale de unos barriles falsos colgados del techo. A veces nos ha dado tema de conversación. Compartimos los Malbec de Mendoza y los Dire Straits, por ejemplo.
Según iba paseando por los pasillos me dieron ganas de hacerme unas tostaditas con las sardinas ahumadas marroquíes que encontré el lunes en un supermercado inesperado del MetroTech. Con sardinas, lo suyo es un buen vino. Fui al fondo de la tienda y, de rodillas frente al estante de los caldos franceses, comprobé una vez más que entre todos habíamos acabado con las existencias de Burdeos del 2005. Una auténtica tragedia, porque era un vino celestial, divino, sagrado, con un precio más que asequible. Qué añada, mon dieu, qué añada. Veo que todavía quedan Medoc de ese año, también excelentes, pero ahí ya estamos hablando de 15 a 30 dólares: demasiado.
Al incorporarme, una voz me preguntó si me gustaba el Burdeos. Me volví y vi a una chica muy linda que me ofrecía un poco de vino tinto en un vasito de plástico. Me gusta, me gusta, dije yo mientras repasaba visualmente la etiqueta de la botella, la mano que la sujetaba y la persona que iba adjunta a la mano. Claro que me gusta. Pues este es excelente, añadió ella con una amplia sonrisa, y me acercó el vaso. Al recogerlo yo, empezaron los primeros compases de Viva la vida de Coldplay, y eso (creo yo que fue eso), fue lo que me arrancó una sonrisa a mí también. Coldplay, dije haciendo un gesto significativo con las cejas. Ella sonreía nomás, haciendo su trabajo. Probé el vino. Es bueno, sí, ciertamente bueno, le dije. Añadí que se parecía bastante al Burdeos del 2005 que estaba buscando y me quejé de que ya no quedara más. Ella explicó muy seria que este era del 2009, que era otro año excepcional, y ahí mismo, en el “excepcional”, el acento la delató. Tú eres de allí, ¿verdad?, pregunté. Quiero decir, eres francesa, ¿no? Y la sonrisa volvió en todo su esplendor, quizá con más fuerza que antes, aunque era difícil de determinar. Sí, sí, soy de Burdeos, contestó.
Nos dimos cuenta a la vez de que estábamos de pie en medio de la tienda, yo con el vasito vacío y ella con la botella. Nos reímos. Nos acercamos al barril que le servía de mesa para promocionar el vino y ahí dejamos el vasito y la botella. ¿Quieres más? No, gracias. Yo soy un poco tu vecino, le dije. ¿Cómo dices?, se extrañó. Es que soy medio uruguayo, medio español, expliqué.
En ese momento se acabó Coldplay y empezó otra cosa, quién sabe qué, pero yo ya no ponía atención porque la chica se había lanzado a hablar un español que, pese al fuerte acento francés, era bastante bueno. Había vivido unos cuantos años en Barcelona y en Valladolid. Ah, contesté, Ribera del Duero, Rueda, Penedés. ¿Trabajabas allí? Pues sí, pues sí, y la conversación fluía, fluía como el vino en una fiesta, sin obstáculos, más bien todo lo contrario.
Momentos después apareció Matt, el propietario, que no habla español, y nos dijo que lamentaba interrumpir pero que era hora de cerrar. La chica dijo vale, gracias y empezó a recoger su material. Yo tomé una botella de su vino y lo subrayé con un gesto, para hacer ver que sí, que por supuesto lo compraba, y ella responde con otro gesto que, en principio, no supe muy bien cómo interpretar. ¿Que una botella no era suficiente, quizá? ¿Que debería haber comprado más? ¿O no era la botella a lo que se refería? Y así, en una décima de segundo, me aterrizó en la voluntad una certeza tan inesperada como absoluta. Tenemos que terminar esta conversación tan interesante, le dije en español. ¿No te parece? Ella asintió con la cabeza y dijo ajá. ¿Tienes tiempo hoy, esta noche, o tienes planes?, pregunté. Puedo hoy, contestó ella, probablemente demasiado rápido. Podemos ir al Char No. 4, ¿lo conoces? Sí, sí, dijo ella, y en su sonrisa se dibujaba ahora un leve trazo de ansiedad. Voy a guardar esto, me señaló las botellas, y me esperas fuera, ¿sí? Yo asentí y fui a pagar.
En el mostrador, Matt no podía resistirse. La sonrisa se le escapaba sin querer, como se escapa la arena de un puño cerrado. Yo no decía nada. Le alargué la tarjeta para pagar, él me pasó el teclado para que escribiera el número secreto y luego el recibo. Pero yo no me fui enseguida, me quedé un momento, y entonces sí, previa miradita al fondo de la tienda para comprobar que ella no escuchaba, se acodó en el mostrador para acercarse mucho y me dijo: ustedes los europeos son gente distinta. Se comportan de una manera muy rara. Hizo una pausa, volvió a mirar al fondo y añadió: ¿has leído Seize the day, de Saul Bellow? Yo asentí. Pues así, así de tristes, de dramáticos somos nosotros, los neoyorquinos. Hazme un favor, no seas nunca como Tommy Wilhelm. Ni como yo. No te conviertas en uno de nosotros, ¿de acuerdo? Yo lo escuche en silencio y, cuando terminó, le tendí la mano y él me la estrechó. Empezaba a sonar Black Swan, de Thom Yorke. Buenas noches, dijo. Buenas noches, contesté. Al salir, me estiré, miré al cielo y respiré. La luna era una sonrisa brillante, finísima, colgada apenas en el vértice del campanario de la iglesia. Intuí la posición de las estrellas, ausentes como siempre en el cielo sucio de la ciudad.
Me llamo Nadine, dijo una voz a mis espaldas. ¿Y tú?
Camilo. Encantado de conocerte, Nadine.
Buena celebración, Camilo. Y sí, haz caso a Matt, no te vuelvas neoyorquino.
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