Después, bastante después, alguien me puso en las manos uno de sus primeros libros y, por coherencia, decidí empezar a leer por el principio, desde las novelas de juventud hasta el final, con la intención de terminar leyendo la ingente obra póstuma que se llamó 2666 y que, según todas las reseñas, parecía ser una especie de continuación de Los detectives. Eso fue en 2009 y de esa lectura surgieron tres reseñas que están, aquí, aquí y aquí.
Así que empecé a leer, y según iba leyendo me iba dando cuenta de que Bolaño, en sus primeros años, no era buen escritor ni tenía un estilo definido. Experimentaba constantemente, buscaba constantemente; a veces encontraba algo y a veces se perdía buscando y no llegaba a ninguna parte. Recuerdo, por ejemplo, La pista de hielo, un libro que genera una expectación tremenda pero que luego se va aguando hasta quedar en nada. Le fallan dos personajes fundamentales, que tienen rasgos inverosímiles, y le falla también el hilo argumental, que primero se enreda y después se rompe. Aun así, tiene diálogos y descripciones que, diez años después, recuerdo con precisión.
Ahora soy yo el que pierde el hilo. Lo que quería contar es que me fui cansando de la lectura secuencial de Bolaño y a eso del quinto libro abandoné. Le expliqué a mi amigo las razones, una especie de cansancio general de tanto experimento y tanto batiburrillo metaliterario, y me dediqué a otra cosa (probablemente a otra cosa que no fuera leer, en otra de mis legendarias épocas de sequía literaria).
El caso es que hace unas semanas este amigo me recordó la conversación y me preguntó si había vuelto a leer algo de él, porque daba la casualidad de que el otro día había visto a alguien en el metro que iba leyendo 2666 traducido al inglés. Yo lo miré y le dije que no me imaginaba el esfuerzo que debía de suponer traducir algo como Los detectives salvajes, por no hablar de un libro tres o cuatro veces más largo como es 2666. Hablamos del asunto (los dos traducimos) y al final me picó la curiosidad. Fui a la biblioteca pública y ahí estaban: dos orondos ejemplares en rústica, desafiantes, mirándome de lado y diciéndome: "a que no te atreves". Reconozco que tuve mi momento de duda, pero al final alargué la mano, saqué uno de los dos libros del anaquel y lo llevé al mostrador de préstamos.
Hace falta valor para leer 2666, y no es solo por la extensión (más de 1.100 páginas). Hace falta valor porque más que una novela es una aventura, y una aventura larga, difícil y escabrosa. Cuando uno ya está metido en harina, el número de páginas no solo no es inconveniente, sino que allá por la página 700, y ya hasta el final, uno tiene la sensación de que las 400 páginas restantes no van a ser suficientes para sacarnos de semejante avispero. A esas alturas, uno está deseando que el libro, a la mañana siguiente, haya engordado para ampliar el universo que va construyendo Bolaño, con unos recursos de ingeniería que lo dejan a uno más que boquiabierto.
No solo no me arrepiento de haberla leído, sino que, al llegar a la última página, estuve tentado de volver a empezar, como me pasa con casi todos los libros que me gustan. He tomado muchas, muchas notas, pero la más importante, la que me ha dejado marcado, es una que parece dirigida a mí. A mí y a muchos como yo. Al leer este párrafo sentí como si Bolaño me hubiera estado mirando en aquella época en la que estaba yo leyendo su obra, como si me hubiera visto cuando decidí dejar de leer, como si me mandara un mensaje, a mí y a todos los que, como yo, nos decimos aficionados a la buena literatura pero en realidad nos quedamos solo con la que nos gusta y nos hace sentir bien, es decir, ejercemos, en el fondo, de clientes caprichosos y no de catadores profesionales. Esa cita que tengo copiada en varios sitios es, precisamente, la que elige también el editor, al final del libro, para explicar la actitud de Bolaño mientras escribía la novela. Por algo será. Seguramente porque somos muchos los que nos sentimos retratados en ese párrafo. Ahí lo dejo.
La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros de tipo La metamorfosis, Bartleby, Un corazón simple, Un cuento de Navidad. Y luego dijo que estaba leyendo Desayuno en Tiffany's de Capote. Dejando de un lado que Un corazón simple y Un cuento de Navidad eran, como el nombre de este último indicaba, cuentos y no libros, resultaba revelador el gusto de este joven farmacéutico ilustrado, que tal vez en otra vida fue Trakl o que tal vez en esta aún le estaba deparado escribir poemas tan desesperados como su lejano colega austriaco, que prefería claramente, sin discusión, la obra menor a la obra mayor. Escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El club Pickwick. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, indirectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.
Roberto Bolaño, 2666